lunes, 22 de octubre de 2018

LA TRANSFORMACIÓN DEL SISTEMA JURÍDICO A LA LUZ DEL DERECHO NATURAL




El Derecho nace como respuesta racional a necesidades fácticas existenciales, y desde esa circunstancialidad evolutiva que lo caracteriza evoluciona hacia un estado de conciencia superior, hacia una ponderación ética de la existencialidad humana.

Por ello, el Derecho en su transcurrir histórico va configurando perspectivas que especifican, distienden, crean, desechan y sobretodo descubren y transforman conceptos, criterios, valores y principios, expresando una manera nueva de concebirse existencialmente el ser humano, otra forma de conciliar su ser, suyo, propio, de cada uno, aquí y ahora, con el ser de todos, en todo tiempo y  lugar.

De esa forma el Derecho, en cada reconfiguración histórica pierde, crea , transforma y reordena sus referenciales evolutivos, despojándose de esa linealidad mecanicista con que se le pretende someter, para constituirse en expresión espiritual redentora de la existencialidad de un ser condenado a aprender a existir existiendo; valga decir, a vivir a cada instante la plenitud de una existencia perpetuamente incompleta, y por eso, a la luz de su circunstancia evolutiva, él mira su pasado para replantearse existencialmente, buscando comprender y comprenderse en el maravilloso acontecimiento evolutivo que lo origina. Un ser humano que tiene, gracias a su conciencia, la prodigiosa facultad de escapar de la contingencia del presente para integrarse en una expresión histórica de su existencialidad: la humanidad.

Sin embargo, la dinámica de esa transformación histórica y cultural no se produce fluidamente, de forma pura y simple, dado que la conciencia humana tiende a estabilizarla en realidades asumidas que expresan una forma de ser y existir, en los paradigmas a los cuales asirse como única realidad cierta y posible, que, en el caso del Derecho, así como lo dotan de la estabilidad necesaria a su eficacia, también pueden represarlo evolutivamente hasta los límites de la obsolescencia.

Es que las sociedades humanas desde siempre se han aferrado a sus paradigmas existenciales; es cualidad que las posibilita evolutivamente, de lo contrario se sumirían en el absurdo de perseguir un futuro que siempre les huye, de pretender asir utopías que luego le estallan en las manos cual pompas de jabón, de ir sin fundamento vivencial tras quimeras que nunca alcanzan, cuya referencialidad termina siempre jaloneando sus existencias hacia nuevas posibilidades, pero dentro de otras premisas, porque, sí, es cierto que el impulso evolutivo mueve el quehacer humano, pero no hacia un fin determinado, sino desde posibilidades existenciales hacia otros avatares evolutivos, que, por provenir de realidades concretadas, vividas en su plenitud posible, merced a cada paradigma, y por expresar su actualidad el único tiempo existencial real disponible, necesariamente siempre habrán de ser mejores.

Así, seguramente los artistas de Altamira se maravillaban en sus cuevas ante los logros de su cultura y veían dificultoso avanzar más allá de los linderos de su concepción existencial. Luego y con mayor razón, los Griegos creyeron haber logrado el modus videndi ideal, alcanzando la cúspide de la organización social y política. Los romanos por su parte, juraban ser originarios de sus lares y en su momento presumieron de estar en la cumbre de la evolución social, merced su prodigioso sistema jurídico y su soberbia estructura político social republicana, sin considerar que ello es sobre todo una expresión espiritual, precisamente de lo que cada vez más ellos menguaban. Y del renacimiento ni se diga; el participar de ese portento cultural evolutivo de la humanidad tenía, debía de llevar a la creencia, como lo afirmaron afamados eruditos, de la imposibilidad de mayor grado de evolución social, política y científica.

Incluso los mayas y los incas creían haber vivido  ya hacía siglos el cenit de su evolución, cuando en las decadencias de sus sociedades se sumían en el vórtice del acontecimiento cultural del mundo occidental, el cual, por toda la riqueza de culturas que expresa, en torno del fluido racional espiritual que lo impulsa, con todos los defectos y vicios, muy humanos, que se le atribuyan, y quiérase o no, constituye el gran paradigma cultural que referencia el grado evolutivo de las sociedades humanas, bajo cuya égida el Derecho ha visto luz en todo el esplendor que la actualidad evolutiva le potencializa, en parabién del ser humano, de las sociedades y de la humanidad.    

Más tarde, paradójicamente iniciaría el siglo XIX con el problema existencial humano prácticamente resuelto. El universo explicado irrefutablemente por Newton, demarcado el mundo por los linderos de la galaxia, alcanzado el mayor grado de raciocinio, contingente, al transitar evolutivo, y el conocimiento merodeando los linderos de lo cognoscible; pues entonces todo se resumía al estatus de la conciencia respecto de la cima evolutiva en donde se encontraban, para que desde allí la nación privilegiada con semejante facultad -la alemana, por supuesto- iniciase un proceso cumbre de potenciación de su grado de conciencia, la égida de la reconfiguración absoluta de la evolución humana; alcanzando el sueño dorado del racionalismo: el ser humano dueño de su existir, de su destino, de la naturaleza, del universo.

