lunes, 19 de noviembre de 2018

EL DERECHO, LA CIENCIA DE LA LIBERTAD. Perspectiva Entrópica.

La libertad constituye el gran acontecimiento del universo, cuya evolución no es sino una gran explosión redentora. Todo absolutamente todo en el cosmos tiene una cualidad: la de ser libre. Cualidad intrínseca a cada ser, a cada átomo, a cada partícula, pero que a la vez conforma la maravillosa sinfonía de la libertad, de ser todo y nada a la vez; es decir, su plenitud circunstancial es posibilidad de todo lo posible

Así, el universo se le ha revelado al ser humano como un inmenso escenario entrópico, y por ende, divergente en toda su probabilística evolutiva, es decir, es el “desorden” lo que le permite explayarse en sus infinitas expresiones existenciales.

En la actualidad resulta imposible tratar del Derecho o de cualquier otra ciencia social, sin ubicarla metodológicamente dentro determinación probabilística entrópica.

La Determinación Entrópica. Consecuencias.
En física, un sistema entrópico es aquel cuyo potencial energético tiende irremediablemente a su equilibrio, neutralización o a su mínima expresión, en términos de gasto energético. Por tanto, la entropía es la capacidad de un sistema para equilibrar su carga energética y, por ende, también la posibilidad de transformación de esa energía. Un ejemplo típico de entropía es la "batería" eléctrica: La acción de equilibrio entre la carga diferencial de sus dos polos genera una energía trasformadora, hasta que su diferencial energético alcance su mínimo eficaz. Por ser entrópica la batería se descarga, pero también gracias a la capacidad entrópica puede generar la energía o corriente eléctrica, dentro de su particularidad de no depender de un suministro energético externo.   .

Visto así, sin mayor reflexión, la entropía resulta poco halagüeña, implicando más bien caos y extinción. Empero, lo verdaderamente relevante para las ciencias sociales, y el Derecho en específico, son las causas y consecuencias evolutivas del fenómeno entrópico. Resulta que su proceso expresa toda una probabilística que inicia desde el nivel sub-atómico hasta las más grandes nebulosas. Todo absolutamente todo en universo se rige por esa probabilística que tiene un destino físico: el equilibrio de la energía; pero también un propósito ontológico: posibilitar la evolución, y con ella todas sus expresiones existenciales materiales y espirituales.

Los sistemas sociales humanos, como todo sistema del universo, son esencialmente entrópicos. Siendo la sinergia que los posibilita, consecuencia y causa de la entropía que motoriza la evolución. En tal sentido el sistema social, cultural, humano es igual al sistema solar. Uno se sustenta del ciclo cerrado de transformación de hidrógeno en helio y viceversa, hasta que ese proceso no le sea sustentable. El otro transforma la energía en ideas, razonamientos, sentimientos, acciones y pasiones, para posibilitar evolutivamente la libertad existencial del ser humano, hasta que no le quede nada por descubrir, por vivir, por amar, por soñar; entonces ese sistema ya no necesitará existir, pues otros sistemas estarían posibilitando la égida del descubrimiento de la existencialidad, de la plena expresión de la libertad de ser, que hubo motorizado la evolución de aquel homínido pensante. 

Generalmente se afirma que la entropía implica el paso del orden al desorden, lo cual grosso modo es cierto, empero, debe considerarse que ese "desorden" al sistema le implica equilibrio, por lo que entonces el orden, o sinergia, supone una acción desequilibrante en cualquier sistema integral, y, en consecuencia, un consumo energético, que a su vez genera mayor entropía, cuya acción in crescendo terminará por imposibilitar el orden, a menos que también aumente la sinergia hacia su reconfiguración, cuya expresión energética a su vez explaya mayores opciones evolutivas y, en consecuencia, mayor "desorden"...   

El asunto es que el universo deviene de tal concentración de energía, que el movimiento de expansión hacia su equilibrio y neutralización es lo que origina y motoriza a la evolución y le da un sentido histórico; es decir, determina probabilísticamente la forma “natural” en que ocurren sus fenómenos, configurando sus leyes y haciéndolos irreversibles.

Ahora, ese movimiento, que se expresa probabilísticamente desde el orden o alta concentración de energía, al desorden o baja carga energética; produce transformaciones, y las transformaciones generan fenómenos, y los fenómenos configuran la realidad, y la realidad concreta el universo evolutivo, la vida, el ser humano y las sociedades en que se organiza.

De tal forma que las sociedades, por más de lo perfectamente ordenadas que se pretendan, en tanto sistemas de transformación energética y en cuanto expresiones conductuales, ineluctablemente están sometidas al condicionamiento probabilístico de la entropía, que, desde el marco de la circunstancia evolutiva, resulta en determinismo entrópico; valga decir, el libre albedrío responde a la proyección de probabilidades, las cuales a su vez  expresan un propósito evolutivo superior. 

Al final de eso trata la acción política en las sociedades, del equilibrio entre el orden necesario y el "desorden" probabilístico, fundamentales a la plena expresión de la libertad de ser. 

Precisamente esa es la perspectiva del proceso entrópico relevante para el Derecho; cómo hacer más eficaces los sistemas políticos y jurídicos desde la comprensión de los fenómenos evolutivos que insoslayablemente los influyen, condicionan y determinan.

Valga ponderar este ejemplo: Pedro sale de su casa en su vehículo y se dirige al trabajo; en una curva se encuentra con Juan, que se levantó temprano para traer en su auto las verduras al mercado; ambos vehículos se desviaron lo suficiente de sus carriles para hacer inevitable la colisión, por apenas medio metro; y Pedro perece. Ahora, ¿por qué coincidieron precisamente en los segundos exactos ambos conductores? ¿Por qué ninguno pudo ir cincuenta centímetros más allá o acá? ¿Qué factores intervinieron para que los conductores adelantaran o retrasaran sus salidas?

En primer lugar, todo orden implica un gasto energético. El mantener los vehículos correctamente por su carril, a la velocidad adecuada y con la atención y responsabilidad debidas, implica un orden existencial y por ende la transformación de energía, que entrópicamente tiende a dispersarse o “desordenarse”, o sea, a los vehículos salirse del carril, a los conductores retrasarse, a distraerse etc.; por lo que el “encuentro de Pedro y Juan estaba probabilísticamente condicionado y determinado. Incluso Pedro simplemente fue objeto de la probabilidad que motoriza al universo; por eso su fallecimiento, obviamente injusto desde su ámbito próximo existencial, en término macro evolutivo es perfectamente justo, pues él tuvo su privilegio de la vida igual a todos, y también como todos se sometió a la probabilística evolutiva.

La moraleja es que la existencia de cada ser humano es un verdadero “milagro” probabilístico, desde el cual se expresa el sentido teleológico del privilegio racional y espiritual: desarrollar su ser libre hasta la plenitud posible. 

Desde esa misma óptica puede considerarse la conducta antijurídica. Primero cabe preguntarse ¿responde la acción antijurídica a una mera estadística conductual de la sociedad, o tendrá de trasfondo el condicionamiento y determinación de la probabilística evolutiva? ¿Tendrá tanta responsabilidad Pedro en su muerte como el sicópata y el violador por los desequilibrios hormonales, bioquímicos y biogenéticos que expresaren? ¿Probabilísticamente no tiene que existir el criminal, aún como simple posibilidad, para que otros muchos se viabilicen dentro de los parámetros de la “normalidad” conductual? ¿Serán “antisociales” los criminales descritos, o acaso serán tan sociales como fue San Francisco de Asís? ¿Bajo cuáles parámetros se pondera la sociabilidad? ¿Será seccionando, y con ello desnaturalizando el ser social humano? ¿Será eficaz castigar a esos criminales por sus conductas, de las cuales las primeras víctimas son ellos? ¿No sería deber primordial del Estado proteger y encauzar la probabilística social hacia su mejor expresión, a la par de proteger al transgresor de sus propios actos?

Ese es el paso fundamental que han de dar las ciencias sociales: plantear al ser humano desde una perspectiva evolutiva integral, donde se le posibilite verdaderamente desplegar toda su potencialidad existencial, y no limitarlo versiones ideológicas parcializadas de su ser.

La entropía aporta a las ciencias sociales una mejor comprensión y más eficaz acción ante los fenómenos que tratan. Contrario a cierta tendencia a identificar la entropía únicamente como el grado de desorden de un sistema. Así, se habla de “entropía social” y “entropía económica” refiriéndose a la degeneración de sus sistemas; sin considerar el significado y las consecuencias determinantes de su probabilística maravillosa a la evolución del ser humano y la sociedad, y sin dimensionar sus efectos en una visión existencial holística y trascendente, como corresponde a las ciencias que tratan al ser humano.

Ciertamente, cuando un sistema social se “cierra” a los cambios evolutivos, se caotiza, pero no por la entropía en sí, sino porque corta su proceso de transformación de energía. Sutil diferencia que cambia radicalmente la forma de proceder ante el fenómeno entrópico social. Siendo craso error el pretender anular la entropía, pues de esa forma se coarta el fenómeno evolutivo social. 

Precisamente es ese el yerro muy de lugar común en los planteamientos tecnócratas respecto de la sociedad, pretender aplicarles directamente criterios técnicos sin considerar su naturaleza ontológica.

Cierto que la sinergia sustenta el orden y contrarresta los efectos "degradantes" de la entropía a los sistemas, pero también es verdad que sin un marco entrópico ningún proceso sinérgico sería posible; por lo que la eficacia funcional de los sistemas sociales obliga a la conciliación de sus sinergias con la probabilística entrópica que los posibilita evolutivamente.

Por sobre las cifras y los números, están sus significados ontológicos y la actitud ética frente a ellos.

A los efectos de la mejor comprensión de la entropía dentro del tema que se trata, pueden establecerse algunos tips:

Todo en el universo está sometido a la probabilística entrópica. El desorden entrópico implica un orden previo, y por tanto, la posibilitación de nuevos órdenes. Toda acción hacia el orden genera desorden, por lo que debe considerarse la cualidad ontológica y la eficacia del orden. Todo orden tiende al desorden e ineluctablemente terminará por transformase en otros órdenes. Toda sinergia social requiere del constante suministro energético pro activo, y debe desarrollarse en armonía con los parámetros y hasta los límites de la probabilística entrópica. El ser humano y sus sociedades están sometidos al determinismo entrópico, por lo que sus existencias integran y expresan a cada instante la probabilidad de lo posible, con la diferencia de que el ser humano individual corre la suerte simple y llana de la expresión probabilística, mientras que la sociedad las integra en un acontecimiento histórico.  

