El Derecho nace como respuesta racional a
necesidades fácticas existenciales, y desde esa circunstancialidad evolutiva
que lo caracteriza evoluciona hacia un estado de conciencia superior, hacia una
ponderación ética de la existencialidad humana.
Por ello, el Derecho en su transcurrir
histórico va configurando perspectivas que especifican, distienden, crean,
desechan y sobretodo descubren y transforman conceptos, criterios, valores y
principios, expresando una manera nueva de concebirse existencialmente el ser
humano, otra forma de conciliar su ser, suyo, propio, de cada uno, aquí y
ahora, con el ser de todos, en todo tiempo y
lugar.
De esa forma el Derecho, en cada
reconfiguración histórica pierde, crea , transforma y reordena sus
referenciales evolutivos, despojándose de esa linealidad mecanicista con que se
le pretende someter, para constituirse en expresión espiritual redentora de la
existencialidad de un ser condenado a aprender a existir existiendo; valga
decir, a vivir a cada instante la plenitud de una existencia perpetuamente
incompleta, y por eso, a la luz de su circunstancia evolutiva, él mira su
pasado para replantearse existencialmente, buscando comprender y comprenderse
en el maravilloso acontecimiento evolutivo que lo origina. Un ser humano que
tiene, gracias a su conciencia, la prodigiosa facultad de escapar de la
contingencia del presente para integrarse en una expresión histórica de su
existencialidad: la humanidad.
Sin embargo, la dinámica de esa
transformación histórica y cultural no se produce fluidamente, de forma pura y
simple, dado que la conciencia humana tiende a estabilizarla en realidades
asumidas que expresan una forma de ser y existir, en los paradigmas a los
cuales asirse como única realidad cierta y posible, que, en el caso del
Derecho, así como lo dotan de la estabilidad necesaria a su eficacia, también
pueden represarlo evolutivamente hasta los límites de la obsolescencia.
Es que las sociedades humanas desde siempre
se han aferrado a sus paradigmas existenciales; es cualidad que las posibilita
evolutivamente, de lo contrario se sumirían en el absurdo de perseguir un
futuro que siempre les huye, de pretender asir utopías que luego le estallan en
las manos cual pompas de jabón, de ir sin fundamento vivencial tras quimeras
que nunca alcanzan, cuya referencialidad termina siempre jaloneando sus
existencias hacia nuevas posibilidades, pero dentro de otras premisas, porque,
sí, es cierto que el impulso evolutivo mueve el quehacer humano, pero no hacia
un fin determinado, sino desde posibilidades existenciales hacia otros avatares
evolutivos, que, por provenir de realidades concretadas, vividas en su plenitud
posible, merced a cada paradigma, y por expresar su actualidad el único tiempo
existencial real disponible, necesariamente siempre habrán de ser mejores.
Así, seguramente los artistas de Altamira se
maravillaban en sus cuevas ante los logros de su cultura y veían dificultoso
avanzar más allá de los linderos de su concepción existencial. Luego y con
mayor razón, los Griegos creyeron haber logrado el modus videndi ideal,
alcanzando la cúspide de la organización social y política. Los romanos por su
parte, juraban ser originarios de sus lares y en su momento presumieron de
estar en la cumbre de la evolución social, merced su prodigioso sistema
jurídico y su soberbia estructura político social republicana, sin considerar
que ello es sobre todo una expresión espiritual, precisamente de lo que cada
vez más ellos menguaban. Y del renacimiento ni se diga; el participar de ese
portento cultural evolutivo de la humanidad tenía, debía de llevar a la
creencia, como lo afirmaron afamados eruditos, de la imposibilidad de mayor
grado de evolución social, política y científica.
Incluso los mayas y los incas creían haber
vivido ya hacía siglos el cenit de su
evolución, cuando en las decadencias de sus sociedades se sumían en el vórtice
del acontecimiento cultural del mundo occidental, el cual, por toda la riqueza
de culturas que expresa, en torno del fluido racional espiritual que lo impulsa,
con todos los defectos y vicios, muy humanos, que se le atribuyan, y quiérase o
no, constituye el gran paradigma cultural que referencia el grado evolutivo de
las sociedades humanas, bajo cuya égida el Derecho ha visto luz en todo el
esplendor que la actualidad evolutiva le potencializa, en parabién del ser
humano, de las sociedades y de la humanidad.