Tal concepción la expresaría magistralmente Carlos Marx, cuando propuso una fórmula práctica, pretaporté, para revertir la evolución y concretar la utopía de vida política y social; mutatis mutandis el sueño de Moro y Campanella a la vuelta de la esquina; “La ciudad del sol” pero sin Dios, que le estorba a la voluntad; sin Estado, pues su poder se ha hecho conciencia colectiva; sin democracia, porque la comuna es una expresión superior; sin Derecho, por ser instrumento de dominación y porque no habrá ni injusticia ni opresión ni desigualdad. Por supuesto, enseguida sus seguidores iniciaron, cual parlanchines con sus tónicos, a vender tal baratija conceptual como la panacea para los males existenciales de una humanidad a la que le pesa y a veces hasta le estorba su conciencia, por no comprender que no existe para ella mayor posibilidad evolutiva que la del aquí y el ahora, con sus virtudes, vicios, bondades, maldades, defectos, aciertos, errores, conocimientos, ignorancias, creencias, esperanzas y fe; por no aceptar que solamente existiendo puede aprender a existir.

Se habla de lo paradójico de tales criterios, toda vez que también inicia ese siglo con una sucesión de descubrimientos científicos que auguraban cambios radicales en el planteamiento existencial del ser humano. No obstante la centuria concluyó con científicos de la talla de Lord kelvin afirmando la imposibilidad de nuevos saberes en la física, mientras otros por su parte le colocaban candado a la vía láctea, en cuanto único universo existente. Esto apenas años antes de que un grupo de científicos, con Albert Einstein a la cabeza, le dieran vuelco radical a la concepción de la realidad y del universo, echando por la borda todas aquellas fórmulas que sustentaban el paradigma existencial que se agrietaba en sus cimientos.

Y es dentro de ese marco evolutivo y los acontecimientos subsiguientes, que el Derecho referencia su transformación más drástica, pues hasta ese momento, concebido en Roma, ilustrado por Grecia y perfeccionado por Europa, lo que restaba era sintetizarlo en expresiones ajustadas a esa cúspide del conocimiento alcanzada por la humanidad en ese siglo.

Desde tal criterio el Derecho no se creaba, se copiaba. Esencialmente formalista, ahondar en el trasfondo social y la naturaleza jurídica de la norma era inoficioso. Fundamentalmente fáctico, cualquier cuestionamiento ético axiológico resultaba extraño a su eficacia instrumental. Conceptualmente completo, solamente quedaba desarrollar esa maravillosa obra jurídica romana.

Contradictoriamente sería el mismo paradigma cientificista, que menosprecia a la ciencia jurídica y niega la “universalidad” del Derecho, quien, con la ampliación del horizonte existencial del ser humano, le abriría las compuertas para el cuestionamiento de sus verdades, y desde allí forzarlo a replantearse su verdadera naturaleza, la más auténtica, ética y universal de todas.

De “El origen de las Especies” al Derecho Natural
A mediados de ese siglo XIX, una teoría revolucionaria plasmada en una obra científica magistral, trastocaría los cimientos de toda la estructura cultural humana, con efectos que aún hasta la actualidad no se han asimilado en su verdadera magnitud: “El origen de las Especies”. Que al plantear la evolución del ser humano desde ancestros comunes al de otras especies, incluso, desde un ser primigenio del que derivan todas las formas conocidas de vida; engendraba un cuestionamiento existencial radical del ser humano, y junto con él, de la sociedad y del Derecho.

La influencia de la teoría evolucionista en la reconceptualización del Derecho es inmensa. Pues, si el ser humano y sus sociedades constituyen solamente una probabilidad existencial, luego entonces, el Derecho, probabilísticamente es posible en todo tiempo y en cualquier lugar; y, por tanto, debe tener un origen allende la racionalidad humana, común al universo. Y si el Derecho no es potestad exclusiva de ningún ser vivo, sino que él manifiesta un estatus de conciencia racional evolutivamente común al todos, independientemente de quien circunstancialmente la exprese; entonces, su sujeto no puede ser solamente el ser humano, pues todos los seres vivos participan de él en diferentes grados. Y siendo así, el Derecho constituye esencialmente una expresión ética ante el fenómeno existencial en base a los principios fundamentales de justicia, igualdad y libertad, manifestada históricamente por medio de instrumentos racionales-conceptuales y procedimentales-prácticos, que lo concretan fácticamente en cada circunstancia evolutiva.

Tal verdad apenas viene siendo asimilada en rudimentos por las legislaciones contemporáneas. Todo porque su aprehensión conceptual exige un replanteamiento radical de la ciencia jurídica, redefiniendo y desechando conceptos, y con ellos, los procedimientos y técnicas que los posibilitan.

Porque al final es en la actitud ante el conocimiento en lo que está rezagada la ciencia jurídica respecto de las demás ciencias contemporáneas. Es la égida que inició Francis Bacón, entre otros “empiristas”, al plantear que la lógica y el razonamiento, antes de deberse a la justificación del conocimiento, como pretendían los aristotélicos, debían ir por lo conocido y hacia nuevo conocimiento; anunciando la irreverencia ante el saber, a lo que desde otra visión se sumaría luego Descartes y compañía racionalista.

Siendo esa irreverencia ante lo conocido lo que debe caracterizar a la ciencia, y que tanto le cuesta sostener, merced a los paradigmas a los que tiende a aferrarse más allá de lo racional y evolutivamente pertinente.

Paradójicamente hoy, cuando el alto desarrollo científico y tecnológico impera en las sociedades humanas, lo ciencia y la espiritualidad se han acercado hasta los límites en donde los dogmas religiosos se resquebrajan, y la negación “científica” de la existencia de Dios, como nunca se pone en entredicho.