Porque, todos los fenómenos sociales están predeterminados entrópicamente. La diversidad genética y conductual son producto y causa de la probabilística entrópica. Igualmente la oferta, la demanda, la libre competencia, el consumismo, las necesidades crecientes de las sociedades, el sometimiento a la ley y la conducta criminal…, responden flagrantemente al determinismo entrópico. También las características de las expresiones del poder dentro de los grupos sociales, manifiestan la tendencia natural a la concentración cuantitativa y cualitativa de las acciones sociales en determinados sectores, debido fundamentalmente al control y usufructo del conocimiento. Y en específico, la amplísima gama conductual antijurídica de los seres humanos, expresa la exponenciación entrópica de acciones negativas de los sujetos.

La probabilidad entrópica se ilustra en la animación anexa. De ella se extraen algunos factores a considerar: La evolución humana solo es cuestión de tiempo. El número de interacciones debe ser suficiente y pertinente. A mayor número de sujetos, mayor probabilidad evolutiva. Por sobre la cantidad se impone la calidad de las interacciones.

De ahí el poder perfeccionador del Derecho. Al regular la mayoría de las interacciones sociales, enruta probabilísticamente la evolución de la sociedad, ampliando la libertad de ser de los sujetos que la integran. Por eso el Derecho es esencialmente libertario. 

La probabilística entrópica explica por qué los grupos humanos muy pequeños tienen mayor posibilidad de que el “orden” social sea alto y por ende la conflictividad social muy reducida. Empero la propia “uniformidad” existencial del grupo tiene a un carísimo costo evolutivo: La disminución drástica de sus probabilidades evolutivas y, en consecuencia, del desarrollo de la libertad de ser de los sujetos. Por eso resulta de una torpeza insólita hacer ejemplos de “bondad” existencial con tribus aborígenes de unas decenas de sujetos en taparrabos; obviamente con una cultura, riquísima en muchas de sus manifestaciones, pero sin el background evolutivo que explaya la naturaleza humana en todas sus expresiones existenciales y promediamente la muestra tal cual es. Al final es la misma sociedad y el mismo ser humano, en diferentes estadios evolutivos; la probabilística entrópica en dos extremos.

A eso precisamente es que responde la evolución del Derecho, a la progresiva complejización probabilística del existir en sociedad, a medida que el ser humano va desarrollando vivencialmente su libertad, mostrando lo mejor y lo peor de su ser, pero siempre con el prodigio racional espiritual de encontrarse consigo mismo.

Trayendo el ejemplo de los cuatro sujetos de la animación anexa, si todos fuesen futbolistas, sería más homogéneo y ordenado, y obviamente se divertirán mucho; hasta que cualquier virus o bacteria o fenómeno natural u otros sujetos los arrasase. Caso contrario sería si entre el grupo, aparte de jugar al futbol, existiese una médica, un constructor, un experto en sobrevivencia y un científico; ahora la uniformidad, cohesión y “orden” del grupo se rompen, divergiendo en un mayor “desorden” probabilístico, que, ordenado y encauzado sinérgicamente hacia el propósito existencial en común y al posibilitar una mayor interacción entre ellos y con el habitad, le ofrece nuevas perspectivas evolutivas a la sociedad, y por ende nuevas exigencias para el Derecho.

Porque las diferencias entre los sujetos, al expresar la capacidad probabilística evolutiva de la sociedad, se integran y complementan. La diferenciación entrópica se expresa evolutivamente en la complementariedad; pues todo tiene una razón probabilística de ser; por ejemplo, la diferenciación del hierro y el carbón eventualmente les permiten complementarse en la formación de un ser humano, es decir, se ordenan para configurar otro factor de desorden, y por ende, de posibilidades evolutivas.

Por eso también es que los grupos sociales más grandes tienen mayores probabilidades evolutivas, permitiendo una mayor expresión del ser libre de los sujetos y exponenciando asombrosamente sus capacidades de desarrollo tecnológico, científico y espiritual. Por eso la cultura constituye el prodigio evolutivo del homo sapiens. Por eso el inmenso desarrollo en apenas diez mil años de vida sedentaria del ser humano, por eso el vertiginoso milagro tecnológico y científico del siglo XX, y por eso es que los vaticinios respecto de las sociedades, sobre todo en materia económica, resultan de miopía crónica, por no considerar la probabilística entrópica y el mundo de posibilidades que representa su desorden a la evolución de la humanidad.

Por eso es que las sociedades que razonan, crean y producen más, incrementan inmensamente sus posibilidades de desarrollarse evolutivamente, dentro de un justo compromiso entre el tamaño y eficacia. Por eso es que la evolución de las sociedades humanas se potencia cuando éstas mejoran su aptitud ante el conocimiento; pues, como lo evidencia el ejemplo de la animación anexa, con aumentar en los sujetos unas cuantas decenas sus cuestionamientos del saber, la probabilística cognoscitiva  puede ser inmensa. Por eso es que no existe otra forma de desarrollar un sistema económico que no sea por “la libre competencia”, es decir, desde la libre y justa expresión de la probabilística entrópica de sus posibilidades evolutivas, jurídicamente ordenadas hacia el propósito social. Por eso es que los regímenes políticos opresores lo primero que restringen y o  manipulan es el conocimiento, pues la probabilística del saber atenta contra el sostenimiento del control del poder político. Por eso las clases sociales "medias", de artesanos, comerciantes, artistas, profesionales, y en general, entre quienes predomina la labor intelectual por sobre la física, han sido los grandes artífices de los cambios en las sociedades, y también por eso es que son diezmados por los regímenes políticos dictatoriales.    

Por eso es que las necesidades de las sociedades parecieran no tener fin, ni van a tenerlo, pues ellas expresan la probabilística entrópica que tiende a incrementarlas; lo sensato es regularlas pertinentemente. Por eso muchas veces los sistemas políticos terminan expiando  las culpas del determinismo probabilístico entrópico, al pretenderse torpemente contrarrestar las consecuencias sin comprender las causas de los fenómenos sociales. Por ejemplo, la energía eléctrica, y aguas abajo lo que implica su generación, transformación y aplicaciones, no agotó su uso en satisfacer las pocas necesidades inmediatas de las sociedades, sino que generó un desorden probabilístico tan gigantesco que apenas se vislumbran sus posibilidades con el asombrosos desarrollo tecnológico de la actualidad. En consecuencia ese incremento de la probabilística del orden tecnológico se expresa conductualmente en las sociedades, configurándolas y creándoles nuevas exigencias de regulación y ordenamiento, y lo principal, revelándolas desde otras cualidades existenciales, que cambian definitivamente la aptitud y actitud del ser humano frente a su existencialidad y libertad de ser.

Luego así, la enseñanza del Derecho debe saber proyectar la racionalidad jurídica hacia la probabilística entrópica, abriendo las compuertas del conocimiento instituido, para que desde él se planteen nuevas perspectivas, y así o convalidarlo o modificarlo o reemplazarlo. En todo caso, el solo hecho de las interacciones masivas de pensamientos, criterios y razonamientos, entrópicamente tiene un significado evolutivo prodigioso para la ciencia jurídica y la sociedad.      

Comprender la entropía y su determinación probabilística de la sociedad y del Derecho, no requiere mayor actividad neuronal; el problema está en el enfoque y los parámetros de acción para encauzar sensata, pertinente y eficazmente ese torbellino probabilístico evolutivo en beneficio del ente social, ampliándole sus posibilidades evolutivas y ensanchándole sus espacios de libertad.

La Sociedad Entrópica y el orden
La sociedad, en cuanto expresión probabilística es esencialmente inestable, es la cualidad que la impulsa evolutivamente. Siendo ese “desorden” intrínseco al ser humano que expresa, lo que caracteriza da sentido del orden a sus leyes, y lo que obliga a la política a no pretender "ordenar" lo inordenable, valga decir, a no coartar la libertad de ser, pues significaría atar existencialmente al ser humano, paralizar a la sociedad y detener la evolución.

Eso no implica en forma alguna negar el orden en cuanto factor de posibilitación social, sino el comprenderlo en su auténtica naturaleza y funcionalidad jurídica. El orden expresa la concreción de las cosas; es más, todo el universo concreto es producto del orden; los metales son átomos ordenados de diversas maneras, los sistemas planetarios son esencialmente ordenados; los seres vivos son estructuras ordenadas biológicamente, la racionalidad es producto de un orden… La cuestión es que ese orden es consecuencia y causa del desorden que motoriza a la evolución; valga decir, los metales devienen de una supernova y constituyen los planetas y sus sistemas, cuyo ordenamiento es manifestación entrópica que “degenera” hacia un mayor desorden que significará mayor posibilidad evolutiva. Y la vida y la racionalidad, en específico, constituyen estructuras ordenadas que generan mayor desorden. El mismo proceso alimenticio rompe el orden molecular de los alimentos y los convierte en energía, acciones, pensamientos e ideas, que ordenados unos y otros, y desordenados todos, transforman entrópicamente la realidad, generando,  por ende, mayor desorden.

En sentido energético: el desorden es gratis, el orden tiene un costo; requiere esfuerzo físico, intelectual y espiritual.

Ello implica que es más eficiente hacer racionalmente lo que la naturaleza: construir el orden en armonía con el desorden probabilístico que motoriza la evolución, encauzándole un mundo de probabilidades que le permitan un mejor porvenir. En eso consiste la sinergia. Es esa conciencia, racionalidad y espiritualidad hacia la autenticación evolutiva de la sociedad, lo que debe encontrar la política y lo que busca el Derecho. 

Esos criterios cambian la visión jurídica del orden. Valga decir, si se considera el orden como la regulación jurídica efectiva de la conducta de los sujetos, y el desorden como una anomalía conductual y social, pues la acción del Estado recaerá sobre los sujetos, tanto para dotarlos de “igualdad” e imponerlos de justicia, en sus conflictos privados, como para ejercer en sus nombres la “venganza” por las lesiones que sufran, alcanzando así, presuntamente, la paz social.

Situación distinta es si el desorden social se considera expresión entrópica evolutiva ínsita a la sociedad. Pues entonces el desorden, en sus diferentes manifestaciones, expresaría la puja evolutiva del cuerpo social y de sus sujetos por la libertad de ser; y siendo así, el ordenamiento social implica principalmente posibilitar, restaurar, crear, armonizar y sobretodo encauzar las interacciones sociales bajo criterios de igualdad y justicia, a los fines de preservar la libertad de ser de los sujetos y de la sociedad.