Más tarde, paradójicamente iniciaría el siglo
XIX con el problema existencial humano prácticamente resuelto. El universo
explicado irrefutablemente por Newton, demarcado el mundo por los linderos de
la galaxia, alcanzado el mayor grado de raciocinio, contingente, al transitar
evolutivo, y el conocimiento merodeando los linderos de lo cognoscible; pues
entonces todo se resumía al estatus de la conciencia respecto de la cima
evolutiva en donde se encontraban, para que desde allí la nación privilegiada
con semejante facultad -la alemana, por supuesto- iniciase un proceso cumbre de
potenciación de su grado de conciencia, la égida de la reconfiguración absoluta
de la evolución humana; alcanzando el sueño dorado del racionalismo: el ser
humano dueño de su existir, de su destino, de la naturaleza, del universo.
Tal concepción la expresaría magistralmente
Carlos Marx, cuando propuso una fórmula práctica, pretaporté, para revertir la
evolución y concretar la utopía de vida política y social; mutatis mutandis el
sueño de Moro y Campanella a la vuelta de la esquina; “La ciudad del sol” pero
sin Dios, que le estorba a la voluntad; sin Estado, pues su poder se ha hecho
conciencia colectiva; sin democracia, porque la comuna es una expresión
superior; sin Derecho, por ser instrumento de dominación y porque no habrá ni
injusticia ni opresión ni desigualdad. Por supuesto, enseguida sus seguidores
iniciaron, cual parlanchines con sus tónicos, a vender tal baratija conceptual
como la panacea para los males existenciales de una humanidad a la que le pesa
y a veces hasta le estorba su conciencia, por no comprender que no existe para
ella mayor posibilidad evolutiva que la del aquí y el ahora, con sus virtudes,
vicios, bondades, maldades, defectos, aciertos, errores, conocimientos,
ignorancias, creencias, esperanzas y fe; por no aceptar que solamente
existiendo puede aprender a existir.
Se habla de lo paradójico de tales criterios,
toda vez que también inicia ese siglo con una sucesión de descubrimientos
científicos que auguraban cambios radicales en el planteamiento existencial del
ser humano. No obstante la centuria concluyó con científicos de la talla de
Lord kelvin afirmando la imposibilidad de nuevos saberes en la física, mientras
otros por su parte le colocaban candado a la vía láctea, en cuanto único
universo existente. Esto apenas años antes de que un grupo de científicos, con
Albert Einstein a la cabeza, le dieran vuelco radical a la concepción de la
realidad y del universo, echando por la borda todas aquellas fórmulas que
sustentaban el paradigma existencial que se agrietaba en sus cimientos.
Y es dentro de ese marco evolutivo y los
acontecimientos subsiguientes, que el Derecho referencia su transformación más
drástica, pues hasta ese momento, concebido en Roma, ilustrado por Grecia y
perfeccionado por Europa, lo que restaba era sintetizarlo en expresiones
ajustadas a esa cúspide del conocimiento alcanzada por la humanidad en ese
siglo.
Desde tal criterio el Derecho no se creaba,
se copiaba. Esencialmente formalista, ahondar en el trasfondo social y la
naturaleza jurídica de la norma era inoficioso. Fundamentalmente fáctico,
cualquier cuestionamiento ético axiológico resultaba extraño a su eficacia
instrumental. Conceptualmente completo, solamente quedaba desarrollar esa
maravillosa obra jurídica romana.
Contradictoriamente sería el mismo paradigma
cientificista, que menosprecia a la ciencia jurídica y niega la “universalidad”
del Derecho, quien, con la ampliación del horizonte existencial del ser humano,
le abriría las compuertas para el cuestionamiento de sus verdades, y desde allí
forzarlo a replantearse su verdadera naturaleza, la más auténtica, ética y
universal de todas.