Todo por culpa de Einstein, Planck, Born y compañía, que han enrevesado y hecho tan abstracto un “mundo” que estaba perfectamente explicado, hasta en lo que faltaba por explicar. Así, la teoría de la relatividad ha hecho un tiempo estirable, encogible y creable, con todas las propiedades para ser eterno, entonces ¿cómo queda el tiempo de Dios? Por su parte las teorías cuánticas pintan un mundo tan irreal que Zenón estaría perplejo, con una realidad que es y no es, con objetos que no están en ningún lado, pues pueden estar en todos; con un universo “entrelazado” vibrando armoniosamente, en niveles y consecuencias apenas vislumbrados, y además repleto de “energía oscura” y  “materia oscura”, que “se sabe” que existen pero no se sienten, ni ven, ni se miden, ni se tocan…, entonces ¿cómo queda la espiritualidad, que se percibe, se aprehende y se vive? Ni se diga del enigma de la dimensión y forma del universo ¿o universos?; ni de los “agujeros negros”, que no se sabe dónde terminan ni hacia dónde van; ni del descubrimiento, lectura y manipulación del código genético de la vida…, el científico haciendo de Dios, él, que vive máximo cien años, y que en conjunto si mucho existirán lo que le reste de vida al sol, entonces ¿cómo queda el Dios eterno?

Con todo eso, al menos el beneficio de la duda debería concederse a la existencia del derecho natural.

La Revolución del Conocimiento
Cabe hacer un inciso para bosquejar el asunto del conocimiento, en cuanto factor fundamental de cualquier proceso de transformación del sistema jurídico.

El conocimiento indica el grado de percepción, aprehensión, comprensión, valoración y actuación respecto de los fenómenos y de la realidad que subyace a ellos. Por lo tanto, la “realidad” cambia con el saber, y el saber se potencializa en cada realidad, conformándose así la paradoja, en el ser humano, que cuanto más conoce, más necesita conocer, y cuanto más “simplifica” su existir, más complejo se le hace.

Durante millones de años el conocimiento tuvo un propósito fundamentalmente práctico, de pura y llana sobrevivencia, y por eso, de una cualidad evolutiva extraordinaria, pues para conocer el ser humano se hacía más inteligente, y siendo más inteligente, necesitaba conocer más.

Los griegos constituyen la primera expresión de reflexión colectiva y sistematizada de los seres humanos, ante una realidad contradictoria, paradójica e incognoscible en sí misma; cuya conciliación con la verdad de la razón determinaría la filosofía griega y definiría los radios de acción del conocimiento en adelante. Para ellos, era poco lo por conocer y mucho lo por comprender, explicar y fundamentar; por eso el conocimiento se sacralizaba, tanto, que sus líneas de pensamiento eran objeto de culto intelectual. Sus leyes eran herramientas racionales imperfectas que expresaban a la ciudad y sus necesidades de vida inmediata. Los griegos vivieron como se sentían ante el mundo: engañados por la realidad; de ahí las peculiaridades: De su estructuración política, reducida a pequeñas ciudades-estados, casi siempre conflagradas entre ellas, aún cuando atesoraban los criterios existenciales universales que fundamentarían la cultura occidental. De su “democracia” formulada para mantener el especialísimo orden social ateniense, medio ambiente propicio al desarrollo de su filosofía. De su menguado desarrollo institucional, visto con desdén. De su justicia, escindida en dos, una “legal”, que posibilitaba las “peculiaridades” de la estructura social, sin mayor conflicto ético ni lógico-racional; y otra justicia “natural”, capaz de sustanciar ética y racionalmente a la primera.  De las “excelentes” leyes que producían, y que ha decir de Aristóteles, no las usaban…

Con los romanos, en cambio, el conocimiento vuelve a su sentido práctico, empero racionalizado en un propósito realísticamente transcendente del ser social hacia una intención de vida. Las leyes para ellos expresaban a la nación, en cuanto manifestación de la conciencia de un origen y destino en común, porque, a diferencia del griego, la grandeza del romano no estaba en él, sino el ser social; por lo que la institucionalidad constituía un medio de perpetuación histórica. Para ellos la filosofía –prestada de Grecia- era subsidiaria de las necesidades jurídicas, y la “juricidad” –propia del romano-. el fundamento de la vida social Siendo ese carácter predominantemente fáctico lo que le da la impronta de “pragmático” al Derecho romano, extraordinariamente útil evolutivamente en su momento, pero que le ha venido pesando cada vez más hasta nuestros tiempos.

Más tarde el renacimiento juntó todo el saber clásico para fundamentar una nueva forma de concebirse existencialmente el ser humano y de plantearse el conocimiento. Ahora se hurgaba en la realidad y luego se explicaba lógica y racionalmente dentro de una estructura filosófica siempre en construcción, o, se preconcebía perfectamente esa estructura filosófica para cuadrar la realidad en ella. En el intermedio entre ambas posturas estaba el germen de la ciencia moderna. Con el conocimiento ya desacralizado, el cuestionamiento del ser humano y su existencialidad perfiló a las sociedades hacia logros políticos, sociales, jurídicos y  culturales que demarcarían definitivamente la modernidad. Las leyes para el renacentista expresaban al individuo, en cuanto productos de su naturaleza racional. El renacimiento inició la gran revolución del conocimiento que caracteriza a la modernidad; sin embargo el saber, en su generación y estructuración, continuó empaquetado y servido a la carta,  

Ante eso, faltaba el punto de rotura, metodológicamente, entre el conocimiento de la realidad y  la valoración crítica del sujeto cognoscente, a los fines de dotarlo de “objetividad” y convertirlo en información; es decir, en datos valorables, integrables, comparables y descartables desde diferentes sujetos, estructuras de pensamiento y perspectivas de la realidad, en la actualidad o en el devenir. Lo cual metodológicamente es portentoso, pues hace del conocimiento prenda común del investigador, de la sociedad y de la humanidad, y por tanto, conformante de un patrimonio intelectual que se potencializa en cada actualidad evolutiva.