Es decir, bajo esta visión la acción del Estado se centra en los vínculos e interacciones sociales, en cuanto conformantes de un todo sinérgico, y desde ellos determina el radio de acción de la justicia, llegando a los sujetos desde una perspectiva holística del hecho antijurídico, y por ende, con otro proceder.

En primer lugar, todo hecho antijurídico perjudica las interacciones y lesiona a la sociedad, por lo que aún los de carácter “privado” quedan supeditados al deber del Estado de preservar la integridad funcional de la sociedad, controlando la pertinencia y cualidad de sus interacciones. En segundo lugar, el delito constituye la rotura del vínculo social por conciencia y voluntad del sujeto activo, por lo que la primera víctima es él, por su autoexclusión de la interacción social; luego, el interés del Estado es preservar la libertad de ser y la vocación de justicia en cuanto valores de la sociedad, por lo que su radio de acción se centra en las interacciones y vínculos lesionados, a fin de restituir la seguridad jurídica que posibilita la funcionalidad de la estructura social, y desde allí posibilitar la eventual revalorización de la libertad de ser del transgresor. De esa forma, la respuesta al delito pasa de la “vindicta pública” a la acción principalísima de la regeneración y seguridad del ente social, y subsidiariamente, por la formalización jurídica de la autoexclusión del sujeto activo de la interacción social, restringiéndola proporcionalmente, conforme al daño producido y con base en criterios científicos, sociológicos y éticos, por el espacio y el tiempo que garanticen seguridad de la sociedad.

Cabe acotar que el transgresor de la norma no se excluye de la sociedad sino de sus vínculos e interacciones, entrando, por fuerza de la ley, a otro ámbito muy restringido y controlado de interacción social, cuya eficacia funcional debe ser posibilitada por el Estado, a los fines de garantizar la efectiva restitución de las interacciones entre la sociedad y el sujeto transgresor, porque, debe insistirse, bajo esta óptica la sanción penal no pretende la venganza ni el castigo, ni siquiera de forma inmediata la “regeneración” del transgresor, sino la formalización jurídica de una consecuencia ínsita a la acción antijurídica del sujeto, su auto exclusión del inter-relacionamiento social, en protección de la sociedad, de la víctima y del propio transgresor, quien también es víctima de sus propios actos y de la probabilística social que expresa.

Además, bajo ese criterio debe considerarse el aumento del delito cuando el Estado se limita a los sujetos y al castigo y reparación del daño, y no atiende la preservación de las interacciones y vínculos entrópicos, cuyas mínimas perversiones por antivalores puede significar un incremento muy grande en la actividad delictiva; ocurriendo que las sociedades pueden permanecer sitiadas por el delito, no por la cantidad proporcionalmente mínima de transgresores a la ley, sino por la probabilidad que sus acciones expresan.

De manera que el orden social no se produce por el simple sometimiento coercitivo a la ley, sino por la igualitaria y justa acción del Derecho sobre las interacciones sociales que ordenan jurídicamente un desorden entrópico que mientras más alto sea mayor probabilidad de libertad de ser le ofrece al sujeto y a la sociedad.

Porque el problema de las sociedades más que de justicia es de igualdad, es decir, de la cualidad de ser libre. Que en modo alguno implica una “tabla rasa” uniformadora de la sociedad, sino que cada sujeto pueda expresarse complementariamente dentro del gran espacio existencial de la sociedad bajo el imperio justo del Estado. Valga decir, la diferencia entre el artesano y el empresario, aún amando ambos su labor, depende del planteamiento existencial de cada quien. Pudiese ser que el artesano, además de tener o no cualidades para la producción industrial y su mercadeo, por sobretodo pondere su obra desde el goce espiritual que le causa, amén de vivir económicamente de un oficio que le gusta. Mientras que el empresario disfruta maximizando el rendimiento productivo de un trabajo que le apasiona. Aparte de la diferenciación justa en sus ingresos económicos, que paradojamente para el artesano le pudiesen alcanzar, mientras que para el empresario seguramente nunca le serán suficientes; ambos sujetos se complementan y sirven a la sociedad, el artesano brinda utilidad estética y disfrute espiritual al empresario, y éste le resuelve al artesano una necesidad cotidiana.

Esa es la sociedad entrópicamente viable. Donde cada sujeto pueda desarrollar en la plenitud posible su libertad de ser. En donde el orden implique posibilidad y no restricción evolutiva. En donde las diferencias se complementen. En donde se pueda crear, amar y soñar.

Replanteamiento Conceptual del Derecho  
Todo eso necesariamente lleva al replanteamiento conceptual procedimental del Derecho y de la acción política que lo enmarca; pues resulta imposible actuar política y jurídicamente con eficacia ante semejante reto existencial, si no se comprende su auténtica naturaleza.

A eso se debe la enorme incertidumbre y desatino de la política y el Derecho ante el fenómeno existencial contemporáneo. La ignorancia probabilísticamente le está resultando demasiado costosa a sus eficacias. El ordenamiento jurídico y político está perdiendo la batalla, que es fundamentalmente de ideas. Porque la probabilística entrópica, siendo una realidad, no se enfrenta para eliminarla sino para enriquecerla, y así encauzarla al auténtico propósito evolutivo del ser humano: su plena libertad de ser. Y ello sólo es posible inundando con acciones, ideas y valores y principios existenciales, generando posibilidades de interacción social bajo los principios de igualdad, justicia y paz, reconceptualizados desde la misma circunstancialidad social.

De todo ello se evidencia la maravillosa empresa evolutiva del Derecho, y la necesidad de dotarlo de nuevos instrumentos de acción que le permitan “domar” o encauzar con mayor eficacia ese torbellino probabilístico de inmensos grupos humanos hacia su convivencia relativamente pacífica y el desarrollo de sus posibilidades existenciales.

Definitivamente, los fenómenos entrópicos determinan probabilísticamente todas las manifestaciones existenciales del ser humano. Siendo desde la perspectiva del ser humano y la sociedad como expresiones entrópicas, que el Derecho exige su reformulación conceptual y procedimental, en tanto que desde esa óptica el Derecho se manifiesta esencialmente posibilitador de la libertad de ser, de evolucionar en toda posibilidad y probabilidad.

El Derecho, por ende, es una razón natural hacia esa entropía que caracteriza al ser humano y sus sociedades, y de la cualidad fundamental que la expresa: la libertad de ser; desde la cual se entreteje toda la complejidad conductual humana, cuyo “desorden” lo manifiesta desde lo más abyecto hasta lo más sublime, y por ello lo perfecciona. Siendo ese el sustrato realistamente humano desde el cual el Derecho inicia su acción posibilitadora y perfeccionadora de la existencialidad humana, racionalizando, fundamentando, ordenando, concretando y ampliándole horizontes a su libertad.

Esa es la nueva visión del Derecho que se exige. Conciliador y no confrontador. Integrador y no diferenciador. Y esencialmente libertario.

El Derecho, La Ciencia de la Libertad
La libertad constituye el vórtice del acontecimiento evolutivo del ser humano, cuyo despliegue histórico de su ser, no es sino el desarrollo de su redención material, racional y espiritual. Porque la vida en sí es el acto más sublime de libertad, la de ser, concretada en su plenitud posible en cada circunstancia histórica, y proyectada como infinita posibilidad evolutiva.

En ese sentido, los seres vivos expresan la libertad de su ser hasta los límites de su funcionalidad circunstancial evolutiva; menos el ser humano, que hace de la libertad un acto de conciencia, y por ello, tan posible e infinita como el universo. 

Y es esa posibilidad siempre actual de libertad, lo que impulsa a la sociedad y fundamenta el Derecho.

Así, la sociedad puede ser tan grande y posible como libre pueda hacer el derecho al ser humano.

Porque la libertad, desde su circunstancialidad existencial está restringida a su funcionalidad evolutiva; nada puede ser más de lo que evolutivamente es; excepto el ser humano, cuya conciencia le genera esa implenitud de ser libre que se expresa en el espíritu irredento que proyecta su ser más allá de su circunstancialidad evolutiva y lo lleva a comprender y comprenderse racional y espiritualmente en el gran acontecimiento evolutivo de la humanidad.

Siendo la búsqueda de su ubicación existencial, lo que lleva al ser humano a medir su libertad con respecto a un todo cuyo conocimiento lo encuentra consigo mismo, y desde allí con la verdadera dimensión de una libertad que no es solamente la suya sino la de todos; es decir, su ser libre forma parte de una integralidad existencial que lo posibilita existencialmente, por ende, la libertad expresa la conciencia y voluntad colectivas de ser libres.

Y es desde y hacia esa conciencia y voluntad de libertad que el ser humano descubre y desarrolla la razón natural del Derecho, constituyéndolo en instrumento redentor y posibilitador de su existencialidad.

Porque, al contrario de Rousseau; el ser humano no puede de forma alguna nacer absolutamente libre; pues entonces su ser sería también absolutamente pleno, lo cual negaría su historicidad evolutiva e incluso su propia evolución a homínido pensante.

Tampoco nace el ser humano bueno –Rousseau-, ni malo –Hobbes-, ni con la conciencia en “tabula rasa” –Locke-. El ser humano inicia su manifestación existencial circunstancial dentro de una expresión evolutiva integral que lo posibilita y delimita existencialmente, empero con la cualidad ontológica de ser racional, y por ende ético y espiritual, y en consecuencia, de trascender probabilísticamente su circunstancialidad evolutiva hacia la expresión plena de su libertad existencial.

De manera que el mayor o menor grado de predisposición a la libertad, esclavitud, bondad, maldad, amor, odio, o a cualesquiera de las manifestaciones entrópicas existenciales del ser humano, expresa precisamente el estatus de su égida de liberación existencial, por lo que promediamente se solapan para configurar una forma del ser social evolutivamente cierta y perfectible hasta sus propios límites. Porque evolutivamente el ser humano es lo que han sido y son todos. Por eso evoluciona conociendo el pasado, y por eso para evolucionar sensata y eficazmente él debe ubicar su actuación dentro del marco evolutivo real; de otra forma estaría simplemente “arando en el mar”.

Porque, la cualidad de la libertad está consustanciada con la cualidad de lo humano, es decir, el ser humano es esclavo porque puede ser libre, si fuese absolutamente libre no habría forma de que fuese esclavo, y por ende, careciendo de referencialidad, al final tampoco sería libre, y no siendo ni libre ni esclavo, entonces no sería humano, en el sentido de aprehender, cuestionar, vivir y actuar hacia la libertad, y desde ese punto de vista, no tendría conciencia de la justicia, ni de la igualdad, ni del Derecho, ni del Estado, ni de la Democracia, y sus sociedades serían selvas en las que cada día menguaría en existencialidad el pobre ser eternamente egoísta, presa de una libertad que no existe, viviendo el fin de su evolución.