De “El origen de las Especies” al Derecho
Natural
A mediados de ese siglo XIX, una teoría revolucionaria
plasmada en una obra científica magistral, trastocaría los cimientos de toda la
estructura cultural humana, con efectos que aún hasta la actualidad no se han
asimilado en su verdadera magnitud: “El origen de las Especies”. Que al
plantear la evolución del ser humano desde ancestros comunes al de otras
especies, incluso, desde un ser primigenio del que derivan todas las formas conocidas
de vida; engendraba un cuestionamiento existencial radical del ser humano, y
junto con él, de la sociedad y del Derecho.
La influencia de la teoría evolucionista en
la reconceptualización del Derecho es inmensa. Pues, si el ser humano y sus
sociedades constituyen solamente una probabilidad existencial, luego entonces,
el Derecho, probabilísticamente es posible en todo tiempo y en cualquier lugar;
y, por tanto, debe tener un origen allende la racionalidad humana, común al
universo. Y si el Derecho no es potestad exclusiva de ningún ser vivo, sino que
él manifiesta un estatus de conciencia racional evolutivamente común al todos,
independientemente de quien circunstancialmente la exprese; entonces, su sujeto
no puede ser solamente el ser humano, pues todos los seres vivos participan de
él en diferentes grados. Y siendo así, el Derecho constituye esencialmente una
expresión ética ante el fenómeno existencial en base a los principios fundamentales
de justicia, igualdad y libertad, manifestada históricamente por medio de
instrumentos racionales-conceptuales y procedimentales-prácticos, que lo
concretan fácticamente en cada circunstancia evolutiva.
Tal verdad apenas viene siendo asimilada en
rudimentos por las legislaciones contemporáneas. Todo porque su aprehensión
conceptual exige un replanteamiento radical de la ciencia jurídica,
redefiniendo y desechando conceptos, y con ellos, los procedimientos y técnicas
que los posibilitan.
Porque al final es en la actitud ante el
conocimiento en lo que está rezagada la ciencia jurídica respecto de las demás
ciencias contemporáneas. Es la égida que inició Francis Bacón, entre otros
“empiristas”, al plantear que la lógica y el razonamiento, antes de deberse a
la justificación del conocimiento, como pretendían los aristotélicos, debían ir
por lo conocido y hacia nuevo conocimiento; anunciando la irreverencia ante el
saber, a lo que desde otra visión se sumaría luego Descartes y compañía
racionalista.
Siendo esa irreverencia ante lo conocido lo
que debe caracterizar a la ciencia, y que tanto le cuesta sostener, merced a
los paradigmas a los que tiende a aferrarse más allá de lo racional y
evolutivamente pertinente.
Paradójicamente hoy, cuando el alto desarrollo
científico y tecnológico impera en las sociedades humanas, lo ciencia y la
espiritualidad se han acercado hasta los límites en donde los dogmas religiosos
se resquebrajan, y la negación “científica” de la existencia de Dios, como
nunca se pone en entredicho.
Todo por culpa de Einstein, Planck, Born y
compañía, que han enrevesado y hecho tan abstracto un “mundo” que estaba
perfectamente explicado, hasta en lo que faltaba por explicar. Así, la teoría
de la relatividad ha hecho un tiempo estirable, encogible y creable, con todas
las propiedades para ser eterno, entonces ¿cómo queda el tiempo de
Dios? Por su parte las teorías cuánticas pintan un mundo tan irreal que Zenón
estaría perplejo, con una realidad que es y no es, con objetos que no están en
ningún lado, pues pueden estar en todos; con un universo “entrelazado” vibrando
armoniosamente, en niveles y consecuencias apenas vislumbrados, y además
repleto de “energía oscura” y “materia
oscura”, que “se sabe” que existen pero no se sienten, ni ven, ni se miden, ni se
tocan…, entonces ¿cómo queda la espiritualidad, que se percibe, se aprehende y
se vive? Ni se diga del enigma de la dimensión y forma del universo ¿o
universos?; ni de los “agujeros negros”, que no se sabe dónde terminan ni hacia
dónde van; ni del descubrimiento, lectura y manipulación del código genético de
la vida…, el científico haciendo de Dios, él, que vive máximo cien años, y que
en conjunto si mucho existirán lo que le reste de vida al sol, entonces ¿cómo
queda el Dios eterno?