Ahora, lógicamente esa transformación del espíritu científico no se produjo de forma pura y simple, siendo la puja conceptual histórica la que ha venido configurando el paradigma positivista cientificista, hasta el punto de que hoy, aunque “todos” reprochan ser tildados de positivistas, ninguno puede investigar o descubrir o teorizar o crear o proceder sin él. Porque el conocimiento, independizado del sujeto, se fracturó en tantos fenómenos y sus particularidades trataba; configurándose en “data científica” valiosa por sí misma, aunque careciese de utilidad intelectual inmediata, por su incapacidad, actual, para ser comprendida en estructuras de racionamiento superiores que la explicasen y justificasen. Bajo tales criterios se configuraban el científico  y la ciencia contemporáneos. 

El impulso que le dio el positivismo a la ciencia no tiene parangón, no solamente desde el punto de vista metodológico procedimental, yendo a la realidad en sí misma, a la especificidad de las especificidades, sino también, desde la eficacia epistemológica, al confluir sobre un mismo objetivo científico diferentes metodologías, formas, capacidades y estructuraciones del pensamiento, de la materia que se trate y de cualesquiera otras, presentes o futuras.

Hoy el problema de la investigación científica está determinado por el acceso a la tecnología. El conocimiento cualificado tecnológicamente es un privilegio de muchos, pero al que pocos pueden acceder en sus altos niveles de especialización. Empero, la disponibilidad tecnológica no puede ser la excusa para la mengua del espíritu investigativo en las sociedades emergentes, pues si algo evidencian los descubrimientos científicos de la humanidad, es que sus productos racionales superan con creces la base real cognoscitiva y tecno-científica que expresan. 

Porque, igual que el “rompecabezas”, donde cada pieza trasciende su propio significado hacia una identidad con la conformación del todo; el mayor reto para la ciencia radica en el establecimiento de la identidad ontológica de sus objetos; siendo en esto donde agota sus recursos metodológicos y alcanza sus límites racionales, por implicar el considerar entidades inmateriales que están fuera de su alcance cognoscitivo.

Precisamente desde allí parte la ciencia jurídica para objetivar socialmente conceptos tan sublimes como la justicia, libertad e igualdad, y con ellas, revelar el derecho natural que subyace en la naturaleza de los seres vivos, y que la razón revela  al ser humano como derechos intrínsecos a su ser. Por eso la ciencia jurídica debe decidir de una vez por todas si continúa en el limbo, entre los criterios de una ciencia “natural” que la menosprecia y le niega su cualidad científica, y un derecho natural que le exige ser reconocido como fundamento de la juricidad.

La elección resulta más que obvia. Con el reconocimiento y desarrollo formal del derecho natural, que ya de hecho y bajo diversas excusas conceptuales viene ocurriendo, la ciencia jurídica daría un salto gigantesco en la evolución científica: el reconocimiento de la dimensión espiritual; que la ciencia natural no ha podido refutar, al contrario, sus descubrimientos llevan a presunción de una multidimensionalidad en el universo.

Es que aún siendo errado tal criterio, el beneficio para los seres humanos, las sociedades, el ambiente y  la vida, sería inmenso. Es que, si no es el derecho natural, se parece tanto a los derechos que desde el plano ético espiritual deberían regir a los seres que expresan el acontecimiento existencial más maravilloso del universo: la vida. Total, si se acepta que en el universo existen leyes y principios de todo tipo, entonces ¿por qué no puede tener sus leyes la vida y su expresión más sublime y encumbrada: la vida racional? Al respecto se pudiera alegar: -sí las tienen, creadas por  la misma racionalidad-. Pero entonces, para que pudiera ser  así, sin entrar en otras consideraciones, la racionalidad humana debería ser hasta y desde aquí, la única posible; pues de lo contrario, conforme a las características de la generación, evolución, condiciones y probabilidades de la vida en la tierra, de la cual la racionalidad humana es expresión; entonces resultaría probabilísticamente imposible que en cualquier espacio-tiempo del universo no vuelva alguien a invocar libertad, justicia, igualdad  y paz. También se podría contra-argumentar que: -todas serían expresiones localizadas- Pero ¿acaso no se expresan localmente los fenómenos de la física? y sin embargo se producen de igual forma en diferentes puntos de universo. ¿Por qué no puede ocurrir lo mismo para las leyes naturales del plano existencial espiritual? Además ¿si la física cuántica plantea el “entrelazamiento cuántico”, por qué la ciencia jurídica no puede reconocer un vínculo o “entrelazamiento” de la vida con una dimensión espiritual, concretado en su expresión superior por vía de la racionalidad?

En definitiva, la ciencia jurídica tiene fundamentos para estructurar el nuevo pensamiento jurídico contemporáneo, y así ensamblar –como la “ciencia natural” por sus características no puede- un mundo científica, humanista y espiritualmente  más sensato, coherente, justo, igualitario y pacífico.