La libertad es sobre todo un estado de conciencia. Se puede estar engrillado y ser libre, o andar por la calles y ser miserable esclavo. La moraleja de Mandela es que nunca doblegó su libertad ni su dignidad.

En cuanto a la “tabula rasa” de Locke, ésta presupone la inexistencia de la espiritualidad, haciendo de la libertad, la ética, el amor, la bondad… simples categorías racionales desarrollables mediante el aprendizaje histórico. Según eso, pudiere haber sociedades en las que no exista libertad, ni cuestionamiento ético, ni antivalores, ni amor, ni odio, ni bondad, ni maldad… Entonces ¿qué habría en esa sociedad de la racionalidad eunuca y la espiritualidad muerta?

Es que bajo la tesis del contrato social se pervierte toda la auténtica racionalidad y referencialidad ético-axiológica de la sociedad, del Derecho, del Estado y de la libertad.

Un ser absolutamente libre, originalmente bueno – Rousseau- o malvado -Hobbes-, que “hipoteca” su libertad en aras de su sobrevivencia; hace: De la sociedad una selva, donde sobrevive el más fuerte: Del Derecho, el instrumento de limitación de su libertad absoluta, en función de posibilitar un existir colectivo irremediablemente coartado en su libertad de ser. Del Estado, un medio de opresión, limitante de la libertad plena de los ciudadanos.

Ese es precisamente el maleficio del paradigma iuspositivista, que usufructúa lo que le conviene de esas tesis político jurídicas, despojando de referencialidad ética y de sentido teleológico al Derecho, a la sociedad y al Estado, encallejonando así al ser humano hacia el destino de Sísifo, pretendiendo construir una existencialidad que se le desmorona a cada rato; por no comprender ni aceptar los yerros en su fundamentación ontológica. 

La cierto es que la sociedad libera al ser humano, pues permite la integración de sus diferencias y la sumatoria de sus virtudes y defectos, de sus valores y antivalores, de sus capacidades e incapacidades y del estatus de sus conciencias racionales y espirituales, hacia una expresión integral de su ser libre, posibilitando así evolución.   

El ser humano nace con la potencialidad de ser libre en toda su posibilidad evolutiva, siendo la concreción de esa posibilidad siempre plena de ser libre, lo que configura la historia evolutiva del ser humano, lo que determina el estatus evolutivo de las sociedades que la expresan y lo que fundamenta ontológicamente al Derecho.

Ahora, la medida de la relación de la libertad respecto del todo, constituye la igualdad, es decir, la igualdad expresa la cualidad de ser libre, por ende, la desigualdades o diferenciaciones naturales constituyen expresiones entrópicas de la libertad de ser, que, en sumatoria, conforman el gran acontecimiento redentor del ser humano; por lo que obviamente no se restan sino que se complementan. La igualdad es una, pero multidimensional como la probabilística entrópica que expresa, y por ende, justamente relativa; valga decir, dos sujetos pueden ser “más iguales” que el resto, dependiendo de la arista social desde donde se pondere. Por ejemplo, el tratamiento jurídico especialísimo hacia los grupos indígenas, de los grupos religiosos, de los sectores sociales en situación de “pobreza extrema”, estructural o coyuntural, por desastres naturales etc., la mujer en situación de violencia doméstica y social, los adultos mayores, las personas con alguna discapacidad… Todo eso y otros muchos factores evidencian la multidimensionalidad de la igualdad, y por ende, la necesidad de desarrollarla justa y pertinentemente hacia su sinergia en la posibilitación del ser social.

La justicia por su parte expresa la posibilidad de ser libre, propia de cada ente, ponderada respecto de la libertad en cuanto expresión evolutiva probabilística. Por tanto, justicia es la acción hacia el ser libre; es la expresión de la racionalidad y espiritualidad en búsqueda de la redención existencial del ser humano, de la manifestación más sublime de su individualidad y de la integración más armoniosa con el todo, con la sociedad, con el medio ambiente, con la vida, con el universo.

De manera que el ser justo implica, en cuanto acto de conciencia, reconocer la cualidad integral del ser libre y el actuar en consecuencia; por lo que constituye esencialmente una ponderación ética respecto del fenómeno existencial. En cuanto acción del Estado, la justicia pretende la preservación, reparación o creación de las interacciones entrópicas que posibilitan la evolución social. Por eso su acción no agota en el hecho en sí, sino que debe principalmente atender las causas y consecuencias del daño o destrucción de la interacción o interacciones sociales de que se trate, que no son exclusivas del o los sujetos, sino que expresan un acontecer probabilístico que los trasciende. En tal sentido, la justicia es una sola, en diferentes expresiones existenciales.

Por eso la libertad, junto con la igualdad que la mide y ubica existencialmente, y la justicia que la posibilita, que la concreta en armonía sinérgica con el todo, constituyen la triada sobre la que se fundamenta el Derecho y sobre la cual se construye la paz existencial y social.

Paz que no implica en modo alguno quietud o paralización evolutiva o conformidad existencial o un fin en sí mismo; sino el grado de armonía entre la acción del ser y la expresión existencial de su libertad.

Por eso el Derecho, hecho ciencia, al valorar, ubicar y posibilitar existencialmente el ser libre, constituye una ponderación ética de la libertad e igualdad y una acción existencial concreta hacia la justicia...

Por eso el Derecho no reprime, ni limita, ni coarta la libertad, al contrario, la posibilita en su más plena y eficaz expresión; valga decir, el Derecho concreta la libertad de ser humano como un hecho existencial cierto, vivible, inmediato y trascendente.

Por eso el Derecho es la ciencia de la libertad.



Javier A. Rodríguez G.




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“El Derecho es la ciencia de la libertad”

Por esa afirmación, quien subscribe fue “expulsado” de las dos materias que dictaba cierta persona de una universidad en la que intentó estudiar y cuyo nombre no quiere recordar, para no afectar a aquellos excelentes docentes y mejores seres humanos que no tienen culpa de las directrices pedagógicas que en determinados momentos asumen sus instituciones. 

Nunca entendió tan irracional actitud ni el odio y desprecio que gesticulaba la susodicha al sentenciar, con la diestra fustigada hacia adelante y el índice, más que señalando la salida, queriendo herir la dignidad: “es lo contrario ¡¡salga de aquí!!. Y no fue por una clase, ni por un día, ni por una semana, hasta que asimilase aquel ser su propia ponzoña... fue por siempre. Condenando así al estudiante a la reprobación de las dos materias y con ello prácticamente a la pérdida del año lectivo.

Y ante la imposibilidad de enfrentar legalmente semejante, no solamente injusticia sino anti-ética pedagógica, criminal acción en contra de la dignidad y libertad de pensamiento y de conciencia, porque lamentablemente la justicia era y aún es ciega; la impotencia recordó en letras el lamento de un estudiante coartado en su más libérrima facultad: la de pensar: La Bruja que Enseñaba Derecho

Empero luego la sabiduría, siempre sobrevenida con el tiempo, fue revelando el verdadero trasfondo de aquella actitud: ¡Era miedo lo que sentía aquella persona! –que a la sazón dictaba cátedra de “limitaciones legales a la propiedad”-. Miedo a quedar desguarnecida intelectualmente por el derrumbe de las verdades asumidas. Miedo al desmoronamiento de sus arquetipos conceptuales. Miedo a la verdad. Miedo al cambio.

Porque se requiere mayor fortaleza intelectual para siquiera tolerar nuevas verdades y realidades, que para defender las certezas asumidas.

Que hermosa lección pedagógica habría sido si aquel alumno hubiese podido exponer libremente su criterio, cierto o errado y se estuviese o no de acuerdo con él, pero válido en cuanto expresión de la aptitud más preciada del proceso educativo: el cuestionamiento del conocimiento. Pues, quien cuestiona con argumentos, aprende verdaderamente.

Porque las “limitaciones legales a la propiedad”, que enseñaba la susodicha, no menguan la libertad sino la posibilitan. Aún en materia penal, la libertad física se restringe por conciencia, voluntad y acción del reo. El Derecho pretende en ese caso, preservar la libertad de ser del colectivo, y la de mismo transgresor de la ley, de sus propios actos, que la lesionan.

Esa es la gran lección del Derecho posibilitador de la libertad, del ser humano y de la sociedad, fundamentado en el derecho natural y en los Derechos Humanos.

Bastó una década para que en la pequeña  universidad que le abrió sus puertas, encontrase otra actitud ante el conocimiento, definitivamente influenciada por el desarrollo de las tecnologías de la comunicación, que en diez años evolucionan un siglo; dentro de una directriz pedagógica institucional definitivamente humanista y una vocación irreductible de formar ciudadanos de leyes.

Al final la indignación y el desasosiego se han transformado simplemente en tristeza por aquel ser humano. Atado de conciencia y voluntad a lo más radical y reaccionario del paradigma iuspositivista, el pobre no tenía otra capacidad de reacción que no fuese la agresión y el desprecio, ante la mínima contradicción a sus postulados de cátedra.

Si aquel alumno hubiese tenido la oportunidad de defender el enunciado de su metáfora, habría afirmado lo que ha constituido el eje central de su pensamiento jurídico, que en aquel momento, independientemente de que se estuviese de acuerdo o no con él, era suyo, fruto de su íntima búsqueda intelectual, y al menos merecía la mínima consideración y respeto.

Hoy, aquel estudiante con mayor convicción y ya como certeza intelectual irreductible, vuelve a enunciar a los cuatro vientos y por todos los horizontes reales y virtuales:

¡¡ El Derecho es la ciencia de la libertad !!
 
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lunes, 22 de octubre de 2018

LA TRANSFORMACIÓN DEL SISTEMA JURÍDICO A LA LUZ DEL DERECHO NATURAL




El Derecho nace como respuesta racional a necesidades fácticas existenciales, y desde esa circunstancialidad evolutiva que lo caracteriza evoluciona hacia un estado de conciencia superior, hacia una ponderación ética de la existencialidad humana.

Por ello, el Derecho en su transcurrir histórico va configurando perspectivas que especifican, distienden, crean, desechan y sobretodo descubren y transforman conceptos, criterios, valores y principios, expresando una manera nueva de concebirse existencialmente el ser humano, otra forma de conciliar su ser, suyo, propio, de cada uno, aquí y ahora, con el ser de todos, en todo tiempo y  lugar.