Con todo eso, al menos el beneficio de la
duda debería concederse a la existencia del derecho natural.
La Revolución del Conocimiento
Cabe hacer un inciso para bosquejar el asunto
del conocimiento, en cuanto factor fundamental de cualquier proceso de
transformación del sistema jurídico.
El conocimiento indica el grado de
percepción, aprehensión, comprensión, valoración y actuación respecto de los
fenómenos y de la realidad que subyace a ellos. Por lo tanto, la “realidad”
cambia con el saber, y el saber se potencializa en cada realidad, conformándose
así la paradoja, en el ser humano, que cuanto más conoce, más necesita conocer,
y cuanto más “simplifica” su existir, más complejo se le hace.
Durante millones de años el conocimiento tuvo
un propósito fundamentalmente práctico,
de pura y llana sobrevivencia, y por eso, de una cualidad evolutiva
extraordinaria, pues para conocer el ser humano se hacía más inteligente, y
siendo más inteligente, necesitaba conocer más.
Los griegos constituyen la primera expresión
de reflexión colectiva y sistematizada de los seres humanos, ante una realidad
contradictoria, paradójica e incognoscible en sí misma; cuya conciliación con
la verdad de la razón determinaría la filosofía griega y definiría los radios
de acción del conocimiento en adelante. Para ellos, era poco lo por conocer y
mucho lo por comprender, explicar y fundamentar; por eso el conocimiento se
sacralizaba, tanto, que sus líneas de pensamiento eran objeto de culto
intelectual. Sus leyes eran herramientas racionales imperfectas que expresaban
a la ciudad y sus necesidades de vida inmediata. Los griegos vivieron como se
sentían ante el mundo: engañados por la realidad; de ahí las peculiaridades: De
su estructuración política, reducida a pequeñas ciudades-estados, casi siempre
conflagradas entre ellas, aún cuando atesoraban los criterios existenciales universales que
fundamentarían la cultura occidental. De su “democracia” formulada para
mantener el especialísimo orden social ateniense, medio ambiente propicio al
desarrollo de su filosofía. De su menguado desarrollo institucional, visto con
desdén. De su justicia, escindida en dos, una “legal”, que posibilitaba las
“peculiaridades” de la estructura social, sin mayor conflicto ético ni
lógico-racional; y otra justicia “natural”, capaz de sustanciar ética y
racionalmente a la primera. De las
“excelentes” leyes que producían, y que ha decir de Aristóteles, no las usaban…
Con los romanos, en cambio, el conocimiento
vuelve a su sentido práctico, empero racionalizado en un propósito realísticamente
transcendente del ser social hacia una intención de vida. Las leyes para ellos
expresaban a la nación, en cuanto manifestación de la conciencia de un origen y
destino en común, porque, a diferencia del griego, la grandeza del romano no
estaba en él, sino el ser social; por lo que la institucionalidad constituía un
medio de perpetuación histórica. Para ellos la filosofía –prestada de Grecia-
era subsidiaria de las necesidades jurídicas, y la “juricidad” –propia del
romano-. el fundamento de la vida social Siendo ese carácter predominantemente
fáctico lo que le da la impronta de “pragmático” al Derecho romano,
extraordinariamente útil evolutivamente en su momento, pero que le ha venido
pesando cada vez más hasta nuestros tiempos.