El Paradigma Positivista. Mal social sobrevenido.
Fue el divorcio entre la criticidad ética y el conocimiento científico, mejor dicho, su separación más  allá de lo estrictamente metodológico, configurando una forma de actuar la ciencia y de vivirla la sociedad, acríticamente y sin cuestionamiento ético alguno, lo que ha devenido evolutivamente en el azote del paradigma positivista a las sociedades contemporáneas. Es lo que viene despertando las conciencias del mundo desde mediados del siglo pasado, luego de que la mal llamada “sociedad del conocimiento” se estrenara con dos guerras “mundiales” y dos bombas que atrozmente advirtieran la capacidad real del ser humano para autoextinguirse. Terminando ese siglo, con la reflexión ética respecto del rol de la ciencia y la tecnología en la existencialidad del ser humano y de sus sociedades, consagrada como “mea culpa” en la “Declaración del Milenio”.

Ahora son la lógica, racionalidad, ética y espiritualidad del ser humano, las que buscan colocar en sus justos y pertinentes lugares el desarrollo científico y tecnológico, y la vida política, que debe considerarlos.

Actualmente las sociedades contemporáneas viven una auténtica revolución del conocimiento, ya al fin el saber está saliendo de los claustros académicos para constituirse en patrimonio auténticamente común del ser humano, democratizando como nunca su usufructo y potenciando inimaginablemente su capacidad de descubrir, explicar y comprender la realidad; a tal grado de abstracción, que incluso ha creado su propia realidad virtual. Porque: Tenían razón los renacentistas, al hacer de lo humano el epicentro del conocimiento. Acertaron los griegos, pues, descubra lo que descubra el ser humano, la realidad no le será al final sino construcción intelectual. Los romanos actuaron con sabiduría -a diferencia de los griegos, que eran sabios- al pretender armonizar fácticamente su ser con la realidad, en una existencia social evolutivamente posible, configurando para ello el Derecho y la institucionalidad política que lo posibilita. No se equivoca la ciencia al tratar de aprehender cognoscitivamente la realidad cuanto más compleja y abstracta ésta se le hace, pues es la única vía posible para entender y comprender la existencialidad humana y del universo.

En descargo de todo ello, la enseñanza del Derecho debe cambiar radicalmente. Los pensa de estudio exigen su transformación radical. La pedagogía y la didáctica han de ser otras. Los contenidos deben andar enseñoreados, como debe ser, pero no en los recintos de unos, sino por las calles de todos; para que ya sea no privilegio académico el memorizarlos, sino el comprenderlos, en una visión sinérgica y holística de la ciencia jurídica, que posibilite un mejor existir del ser humano y sus sociedades, en el instante existencial que les permite la evolución.

El “Derecho Natural” y los Derechos Humanos
Y es dentro desde esa égida de la ciencia contemporánea, que la ciencia jurídica debe enmarcar su transformación. En concreto, el iuspositivismo, postura teórica-filosófica  propia del Derecho, no solo debe volver al sentido y valoración de lo humano, perdidos; sino que ya es hora de que dé paso a un criterio evolutivo superior: el derecho natural; nuevo, fresco, consustanciado con la realidad evolutiva de la humanidad y del Derecho, en específico.

Dentro de ese acontecer renovador del Derecho, iniciado desde la modernidad, ha ocurrido en los tiempos contemporáneos un suceso trascendental a la ciencia jurídica y a la conceptualización de la política y las sociedades humanas: el reconocimiento de derechos intrínsecos al ser humano; vislumbrado en la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, en ocasión de la revolución francesa de 1789, y expresado definitoriamente en 1948 como la moraleja de la segunda y ojalá última “guerra mundial”: la “Declaración Universal de los Derechos Humanos”.

De manera que ya con el afincamiento definitivo, de facto, del “derecho natural”, los Derechos Humanos han pasado de ser “excentricismo” jurídico para constituir el fundamento del nuevo paradigma del Derecho que despunta con el milenio que nace. Son los Derechos Humanos la punta de lanza de esa nueva forma de concebir, de proceder y de ubicarse existencial y éticamente el ser humano respecto de lo jurídico, pues más allá de facultad legal, le son cualidad existencial.

En los albores del tercer milenio, luce necio y torpe defender la primacía del positivismo jurídico, y más aun volver al dilema clásico iusnaturalismo vs iuspositivismo. Ya existe vastísima evidencia y argumentación como para que el iuspositivismo vaya haciendo testamento y escribiendo epitafio; sin mengua de sus valiosos aportes a la ciencia jurídica, porque al final es su transformación lo que exige la evolución.

Ahora existe la razón de un “derecho natural” pre-jurídico, o no formalizado jurídicamente, que se expresa en derechos inalienables, preexistentes, preeminentes y progresivos ínsitos a la naturaleza existencial de los seres humanos, que fundamentan la juricidad del Estado, la consustancian con la totalidad del acontecimiento social y la reorientan hacia su verdadero propósito: la posibilitación existencial del ser humano,  en términos de justicia, libertad, igualdad y paz social.

Eso por supuesto obliga al replanteamiento total del historial evolutivo del Derecho. Ya la monumental obra romana no es punto de inicio sino referente evolutivo de una razón natural cargada por el ser humano desde siempre en su ser social. Es que es tan inmenso el significado evolutivo de los Derechos Humanos, que amenaza con derrumbar, y de hecho lo está haciendo ladrillo a ladrillo, todo el fundamento teórico conceptual político, jurídico, sociológico y cultural del mundo humano contemporáneo.