De esa forma el Derecho, en cada reconfiguración histórica pierde, crea , transforma y reordena sus referenciales evolutivos, despojándose de esa linealidad mecanicista con que se le pretende someter, para constituirse en expresión espiritual redentora de la existencialidad de un ser condenado a aprender a existir existiendo; valga decir, a vivir a cada instante la plenitud de una existencia perpetuamente incompleta, y por eso, a la luz de su circunstancia evolutiva, él mira su pasado para replantearse existencialmente, buscando comprender y comprenderse en el maravilloso acontecimiento evolutivo que lo origina. Un ser humano que tiene, gracias a su conciencia, la prodigiosa facultad de escapar de la contingencia del presente para integrarse en una expresión histórica de su existencialidad: la humanidad.

Sin embargo, la dinámica de esa transformación histórica y cultural no se produce fluidamente, de forma pura y simple, dado que la conciencia humana tiende a estabilizarla en realidades asumidas que expresan una forma de ser y existir, en los paradigmas a los cuales asirse como única realidad cierta y posible, que, en el caso del Derecho, así como lo dotan de la estabilidad necesaria a su eficacia, también pueden represarlo evolutivamente hasta los límites de la obsolescencia.

Es que las sociedades humanas desde siempre se han aferrado a sus paradigmas existenciales; es cualidad que las posibilita evolutivamente, de lo contrario se sumirían en el absurdo de perseguir un futuro que siempre les huye, de pretender asir utopías que luego le estallan en las manos cual pompas de jabón, de ir sin fundamento vivencial tras quimeras que nunca alcanzan, cuya referencialidad termina siempre jaloneando sus existencias hacia nuevas posibilidades, pero dentro de otras premisas, porque, sí, es cierto que el impulso evolutivo mueve el quehacer humano, pero no hacia un fin determinado, sino desde posibilidades existenciales hacia otros avatares evolutivos, que, por provenir de realidades concretadas, vividas en su plenitud posible, merced a cada paradigma, y por expresar su actualidad el único tiempo existencial real disponible, necesariamente siempre habrán de ser mejores.

Así, seguramente los artistas de Altamira se maravillaban en sus cuevas ante los logros de su cultura y veían dificultoso avanzar más allá de los linderos de su concepción existencial. Luego y con mayor razón, los Griegos creyeron haber logrado el modus videndi ideal, alcanzando la cúspide de la organización social y política. Los romanos por su parte, juraban ser originarios de sus lares y en su momento presumieron de estar en la cumbre de la evolución social, merced su prodigioso sistema jurídico y su soberbia estructura político social republicana, sin considerar que ello es sobre todo una expresión espiritual, precisamente de lo que cada vez más ellos menguaban. Y del renacimiento ni se diga; el participar de ese portento cultural evolutivo de la humanidad tenía, debía de llevar a la creencia, como lo afirmaron afamados eruditos, de la imposibilidad de mayor grado de evolución social, política y científica.

Incluso los mayas y los incas creían haber vivido  ya hacía siglos el cenit de su evolución, cuando en las decadencias de sus sociedades se sumían en el vórtice del acontecimiento cultural del mundo occidental, el cual, por toda la riqueza de culturas que expresa, en torno del fluido racional espiritual que lo impulsa, con todos los defectos y vicios, muy humanos, que se le atribuyan, y quiérase o no, constituye el gran paradigma cultural que referencia el grado evolutivo de las sociedades humanas, bajo cuya égida el Derecho ha visto luz en todo el esplendor que la actualidad evolutiva le potencializa, en parabién del ser humano, de las sociedades y de la humanidad.    

Más tarde, paradójicamente iniciaría el siglo XIX con el problema existencial humano prácticamente resuelto. El universo explicado irrefutablemente por Newton, demarcado el mundo por los linderos de la galaxia, alcanzado el mayor grado de raciocinio, contingente, al transitar evolutivo, y el conocimiento merodeando los linderos de lo cognoscible; pues entonces todo se resumía al estatus de la conciencia respecto de la cima evolutiva en donde se encontraban, para que desde allí la nación privilegiada con semejante facultad -la alemana, por supuesto- iniciase un proceso cumbre de potenciación de su grado de conciencia, la égida de la reconfiguración absoluta de la evolución humana; alcanzando el sueño dorado del racionalismo: el ser humano dueño de su existir, de su destino, de la naturaleza, del universo.

Tal concepción la expresaría magistralmente Carlos Marx, cuando propuso una fórmula práctica, pretaporté, para revertir la evolución y concretar la utopía de vida política y social; mutatis mutandis el sueño de Moro y Campanella a la vuelta de la esquina; “La ciudad del sol” pero sin Dios, que le estorba a la voluntad; sin Estado, pues su poder se ha hecho conciencia colectiva; sin democracia, porque la comuna es una expresión superior; sin Derecho, por ser instrumento de dominación y porque no habrá ni injusticia ni opresión ni desigualdad. Por supuesto, enseguida sus seguidores iniciaron, cual parlanchines con sus tónicos, a vender tal baratija conceptual como la panacea para los males existenciales de una humanidad a la que le pesa y a veces hasta le estorba su conciencia, por no comprender que no existe para ella mayor posibilidad evolutiva que la del aquí y el ahora, con sus virtudes, vicios, bondades, maldades, defectos, aciertos, errores, conocimientos, ignorancias, creencias, esperanzas y fe; por no aceptar que solamente existiendo puede aprender a existir.

Se habla de lo paradójico de tales criterios, toda vez que también inicia ese siglo con una sucesión de descubrimientos científicos que auguraban cambios radicales en el planteamiento existencial del ser humano. No obstante la centuria concluyó con científicos de la talla de Lord kelvin afirmando la imposibilidad de nuevos saberes en la física, mientras otros por su parte le colocaban candado a la vía láctea, en cuanto único universo existente. Esto apenas años antes de que un grupo de científicos, con Albert Einstein a la cabeza, le dieran vuelco radical a la concepción de la realidad y del universo, echando por la borda todas aquellas fórmulas que sustentaban el paradigma existencial que se agrietaba en sus cimientos.

Y es dentro de ese marco evolutivo y los acontecimientos subsiguientes, que el Derecho referencia su transformación más drástica, pues hasta ese momento, concebido en Roma, ilustrado por Grecia y perfeccionado por Europa, lo que restaba era sintetizarlo en expresiones ajustadas a esa cúspide del conocimiento alcanzada por la humanidad en ese siglo.

Desde tal criterio el Derecho no se creaba, se copiaba. Esencialmente formalista, ahondar en el trasfondo social y la naturaleza jurídica de la norma era inoficioso. Fundamentalmente fáctico, cualquier cuestionamiento ético axiológico resultaba extraño a su eficacia instrumental. Conceptualmente completo, solamente quedaba desarrollar esa maravillosa obra jurídica romana.

Contradictoriamente sería el mismo paradigma cientificista, que menosprecia a la ciencia jurídica y niega la “universalidad” del Derecho, quien, con la ampliación del horizonte existencial del ser humano, le abriría las compuertas para el cuestionamiento de sus verdades, y desde allí forzarlo a replantearse su verdadera naturaleza, la más auténtica, ética y universal de todas.

De “El origen de las Especies” al Derecho Natural
A mediados de ese siglo XIX, una teoría revolucionaria plasmada en una obra científica magistral, trastocaría los cimientos de toda la estructura cultural humana, con efectos que aún hasta la actualidad no se han asimilado en su verdadera magnitud: “El origen de las Especies”. Que al plantear la evolución del ser humano desde ancestros comunes al de otras especies, incluso, desde un ser primigenio del que derivan todas las formas conocidas de vida; engendraba un cuestionamiento existencial radical del ser humano, y junto con él, de la sociedad y del Derecho.

La influencia de la teoría evolucionista en la reconceptualización del Derecho es inmensa. Pues, si el ser humano y sus sociedades constituyen solamente una probabilidad existencial, luego entonces, el Derecho, probabilísticamente es posible en todo tiempo y en cualquier lugar; y, por tanto, debe tener un origen allende la racionalidad humana, común al universo. Y si el Derecho no es potestad exclusiva de ningún ser vivo, sino que él manifiesta un estatus de conciencia racional evolutivamente común al todos, independientemente de quien circunstancialmente la exprese; entonces, su sujeto no puede ser solamente el ser humano, pues todos los seres vivos participan de él en diferentes grados. Y siendo así, el Derecho constituye esencialmente una expresión ética ante el fenómeno existencial en base a los principios fundamentales de justicia, igualdad y libertad, manifestada históricamente por medio de instrumentos racionales-conceptuales y procedimentales-prácticos, que lo concretan fácticamente en cada circunstancia evolutiva.

Tal verdad apenas viene siendo asimilada en rudimentos por las legislaciones contemporáneas. Todo porque su aprehensión conceptual exige un replanteamiento radical de la ciencia jurídica, redefiniendo y desechando conceptos, y con ellos, los procedimientos y técnicas que los posibilitan.

Porque al final es en la actitud ante el conocimiento en lo que está rezagada la ciencia jurídica respecto de las demás ciencias contemporáneas. Es la égida que inició Francis Bacón, entre otros “empiristas”, al plantear que la lógica y el razonamiento, antes de deberse a la justificación del conocimiento, como pretendían los aristotélicos, debían ir por lo conocido y hacia nuevo conocimiento; anunciando la irreverencia ante el saber, a lo que desde otra visión se sumaría luego Descartes y compañía racionalista.

Siendo esa irreverencia ante lo conocido lo que debe caracterizar a la ciencia, y que tanto le cuesta sostener, merced a los paradigmas a los que tiende a aferrarse más allá de lo racional y evolutivamente pertinente.

Paradójicamente hoy, cuando el alto desarrollo científico y tecnológico impera en las sociedades humanas, lo ciencia y la espiritualidad se han acercado hasta los límites en donde los dogmas religiosos se resquebrajan, y la negación “científica” de la existencia de Dios, como nunca se pone en entredicho.

Todo por culpa de Einstein, Planck, Born y compañía, que han enrevesado y hecho tan abstracto un “mundo” que estaba perfectamente explicado, hasta en lo que faltaba por explicar. Así, la teoría de la relatividad ha hecho un tiempo estirable, encogible y creable, con todas las propiedades para ser eterno, entonces ¿cómo queda el tiempo de Dios? Por su parte las teorías cuánticas pintan un mundo tan irreal que Zenón estaría perplejo, con una realidad que es y no es, con objetos que no están en ningún lado, pues pueden estar en todos; con un universo “entrelazado” vibrando armoniosamente, en niveles y consecuencias apenas vislumbrados, y además repleto de “energía oscura” y  “materia oscura”, que “se sabe” que existen pero no se sienten, ni ven, ni se miden, ni se tocan…, entonces ¿cómo queda la espiritualidad, que se percibe, se aprehende y se vive? Ni se diga del enigma de la dimensión y forma del universo ¿o universos?; ni de los “agujeros negros”, que no se sabe dónde terminan ni hacia dónde van; ni del descubrimiento, lectura y manipulación del código genético de la vida…, el científico haciendo de Dios, él, que vive máximo cien años, y que en conjunto si mucho existirán lo que le reste de vida al sol, entonces ¿cómo queda el Dios eterno?