Debe insistirse, el problema respecto del derecho natural no son los bucólicos enunciados para adornar o “humanizar” la ley.  El asunto es que con el reconocimiento formal de la existencia del derecho natural, en los términos de lineamientos existenciales generales éticos, de justicia, libertad e igualdad, revelados por la razón y  expresados como los fundamentos auténticos de la juricidad,  que los reconoce y desarrolla en todas las expresiones de la institucionalidad jurídica; constituye un cambio tan sustancial en lo jurídico, político, social, económico, sociológico, científico, ambiental y cultural, que el paradigma iuspositivista  siente amenazado su cetro ante esa nueva perspectiva jurídica.

Ya existe un basamento de la estructura normativa, una razón natural de la juricidad, que hubo estado con el ser humano desde siempre, en esa intuición de que su existir va más allá de la inmediatez y límites de su ser individual, hacia un ser social que lo redime y posibilita en plenitud, y que al fin se le revela como acto de conciencia, de justicia, de igualdad, de libertad y de paz. Como en todas las cosas, solamente fue cuestión de tiempo el comprenderlo.

Ese es el karma del ser humano: aprender a vivir viviendo. O sea, aunque le cabe todo el universo en su conciencia, él necesita vivir el error para poder hallar respuestas existenciales, que a su vez le plantean otros retos cognoscitivos y vivenciales de mayor complejidad y abstracción, configurando esa fuente inagotable de incertidumbre existencial que motoriza la evolución humana.   

Cuando la Necesidad y el Cambio, Esperan
A la luz de los criterios expuestos, los sistemas jurídicos de nuestras sociedades lucen irrefutablemente obsoletos. No se está ni en el tope ni en el centro ni en ninguna parte específica de la evolución de la ciencia jurídica, sino tan solo en una expresión probabilística de esa evolución; eso sí, con un desfase significativamente aberrante entre el conocimiento y su implementación practica.

En concreto, el sistema jurídico venezolano se ha ido sumiendo en el despropósito de una estructura conceptualmente en escombros, funcionalmente desorganizada, científicamente desubicada, humanísticamente divorciada, políticamente pervertida, epistemológicamente extraviada, ontológicamente perdida y éticamente prostituida.

Es que hacer Derecho no se trata solamente de yuxtaponer leyes o de emperifollar criterios tecno-jurídicos o de simplemente conformarse con lo promediamente bueno que pueda lograrse. Necesario es desarrollar una estructura lógica, racional y espiritual que sistematice jurídicamente el inmenso background de conocimientos científicos, experiencia política, evolución humanística y desarrollo social, tecnológico y cultural, en función de posibilitar la convivencia plena y pacífica del ser humano en sociedad.

La primera condición para avanzar hacia la transformación efectiva del sistema jurídico, es asumir con humildad la necesidad del cambio. La segunda es plantearse el problema en términos absolutos, sin cortapisas ni medias tintas justificatorias ni dilatorias: El sistema jurídico no sirve, no funciona, está obsoleto a la realidad social. Para poder así desechar lo malo, perfeccionar lo regular y aprovechar al máximo las bondades de la actual estructura; que a lo mejor sean más de las que aparenta, siendo solamente que carecen del aglutinante conceptual racional, espiritual y evolutivamente validado, que las cohesione al propósito social en común.

Porque, igual que el poseer madera fina, trastes, clavijas, cuerdas y herramientas apropiadas no hace al lutier, y mucho menos a su obra; asimismo, la existencia de criterios correctos, fundamentos conceptuales extraordinarios y leyes jurídicamente novedosas, no concluyen necesariamente en una estructura jurídica eficaz, si no media la capacidad de someterlos a una razón y espiritualidad superior que los integre en un propósito sinérgico común. 

Y así como el  lutier no puede comenzar desde las chapuzas del profano, pues su obra es expresión integral, material, racional y espiritual, que empieza desde las primeras caricias con la noble madera hasta las afinadas notas que timbran los sentimientos más íntimos y profundos, en un proceso que nunca se agota. También así, la transformación del sistema jurídico debe constituir un quehacer integral que inicie desde sus fundamentos una nueva expresión existencial del Derecho, que lo legitime evolutivamente, y sobre todo, que sea capaz de ser vivida y aprehendida espiritualmente por el ciudadano.    

En tal sentido, entre una de las tantas cosas, debe aceptarse definitivamente la imposibilidad de sostener la teoría del “contrato social” en cuanto fuente del  poder del Estado y en tanto expresión de la voluntad de un sujeto que, venido de un “estado natural” primigenio, cede, relativiza, “hipoteca” su libertad, igualdad y justicia absolutas, en aras de la satisfacción de sus necesidades existenciales. Resulta en perogrullada afirmar la torpeza evolutiva de tales criterios, y la necesidad de transformar radicalmente la concepción de soberanía, libertad, justicia, igualdad, sociedad y del Estado, y con ellos, del Derecho.

También debe considerarse, que el principal aporte del derecho romano es haber planteado y desarrollado la objetividad de la norma jurídica; valga decir, haberla independizado de la voluntad de los sujetos y de los grupos del poder político para constituirla en prenda común del ciudadano, y por ende, desarrollable metódicamente en una estructura jurídica cuyo fundamento, desplegado evolutivamente desde la nación hacia la persona y el conocimiento, institucionalmente cierto, inmediato y posible, que tenga de su imperio. Porque el Derecho es esencialmente un estado de conciencia y una expresión espiritual, y si eso no se comprende ni se actúa en consecuencia, ineluctablemente pasa lo que a los romanos, cuando extraviaron la conciencia de lo jurídico, las leyes se hicieron inútiles a la sociedad.

Precisamente es la conformación de esa conciencia y espiritualidad de lo jurídico, lo que ante todo debe pretenderse. Y para ello es primordial, en conjunto con la transformación conceptual-procedimental, restituirle institucionalmente al ciudadano el conocimiento de la ley, y con ello, la posibilidad de comprenderse en cuanto sujeto de derechos y deberes. Lo que exige la restructuración radical del proceso de creación de las leyes, restringiendo el “jurisprudencialismo” desbocado y solventando la mora del Poder Legislativo en la simplificación, actualización y racionalización del ordenamiento jurídico. Y lo principal, configurar institucionalmente un sistema legal capaz de retroalimentarse eficazmente con los requerimientos normativos del ente social, principalmente los planteados por vía jurisprudencial, a los fines de investir de legalidad al ciudadano; es decir, que éste aprehenda la norma como un valor social cierto y vivible, usufructuable existencialmente; despojando al “ordenamiento legal” de ese carácter cuasi formulario, anárquico, desordenado, asistemático y jurídicamente torpe, que al alejar la norma de la conciencia ciudadana, la priva de autoridad y la pervierte en hecho de fuerza; creándose en el ciudadano el antivalor del anti-Estado, que caracteriza a nuestra sociedad.

En definitiva, el derecho romano, dentro de la trascendencia del espíritu  jurídico que subyacía a la inmediatez de su pragmatismo, portaba el  germen de su transformación, solo que ello estaba fuera de su tiempo evolutivo. Tuvieron que transcurrir dos mil quinientos años, desde aquella naciente pequeña república que grababa en tablas sus incipientes normas, para que en esta actualidad histórica se planteen transformaciones ya intuidas en esos tiempos por personales como Cicerón, y que son ahora radicales, por la deuda evolutiva acumulada.

Por necesidad política, social e histórica, los romanos se alinearon con la escisión clásica de la justicia verdadera en “justicia legal” y justicia “natural” o “equidad” -tal vez fue esa una de las causas de la fragilidad y derrumbe de su república- aunque ya ellos en su tiempo iniciaron el transitar evolutivo que ha venido construyendo una justicia más equitativa, y por ello, más justa.

Hoy las sociedades y la ciencia jurídica pueden permitirse plantear y desarrollar una justicia más justa, desde una perspectiva consustanciada con el ser humano, y por ende, con otra dimensionalidad respecto de lo legal; que es lo que exigen las estructuras jurídicas de los Estados en sus procesos de transformación.    

Tips para el Cambio
El derecho civil, sus instituciones, conceptualmente torpes y procedimentalmente lerdas, ameritan ser reformadas; tanto en la naturaleza jurídica y fundamentos filosóficos como en las concepciones tecno-científicas e instrumentales a su eficacia social. Reconceptualizar y redefinir la persona, la familia, el matrimonio, el divorcio, la propiedad, los contratos, las sucesiones…, desde criterios éticos, científicos, tecnológicos, teológicos, sociológicos e históricos evolutivos, cimentados en las nuevas dinámicas y abstracciones del mundo contemporáneo; y en consecuencia, simplificar, agilizar y sobre todo racionalizar los procesos y procedimientos. Eliminar definitivamente el inmenso túmulo de “bagazo” conceptual que restringe su eficacia social.

El derecho del Trabajo muy timoratamente ha venido remozando sus fachadas, pero queda mucho por hacer en sus fundamentos. Requiriendo la reconceptualización del trabajo y del significado sociológico de la empresa, un nuevo enfoque respecto de la clásica división patrono-trabajador, con todo lo que de ello derive, además del desarrollo normativo de las novedosas relaciones laborales debidas a las “sociedades virtuales” creadas por las tecnologías de la comunicación.

Mientras evolutivamente el comercio mundial avanza en jet supersónico, el derecho mercantil se mueve a lo sumo en bicicleta. Necesario es darle respuesta a las exigencias sociales ante la flagrante ineficacia funcional de las compañías y de los instrumentos mercantiles tradicionales. La adecuación imperativa a los caracteres y exigencias especialísimas del comercio electrónico, gracias al desarrollo de plataformas comunicacionales mundiales que han creado un “mundo” virtual paralelo, con sus propios grupos sociales y una nueva categoría de interrelaciones sociales, culturales y comerciales.

El derecho penal a-penas ha hecho algunos cambios de relativa importancia, pero es muchísimo lo que resta por hacer. Su fundamentación ontológica ha de ser otra. El debido proceso debe ser, sin tapujos conceptuales ni dobleces éticos, un verdadero derecho y garantía, resguardando irrestrictamente la dignidad y Derechos Humanos del ciudadano, desterrando definitivamente al Estado represor. Erradicar de una vez por todas el criterio troglodita de la “vindicta pública” como fundamento de la acción penal. La lógica, racionalidad y carácter ético de la conceptualización, delimitación y establecimiento de los procedimientos y sanciones, han de ser reformulados, sin prejuicios, con base al desarrollo cultural-espiritual y al saber científico, que están cambiando radicalmente la forma de comprender y comprenderse el ser humano en las complejidades de su existencialidad. Abandonar esa actitud bucólica, por no decir pacata, rousseauniana, ante el fenómeno social del delito, para abordarlo realistamente y sin prejuicios con base en el nuevo paradigma que se expone.