Con todo eso, al menos el beneficio de la duda debería concederse a la existencia del derecho natural.

La Revolución del Conocimiento
Cabe hacer un inciso para bosquejar el asunto del conocimiento, en cuanto factor fundamental de cualquier proceso de transformación del sistema jurídico.

El conocimiento indica el grado de percepción, aprehensión, comprensión, valoración y actuación respecto de los fenómenos y de la realidad que subyace a ellos. Por lo tanto, la “realidad” cambia con el saber, y el saber se potencializa en cada realidad, conformándose así la paradoja, en el ser humano, que cuanto más conoce, más necesita conocer, y cuanto más “simplifica” su existir, más complejo se le hace.

Durante millones de años el conocimiento tuvo un propósito fundamentalmente práctico, de pura y llana sobrevivencia, y por eso, de una cualidad evolutiva extraordinaria, pues para conocer el ser humano se hacía más inteligente, y siendo más inteligente, necesitaba conocer más.

Los griegos constituyen la primera expresión de reflexión colectiva y sistematizada de los seres humanos, ante una realidad contradictoria, paradójica e incognoscible en sí misma; cuya conciliación con la verdad de la razón determinaría la filosofía griega y definiría los radios de acción del conocimiento en adelante. Para ellos, era poco lo por conocer y mucho lo por comprender, explicar y fundamentar; por eso el conocimiento se sacralizaba, tanto, que sus líneas de pensamiento eran objeto de culto intelectual. Sus leyes eran herramientas racionales imperfectas que expresaban a la ciudad y sus necesidades de vida inmediata. Los griegos vivieron como se sentían ante el mundo: engañados por la realidad; de ahí las peculiaridades: De su estructuración política, reducida a pequeñas ciudades-estados, casi siempre conflagradas entre ellas, aún cuando atesoraban los criterios existenciales universales que fundamentarían la cultura occidental. De su “democracia” formulada para mantener el especialísimo orden social ateniense, medio ambiente propicio al desarrollo de su filosofía. De su menguado desarrollo institucional, visto con desdén. De su justicia, escindida en dos, una “legal”, que posibilitaba las “peculiaridades” de la estructura social, sin mayor conflicto ético ni lógico-racional; y otra justicia “natural”, capaz de sustanciar ética y racionalmente a la primera.  De las “excelentes” leyes que producían, y que ha decir de Aristóteles, no las usaban…

Con los romanos, en cambio, el conocimiento vuelve a su sentido práctico, empero racionalizado en un propósito realísticamente transcendente del ser social hacia una intención de vida. Las leyes para ellos expresaban a la nación, en cuanto manifestación de la conciencia de un origen y destino en común, porque, a diferencia del griego, la grandeza del romano no estaba en él, sino el ser social; por lo que la institucionalidad constituía un medio de perpetuación histórica. Para ellos la filosofía –prestada de Grecia- era subsidiaria de las necesidades jurídicas, y la “juricidad” –propia del romano-. el fundamento de la vida social Siendo ese carácter predominantemente fáctico lo que le da la impronta de “pragmático” al Derecho romano, extraordinariamente útil evolutivamente en su momento, pero que le ha venido pesando cada vez más hasta nuestros tiempos.

Más tarde el renacimiento juntó todo el saber clásico para fundamentar una nueva forma de concebirse existencialmente el ser humano y de plantearse el conocimiento. Ahora se hurgaba en la realidad y luego se explicaba lógica y racionalmente dentro de una estructura filosófica siempre en construcción, o, se preconcebía perfectamente esa estructura filosófica para cuadrar la realidad en ella. En el intermedio entre ambas posturas estaba el germen de la ciencia moderna. Con el conocimiento ya desacralizado, el cuestionamiento del ser humano y su existencialidad perfiló a las sociedades hacia logros políticos, sociales, jurídicos y  culturales que demarcarían definitivamente la modernidad. Las leyes para el renacentista expresaban al individuo, en cuanto productos de su naturaleza racional. El renacimiento inició la gran revolución del conocimiento que caracteriza a la modernidad; sin embargo el saber, en su generación y estructuración, continuó empaquetado y servido a la carta,  

Ante eso, faltaba el punto de rotura, metodológicamente, entre el conocimiento de la realidad y  la valoración crítica del sujeto cognoscente, a los fines de dotarlo de “objetividad” y convertirlo en información; es decir, en datos valorables, integrables, comparables y descartables desde diferentes sujetos, estructuras de pensamiento y perspectivas de la realidad, en la actualidad o en el devenir. Lo cual metodológicamente es portentoso, pues hace del conocimiento prenda común del investigador, de la sociedad y de la humanidad, y por tanto, conformante de un patrimonio intelectual que se potencializa en cada actualidad evolutiva.

Ahora, lógicamente esa transformación del espíritu científico no se produjo de forma pura y simple, siendo la puja conceptual histórica la que ha venido configurando el paradigma positivista cientificista, hasta el punto de que hoy, aunque “todos” reprochan ser tildados de positivistas, ninguno puede investigar o descubrir o teorizar o crear o proceder sin él. Porque el conocimiento, independizado del sujeto, se fracturó en tantos fenómenos y sus particularidades trataba; configurándose en “data científica” valiosa por sí misma, aunque careciese de utilidad intelectual inmediata, por su incapacidad, actual, para ser comprendida en estructuras de racionamiento superiores que la explicasen y justificasen. Bajo tales criterios se configuraban el científico  y la ciencia contemporáneos. 

El impulso que le dio el positivismo a la ciencia no tiene parangón, no solamente desde el punto de vista metodológico procedimental, yendo a la realidad en sí misma, a la especificidad de las especificidades, sino también, desde la eficacia epistemológica, al confluir sobre un mismo objetivo científico diferentes metodologías, formas, capacidades y estructuraciones del pensamiento, de la materia que se trate y de cualesquiera otras, presentes o futuras.

Hoy el problema de la investigación científica está determinado por el acceso a la tecnología. El conocimiento cualificado tecnológicamente es un privilegio de muchos, pero al que pocos pueden acceder en sus altos niveles de especialización. Empero, la disponibilidad tecnológica no puede ser la excusa para la mengua del espíritu investigativo en las sociedades emergentes, pues si algo evidencian los descubrimientos científicos de la humanidad, es que sus productos racionales superan con creces la base real cognoscitiva y tecno-científica que expresan. 

Porque, igual que el “rompecabezas”, donde cada pieza trasciende su propio significado hacia una identidad con la conformación del todo; el mayor reto para la ciencia radica en el establecimiento de la identidad ontológica de sus objetos; siendo en esto donde agota sus recursos metodológicos y alcanza sus límites racionales, por implicar el considerar entidades inmateriales que están fuera de su alcance cognoscitivo.

Precisamente desde allí parte la ciencia jurídica para objetivar socialmente conceptos tan sublimes como la justicia, libertad e igualdad, y con ellas, revelar el derecho natural que subyace en la naturaleza de los seres vivos, y que la razón revela  al ser humano como derechos intrínsecos a su ser. Por eso la ciencia jurídica debe decidir de una vez por todas si continúa en el limbo, entre los criterios de una ciencia “natural” que la menosprecia y le niega su cualidad científica, y un derecho natural que le exige ser reconocido como fundamento de la juricidad.

La elección resulta más que obvia. Con el reconocimiento y desarrollo formal del derecho natural, que ya de hecho y bajo diversas excusas conceptuales viene ocurriendo, la ciencia jurídica daría un salto gigantesco en la evolución científica: el reconocimiento de la dimensión espiritual; que la ciencia natural no ha podido refutar, al contrario, sus descubrimientos llevan a presunción de una multidimensionalidad en el universo.

Es que aún siendo errado tal criterio, el beneficio para los seres humanos, las sociedades, el ambiente y  la vida, sería inmenso. Es que, si no es el derecho natural, se parece tanto a los derechos que desde el plano ético espiritual deberían regir a los seres que expresan el acontecimiento existencial más maravilloso del universo: la vida. Total, si se acepta que en el universo existen leyes y principios de todo tipo, entonces ¿por qué no puede tener sus leyes la vida y su expresión más sublime y encumbrada: la vida racional? Al respecto se pudiera alegar: -sí las tienen, creadas por  la misma racionalidad-. Pero entonces, para que pudiera ser  así, sin entrar en otras consideraciones, la racionalidad humana debería ser hasta y desde aquí, la única posible; pues de lo contrario, conforme a las características de la generación, evolución, condiciones y probabilidades de la vida en la tierra, de la cual la racionalidad humana es expresión; entonces resultaría probabilísticamente imposible que en cualquier espacio-tiempo del universo no vuelva alguien a invocar libertad, justicia, igualdad  y paz. También se podría contra-argumentar que: -todas serían expresiones localizadas- Pero ¿acaso no se expresan localmente los fenómenos de la física? y sin embargo se producen de igual forma en diferentes puntos de universo. ¿Por qué no puede ocurrir lo mismo para las leyes naturales del plano existencial espiritual? Además ¿si la física cuántica plantea el “entrelazamiento cuántico”, por qué la ciencia jurídica no puede reconocer un vínculo o “entrelazamiento” de la vida con una dimensión espiritual, concretado en su expresión superior por vía de la racionalidad?

En definitiva, la ciencia jurídica tiene fundamentos para estructurar el nuevo pensamiento jurídico contemporáneo, y así ensamblar –como la “ciencia natural” por sus características no puede- un mundo científica, humanista y espiritualmente  más sensato, coherente, justo, igualitario y pacífico.

El Paradigma Positivista. Mal social sobrevenido.
Fue el divorcio entre la criticidad ética y el conocimiento científico, mejor dicho, su separación más  allá de lo estrictamente metodológico, configurando una forma de actuar la ciencia y de vivirla la sociedad, acríticamente y sin cuestionamiento ético alguno, lo que ha devenido evolutivamente en el azote del paradigma positivista a las sociedades contemporáneas. Es lo que viene despertando las conciencias del mundo desde mediados del siglo pasado, luego de que la mal llamada “sociedad del conocimiento” se estrenara con dos guerras “mundiales” y dos bombas que atrozmente advirtieran la capacidad real del ser humano para autoextinguirse. Terminando ese siglo, con la reflexión ética respecto del rol de la ciencia y la tecnología en la existencialidad del ser humano y de sus sociedades, consagrada como “mea culpa” en la “Declaración del Milenio”.