El derecho procesal exige en sus distintas materias cambios radicales en su dinámica. Resulta absurdo que ante los niveles de abstracción en que se desenvuelve la existencia del ser humano y las sociedades actuales, y del desarrollo exponencial de la tecnología, todavía gran parte de los procedimientos permanezcan anclados en formas obsoletas de actuación procedimental y valoración probatoria. Ni se diga del manejo del tiempo, que no se corresponde con la dinámica acelerada de las sociedades actuales. No puede ser que un procedimiento “breve” dure hasta más de tres años. En tal sentido es pertinente concretar los lapsos y dotar de auténtica lógica y racionalidad jurídicas a los procedimientos, para reducir a su mínimo tolerable las afamadas “tácticas dilatorias”, que no expresan sino las incoherencias, perversiones y asistematicidad funcionales, amén de las carencias conceptuales, de una estructura jurídica teleológicamente extraviada; valga decir, cerrada hacia sí misma, ahogada en tecnicismos y formalismos innecesarios que la divorcian de su auténtico fin: posibilitar la vida social viviblemente  justa, igualitaria, libre y , por ende, pacífica

En cuanto a los “derechos especiales”, necesario es categorizarlos y preservar la especialidad de los que lo ameriten, y el resto integrarlos debidamente a sus correspondientes materias generales.

Respecto del derecho constitucional. Frente al principio de cooperación entre los poderes, prevalecer la responsabilidad y el cumplimiento del deber institucional, a los fines de erradicar la aberrante “solidaridad automática” entre los órganos del poder público, promoviendo el control constitucional efectivo; entendiendo que el conflicto constitucional inter-poderes, justa y pertinentemente desarrollado, constituye un efectivo instrumento de protección y perfeccionamiento del poder del Estado. Fortalecer el poder legislativo y limitar a su justa y conveniente expresión el poder ejecutivo. La defensoría con mayores atribuciones y de elección popular. Replantear los colegios profesionales y sus deberes hacia la ética en cuanto valor social. Robustecer, bajo principios, el rol social del abogado, cuidando su formación profesional, promoviendo su comportamiento ético, fijando su responsabilidad social y fortaleciendo su función dentro del sistema de justicia, a los fines de preservar su dignidad y la de su profesión, hacia el rescate del abogado como coadyuvante hacia la justicia y contra la arbitrariedad del Estado. Establecer como principio constitucional la resolución de los conflictos sociales mediante acuerdos jurídicamente conciliados, restringiendo el litigio jurisdiccional a medio alternativo para la paz social –con todas las consecuencias que arrastraría tal criterio aguas abajo en la estructura  del sistema de administración de justicia, en la sociedad y en la cultura de la nación-. Viabilizar constitucionalmente el referéndum revocatorio, para que no sea inutilizado por estratagemas políticas. Desde la norma suprema iniciar el gran cambio del sistema de justicia, estableciendo definitivamente la verdad real, jurídica y sociológicamente considerada, como el fundamento de la justicia, por lo cual, la acción en justicia del Estado no se agota con la sanción del hecho específico, sino que debe comprender toda la circunstancialidad social cultural que lo enmarca. Erradicar la vindicta pública de la fundamentación de la acción penal. Despojar al poder judicial de la prerrogativa que se autoatribuye de derogar la normativa vigente y de extender su capacidad jurisprudencial más allá de lo estrictamente permitido por el control constitucional y la preservación fáctica del Estado de Derecho; en ese sentido, compaginar las facultades de los poderes legislativo y judicial, a los fines de resguardar el valor e imperio de la norma escrita. Blindar la voluntad popular manifestada por votación libre y secreta, para que revoque quien elige, el ciudadano, y no el órgano jurisdiccional, merced artilugios jurídicos-políticos. Racionalizar la convocatoria, elección, funcionamiento y fines de la Asamblea Nacional Constituyente, para que no sea el gazapo jurídico por el cual se pueda timar el poder soberano del ciudadano y echar por la borda la constitución, la democracia, el Estado de Derecho y la paz de la nación. Garantizar la inmunidad de los parlamentarios electos, desde su proclamación, a los fines de protegerlos de la rapiña política, en resguardo de la majestad del Poder Legislativo -en cuanto expresión de la voluntad popular-, de la integridad física y moral de los ciudadanos elegidos y en preservación de sus derechos políticos y  de los partidos o grupos políticos que los eligieron. Sobre todo debe consagrarse constitucionalmente otra forma razonar lo jurídico, de comprenderse el ciudadano respecto del fenómeno social  y del poder del Estado, en función del principio del derecho natural y de los Derechos Humanos; pero no con hermosos ni pretenciosos enunciados, sino en el desarrollo sistematizado de una estructura normativa conceptualmente acertada y funcionalmente eficaz.

En fin, se trata de construir todo un nuevo paradigma. A la puja entre las fuerzas conservadoras y las del cambio debe imponerse la racionalidad y la conciencia del real estatus existencial del ser humano, de los requerimientos evolutivos de las sociedades contemporáneas y del replanteamiento conceptual procedimental del Derecho, que exigen.  

Obra vasta que obviamente no es fácil, pero que indubitablemente debe iniciar algún día. Ojalá le alcance luz a nuestros ojos para verla, aunque sea en los retacitos dispersos que evolucionan nuestras sociedades, por la mezquindad intelectual con que se abordan sus problemas existenciales.



 Javier A. Rodríguez G.

EL HUMANISMO SOCIALISTA