Ahora son la lógica, racionalidad, ética y espiritualidad del ser humano, las que buscan colocar en sus justos y pertinentes lugares el desarrollo científico y tecnológico, y la vida política, que debe considerarlos.

Actualmente las sociedades contemporáneas viven una auténtica revolución del conocimiento, ya al fin el saber está saliendo de los claustros académicos para constituirse en patrimonio auténticamente común del ser humano, democratizando como nunca su usufructo y potenciando inimaginablemente su capacidad de descubrir, explicar y comprender la realidad; a tal grado de abstracción, que incluso ha creado su propia realidad virtual. Porque: Tenían razón los renacentistas, al hacer de lo humano el epicentro del conocimiento. Acertaron los griegos, pues, descubra lo que descubra el ser humano, la realidad no le será al final sino construcción intelectual. Los romanos actuaron con sabiduría -a diferencia de los griegos, que eran sabios- al pretender armonizar fácticamente su ser con la realidad, en una existencia social evolutivamente posible, configurando para ello el Derecho y la institucionalidad política que lo posibilita. No se equivoca la ciencia al tratar de aprehender cognoscitivamente la realidad cuanto más compleja y abstracta ésta se le hace, pues es la única vía posible para entender y comprender la existencialidad humana y del universo.

En descargo de todo ello, la enseñanza del Derecho debe cambiar radicalmente. Los pensa de estudio exigen su transformación radical. La pedagogía y la didáctica han de ser otras. Los contenidos deben andar enseñoreados, como debe ser, pero no en los recintos de unos, sino por las calles de todos; para que ya sea no privilegio académico el memorizarlos, sino el comprenderlos, en una visión sinérgica y holística de la ciencia jurídica, que posibilite un mejor existir del ser humano y sus sociedades, en el instante existencial que les permite la evolución.

El “Derecho Natural” y los Derechos Humanos
Y es dentro desde esa égida de la ciencia contemporánea, que la ciencia jurídica debe enmarcar su transformación. En concreto, el iuspositivismo, postura teórica-filosófica  propia del Derecho, no solo debe volver al sentido y valoración de lo humano, perdidos; sino que ya es hora de que dé paso a un criterio evolutivo superior: el derecho natural; nuevo, fresco, consustanciado con la realidad evolutiva de la humanidad y del Derecho, en específico.

Dentro de ese acontecer renovador del Derecho, iniciado desde la modernidad, ha ocurrido en los tiempos contemporáneos un suceso trascendental a la ciencia jurídica y a la conceptualización de la política y las sociedades humanas: el reconocimiento de derechos intrínsecos al ser humano; vislumbrado en la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, en ocasión de la revolución francesa de 1789, y expresado definitoriamente en 1948 como la moraleja de la segunda y ojalá última “guerra mundial”: la “Declaración Universal de los Derechos Humanos”.

De manera que ya con el afincamiento definitivo, de facto, del “derecho natural”, los Derechos Humanos han pasado de ser “excentricismo” jurídico para constituir el fundamento del nuevo paradigma del Derecho que despunta con el milenio que nace. Son los Derechos Humanos la punta de lanza de esa nueva forma de concebir, de proceder y de ubicarse existencial y éticamente el ser humano respecto de lo jurídico, pues más allá de facultad legal, le son cualidad existencial.

En los albores del tercer milenio, luce necio y torpe defender la primacía del positivismo jurídico, y más aun volver al dilema clásico iusnaturalismo vs iuspositivismo. Ya existe vastísima evidencia y argumentación como para que el iuspositivismo vaya haciendo testamento y escribiendo epitafio; sin mengua de sus valiosos aportes a la ciencia jurídica, porque al final es su transformación lo que exige la evolución.

Ahora existe la razón de un “derecho natural” pre-jurídico, o no formalizado jurídicamente, que se expresa en derechos inalienables, preexistentes, preeminentes y progresivos ínsitos a la naturaleza existencial de los seres humanos, que fundamentan la juricidad del Estado, la consustancian con la totalidad del acontecimiento social y la reorientan hacia su verdadero propósito: la posibilitación existencial del ser humano,  en términos de justicia, libertad, igualdad y paz social.

Eso por supuesto obliga al replanteamiento total del historial evolutivo del Derecho. Ya la monumental obra romana no es punto de inicio sino referente evolutivo de una razón natural cargada por el ser humano desde siempre en su ser social. Es que es tan inmenso el significado evolutivo de los Derechos Humanos, que amenaza con derrumbar, y de hecho lo está haciendo ladrillo a ladrillo, todo el fundamento teórico conceptual político, jurídico, sociológico y cultural del mundo humano contemporáneo.

Debe insistirse, el problema respecto del derecho natural no son los bucólicos enunciados para adornar o “humanizar” la ley.  El asunto es que con el reconocimiento formal de la existencia del derecho natural, en los términos de lineamientos existenciales generales éticos, de justicia, libertad e igualdad, revelados por la razón y  expresados como los fundamentos auténticos de la juricidad,  que los reconoce y desarrolla en todas las expresiones de la institucionalidad jurídica; constituye un cambio tan sustancial en lo jurídico, político, social, económico, sociológico, científico, ambiental y cultural, que el paradigma iuspositivista  siente amenazado su cetro ante esa nueva perspectiva jurídica.

Ya existe un basamento de la estructura normativa, una razón natural de la juricidad, que hubo estado con el ser humano desde siempre, en esa intuición de que su existir va más allá de la inmediatez y límites de su ser individual, hacia un ser social que lo redime y posibilita en plenitud, y que al fin se le revela como acto de conciencia, de justicia, de igualdad, de libertad y de paz. Como en todas las cosas, solamente fue cuestión de tiempo el comprenderlo.

Ese es el karma del ser humano: aprender a vivir viviendo. O sea, aunque le cabe todo el universo en su conciencia, él necesita vivir el error para poder hallar respuestas existenciales, que a su vez le plantean otros retos cognoscitivos y vivenciales de mayor complejidad y abstracción, configurando esa fuente inagotable de incertidumbre existencial que motoriza la evolución humana.   

Cuando la Necesidad y el Cambio, Esperan
A la luz de los criterios expuestos, los sistemas jurídicos de nuestras sociedades lucen irrefutablemente obsoletos. No se está ni en el tope ni en el centro ni en ninguna parte específica de la evolución de la ciencia jurídica, sino tan solo en una expresión probabilística de esa evolución; eso sí, con un desfase significativamente aberrante entre el conocimiento y su implementación practica.

En concreto, el sistema jurídico venezolano se ha ido sumiendo en el despropósito de una estructura conceptualmente en escombros, funcionalmente desorganizada, científicamente desubicada, humanísticamente divorciada, políticamente pervertida, epistemológicamente extraviada, ontológicamente perdida y éticamente prostituida.

Es que hacer Derecho no se trata solamente de yuxtaponer leyes o de emperifollar criterios tecno-jurídicos o de simplemente conformarse con lo promediamente bueno que pueda lograrse. Necesario es desarrollar una estructura lógica, racional y espiritual que sistematice jurídicamente el inmenso background de conocimientos científicos, experiencia política, evolución humanística y desarrollo social, tecnológico y cultural, en función de posibilitar la convivencia plena y pacífica del ser humano en sociedad.

La primera condición para avanzar hacia la transformación efectiva del sistema jurídico, es asumir con humildad la necesidad del cambio. La segunda es plantearse el problema en términos absolutos, sin cortapisas ni medias tintas justificatorias ni dilatorias: El sistema jurídico no sirve, no funciona, está obsoleto a la realidad social. Para poder así desechar lo malo, perfeccionar lo regular y aprovechar al máximo las bondades de la actual estructura; que a lo mejor sean más de las que aparenta, siendo solamente que carecen del aglutinante conceptual racional, espiritual y evolutivamente validado, que las cohesione al propósito social en común.

Porque, igual que el poseer madera fina, trastes, clavijas, cuerdas y herramientas apropiadas no hace al lutier, y mucho menos a su obra; asimismo, la existencia de criterios correctos, fundamentos conceptuales extraordinarios y leyes jurídicamente novedosas, no concluyen necesariamente en una estructura jurídica eficaz, si no media la capacidad de someterlos a una razón y espiritualidad superior que los integre en un propósito sinérgico común. 

Y así como el  lutier no puede comenzar desde las chapuzas del profano, pues su obra es expresión integral, material, racional y espiritual, que empieza desde las primeras caricias con la noble madera hasta las afinadas notas que timbran los sentimientos más íntimos y profundos, en un proceso que nunca se agota. También así, la transformación del sistema jurídico debe constituir un quehacer integral que inicie desde sus fundamentos una nueva expresión existencial del Derecho, que lo legitime evolutivamente, y sobre todo, que sea capaz de ser vivida y aprehendida espiritualmente por el ciudadano.    

En tal sentido, entre una de las tantas cosas, debe aceptarse definitivamente la imposibilidad de sostener la teoría del “contrato social” en cuanto fuente del  poder del Estado y en tanto expresión de la voluntad de un sujeto que, venido de un “estado natural” primigenio, cede, relativiza, “hipoteca” su libertad, igualdad y justicia absolutas, en aras de la satisfacción de sus necesidades existenciales. Resulta en perogrullada afirmar la torpeza evolutiva de tales criterios, y la necesidad de transformar radicalmente la concepción de soberanía, libertad, justicia, igualdad, sociedad y del Estado, y con ellos, del Derecho.

También debe considerarse, que el principal aporte del derecho romano es haber planteado y desarrollado la objetividad de la norma jurídica; valga decir, haberla independizado de la voluntad de los sujetos y de los grupos del poder político para constituirla en prenda común del ciudadano, y por ende, desarrollable metódicamente en una estructura jurídica cuyo fundamento, desplegado evolutivamente desde la nación hacia la persona y el conocimiento, institucionalmente cierto, inmediato y posible, que tenga de su imperio. Porque el Derecho es esencialmente un estado de conciencia y una expresión espiritual, y si eso no se comprende ni se actúa en consecuencia, ineluctablemente pasa lo que a los romanos, cuando extraviaron la conciencia de lo jurídico, las leyes se hicieron inútiles a la sociedad.

Precisamente es la conformación de esa conciencia y espiritualidad de lo jurídico, lo que ante todo debe pretenderse. Y para ello es primordial, en conjunto con la transformación conceptual-procedimental, restituirle institucionalmente al ciudadano el conocimiento de la ley, y con ello, la posibilidad de comprenderse en cuanto sujeto de derechos y deberes. Lo que exige la restructuración radical del proceso de creación de las leyes, restringiendo el “jurisprudencialismo” desbocado y solventando la mora del Poder Legislativo en la simplificación, actualización y racionalización del ordenamiento jurídico. Y lo principal, configurar institucionalmente un sistema legal capaz de retroalimentarse eficazmente con los requerimientos normativos del ente social, principalmente los planteados por vía jurisprudencial, a los fines de investir de legalidad al ciudadano; es decir, que éste aprehenda la norma como un valor social cierto y vivible, usufructuable existencialmente; despojando al “ordenamiento legal” de ese carácter cuasi formulario, anárquico, desordenado, asistemático y jurídicamente torpe, que al alejar la norma de la conciencia ciudadana, la priva de autoridad y la pervierte en hecho de fuerza; creándose en el ciudadano el antivalor del anti-Estado, que caracteriza a nuestra sociedad.

En definitiva, el derecho romano, dentro de la trascendencia del espíritu  jurídico que subyacía a la inmediatez de su pragmatismo, portaba el  germen de su transformación, solo que ello estaba fuera de su tiempo evolutivo. Tuvieron que transcurrir dos mil quinientos años, desde aquella naciente pequeña república que grababa en tablas sus incipientes normas, para que en esta actualidad histórica se planteen transformaciones ya intuidas en esos tiempos por personales como Cicerón, y que son ahora radicales, por la deuda evolutiva acumulada.

Por necesidad política, social e histórica, los romanos se alinearon con la escisión clásica de la justicia verdadera en “justicia legal” y justicia “natural” o “equidad” -tal vez fue esa una de las causas de la fragilidad y derrumbe de su república- aunque ya ellos en su tiempo iniciaron el transitar evolutivo que ha venido construyendo una justicia más equitativa, y por ello, más justa.

Hoy las sociedades y la ciencia jurídica pueden permitirse plantear y desarrollar una justicia más justa, desde una perspectiva consustanciada con el ser humano, y por ende, con otra dimensionalidad respecto de lo legal; que es lo que exigen las estructuras jurídicas de los Estados en sus procesos de transformación.    

Tips para el Cambio
El derecho civil, sus instituciones, conceptualmente torpes y procedimentalmente lerdas, ameritan ser reformadas; tanto en la naturaleza jurídica y fundamentos filosóficos como en las concepciones tecno-científicas e instrumentales a su eficacia social. Reconceptualizar y redefinir la persona, la familia, el matrimonio, el divorcio, la propiedad, los contratos, las sucesiones…, desde criterios éticos, científicos, tecnológicos, teológicos, sociológicos e históricos evolutivos, cimentados en las nuevas dinámicas y abstracciones del mundo contemporáneo; y en consecuencia, simplificar, agilizar y sobre todo racionalizar los procesos y procedimientos. Eliminar definitivamente el inmenso túmulo de “bagazo” conceptual que restringe su eficacia social.

El derecho del Trabajo muy timoratamente ha venido remozando sus fachadas, pero queda mucho por hacer en sus fundamentos. Requiriendo la reconceptualización del trabajo y del significado sociológico de la empresa, un nuevo enfoque respecto de la clásica división patrono-trabajador, con todo lo que de ello derive, además del desarrollo normativo de las novedosas relaciones laborales debidas a las “sociedades virtuales” creadas por las tecnologías de la comunicación.

Mientras evolutivamente el comercio mundial avanza en jet supersónico, el derecho mercantil se mueve a lo sumo en bicicleta. Necesario es darle respuesta a las exigencias sociales ante la flagrante ineficacia funcional de las compañías y de los instrumentos mercantiles tradicionales. La adecuación imperativa a los caracteres y exigencias especialísimas del comercio electrónico, gracias al desarrollo de plataformas comunicacionales mundiales que han creado un “mundo” virtual paralelo, con sus propios grupos sociales y una nueva categoría de interrelaciones sociales, culturales y comerciales.

El derecho penal a-penas ha hecho algunos cambios de relativa importancia, pero es muchísimo lo que resta por hacer. Su fundamentación ontológica ha de ser otra. El debido proceso debe ser, sin tapujos conceptuales ni dobleces éticos, un verdadero derecho y garantía, resguardando irrestrictamente la dignidad y Derechos Humanos del ciudadano, desterrando definitivamente al Estado represor. Erradicar de una vez por todas el criterio troglodita de la “vindicta pública” como fundamento de la acción penal. La lógica, racionalidad y carácter ético de la conceptualización, delimitación y establecimiento de los procedimientos y sanciones, han de ser reformulados, sin prejuicios, con base al desarrollo cultural-espiritual y al saber científico, que están cambiando radicalmente la forma de comprender y comprenderse el ser humano en las complejidades de su existencialidad. Abandonar esa actitud bucólica, por no decir pacata, rousseauniana, ante el fenómeno social del delito, para abordarlo realistamente y sin prejuicios con base en el nuevo paradigma que se expone.

El derecho procesal exige en sus distintas materias cambios radicales en su dinámica. Resulta absurdo que ante los niveles de abstracción en que se desenvuelve la existencia del ser humano y las sociedades actuales, y del desarrollo exponencial de la tecnología, todavía gran parte de los procedimientos permanezcan anclados en formas obsoletas de actuación procedimental y valoración probatoria. Ni se diga del manejo del tiempo, que no se corresponde con la dinámica acelerada de las sociedades actuales. No puede ser que un procedimiento “breve” dure hasta más de tres años. En tal sentido es pertinente concretar los lapsos y dotar de auténtica lógica y racionalidad jurídicas a los procedimientos, para reducir a su mínimo tolerable las afamadas “tácticas dilatorias”, que no expresan sino las incoherencias, perversiones y asistematicidad funcionales, amén de las carencias conceptuales, de una estructura jurídica teleológicamente extraviada; valga decir, cerrada hacia sí misma, ahogada en tecnicismos y formalismos innecesarios que la divorcian de su auténtico fin: posibilitar la vida social viviblemente  justa, igualitaria, libre y , por ende, pacífica

En cuanto a los “derechos especiales”, necesario es categorizarlos y preservar la especialidad de los que lo ameriten, y el resto integrarlos debidamente a sus correspondientes materias generales.

Respecto del derecho constitucional. Frente al principio de cooperación entre los poderes, prevalecer la responsabilidad y el cumplimiento del deber institucional, a los fines de erradicar la aberrante “solidaridad automática” entre los órganos del poder público, promoviendo el control constitucional efectivo; entendiendo que el conflicto constitucional inter-poderes, justa y pertinentemente desarrollado, constituye un efectivo instrumento de protección y perfeccionamiento del poder del Estado. Fortalecer el poder legislativo y limitar a su justa y conveniente expresión el poder ejecutivo. La defensoría con mayores atribuciones y de elección popular. Replantear los colegios profesionales y sus deberes hacia la ética en cuanto valor social. Robustecer, bajo principios, el rol social del abogado, cuidando su formación profesional, promoviendo su comportamiento ético, fijando su responsabilidad social y fortaleciendo su función dentro del sistema de justicia, a los fines de preservar su dignidad y la de su profesión, hacia el rescate del abogado como coadyuvante hacia la justicia y contra la arbitrariedad del Estado. Establecer como principio constitucional la resolución de los conflictos sociales mediante acuerdos jurídicamente conciliados, restringiendo el litigio jurisdiccional a medio alternativo para la paz social –con todas las consecuencias que arrastraría tal criterio aguas abajo en la estructura  del sistema de administración de justicia, en la sociedad y en la cultura de la nación-. Viabilizar constitucionalmente el referéndum revocatorio, para que no sea inutilizado por estratagemas políticas. Desde la norma suprema iniciar el gran cambio del sistema de justicia, estableciendo definitivamente la verdad real, jurídica y sociológicamente considerada, como el fundamento de la justicia, por lo cual, la acción en justicia del Estado no se agota con la sanción del hecho específico, sino que debe comprender toda la circunstancialidad social cultural que lo enmarca. Erradicar la vindicta pública de la fundamentación de la acción penal. Despojar al poder judicial de la prerrogativa que se autoatribuye de derogar la normativa vigente y de extender su capacidad jurisprudencial más allá de lo estrictamente permitido por el control constitucional y la preservación fáctica del Estado de Derecho; en ese sentido, compaginar las facultades de los poderes legislativo y judicial, a los fines de resguardar el valor e imperio de la norma escrita. Blindar la voluntad popular manifestada por votación libre y secreta, para que revoque quien elige, el ciudadano, y no el órgano jurisdiccional, merced artilugios jurídicos-políticos. Racionalizar la convocatoria, elección, funcionamiento y fines de la Asamblea Nacional Constituyente, para que no sea el gazapo jurídico por el cual se pueda timar el poder soberano del ciudadano y echar por la borda la constitución, la democracia, el Estado de Derecho y la paz de la nación. Garantizar la inmunidad de los parlamentarios electos, desde su proclamación, a los fines de protegerlos de la rapiña política, en resguardo de la majestad del Poder Legislativo -en cuanto expresión de la voluntad popular-, de la integridad física y moral de los ciudadanos elegidos y en preservación de sus derechos políticos y  de los partidos o grupos políticos que los eligieron. Sobre todo debe consagrarse constitucionalmente otra forma razonar lo jurídico, de comprenderse el ciudadano respecto del fenómeno social  y del poder del Estado, en función del principio del derecho natural y de los Derechos Humanos; pero no con hermosos ni pretenciosos enunciados, sino en el desarrollo sistematizado de una estructura normativa conceptualmente acertada y funcionalmente eficaz.

En fin, se trata de construir todo un nuevo paradigma. A la puja entre las fuerzas conservadoras y las del cambio debe imponerse la racionalidad y la conciencia del real estatus existencial del ser humano, de los requerimientos evolutivos de las sociedades contemporáneas y del replanteamiento conceptual procedimental del Derecho, que exigen.  

Obra vasta que obviamente no es fácil, pero que indubitablemente debe iniciar algún día. Ojalá le alcance luz a nuestros ojos para verla, aunque sea en los retacitos dispersos que evolucionan nuestras sociedades, por la mezquindad intelectual con que se abordan sus problemas existenciales.



 Javier A. Rodríguez G.

EL HUMANISMO SOCIALISTA