Más tarde el renacimiento juntó todo el saber
clásico para fundamentar una nueva forma de concebirse existencialmente el ser
humano y de plantearse el conocimiento. Ahora se hurgaba en la realidad y luego
se explicaba lógica y racionalmente dentro de una estructura filosófica siempre
en construcción, o, se preconcebía perfectamente esa estructura filosófica para
cuadrar la realidad en ella. En el intermedio entre ambas posturas estaba el
germen de la ciencia moderna. Con el conocimiento ya desacralizado, el cuestionamiento
del ser humano y su existencialidad perfiló a las sociedades hacia logros
políticos, sociales, jurídicos y
culturales que demarcarían definitivamente la modernidad. Las leyes para
el renacentista expresaban al individuo, en cuanto productos de su naturaleza
racional. El renacimiento inició la gran revolución del conocimiento que
caracteriza a la modernidad; sin embargo el saber, en su generación y
estructuración, continuó empaquetado y servido a la carta,
Ante eso, faltaba el punto de rotura,
metodológicamente, entre el conocimiento de la realidad y la valoración crítica del sujeto cognoscente,
a los fines de dotarlo de “objetividad” y convertirlo en información; es decir,
en datos valorables, integrables, comparables y descartables desde diferentes
sujetos, estructuras de pensamiento y perspectivas de la realidad, en la
actualidad o en el devenir. Lo cual metodológicamente es portentoso, pues hace
del conocimiento prenda común del investigador, de la sociedad y de la
humanidad, y por tanto, conformante de un patrimonio intelectual que se
potencializa en cada actualidad evolutiva.
Ahora, lógicamente esa transformación del
espíritu científico no se produjo de forma pura y simple, siendo la puja
conceptual histórica la que ha venido configurando el paradigma positivista
cientificista, hasta el punto de que hoy, aunque “todos” reprochan ser tildados
de positivistas, ninguno puede investigar o descubrir o teorizar o crear o
proceder sin él. Porque el conocimiento, independizado del sujeto, se fracturó
en tantos fenómenos y sus particularidades trataba; configurándose en “data
científica” valiosa por sí misma, aunque careciese de utilidad intelectual
inmediata, por su incapacidad, actual, para ser comprendida en estructuras de
racionamiento superiores que la explicasen y justificasen. Bajo tales criterios
se configuraban el científico y la
ciencia contemporáneos.
El impulso que le dio el positivismo a la
ciencia no tiene parangón, no solamente desde el punto de vista metodológico
procedimental, yendo a la realidad en sí misma, a la especificidad de las
especificidades, sino también, desde la eficacia epistemológica, al confluir
sobre un mismo objetivo científico diferentes metodologías, formas, capacidades
y estructuraciones del pensamiento, de la materia que se trate y de
cualesquiera otras, presentes o futuras.
Hoy el problema de la investigación
científica está determinado por el acceso a la tecnología. El conocimiento
cualificado tecnológicamente es un privilegio de muchos, pero al que pocos
pueden acceder en sus altos niveles de especialización. Empero, la
disponibilidad tecnológica no puede ser la excusa para la mengua del espíritu
investigativo en las sociedades emergentes, pues si algo evidencian los
descubrimientos científicos de la humanidad, es que sus productos racionales
superan con creces la base real cognoscitiva y tecno-científica que
expresan.
Porque, igual que el “rompecabezas”, donde
cada pieza trasciende su propio significado hacia una identidad con la
conformación del todo; el mayor reto
para la ciencia radica en el establecimiento de la identidad ontológica de sus
objetos; siendo en esto donde agota sus recursos metodológicos y alcanza sus
límites racionales, por implicar el considerar entidades inmateriales que están
fuera de su alcance cognoscitivo.
Precisamente desde allí parte la ciencia
jurídica para objetivar socialmente conceptos tan sublimes como la justicia,
libertad e igualdad, y con ellas, revelar el derecho natural que subyace en la
naturaleza de los seres vivos, y que la razón revela al ser humano como derechos intrínsecos a su
ser. Por eso la ciencia jurídica debe decidir de una vez por todas si continúa
en el limbo, entre los criterios de una ciencia “natural” que la menosprecia y
le niega su cualidad científica, y un derecho natural que le exige ser
reconocido como fundamento de la juricidad.
La elección resulta más que obvia. Con el
reconocimiento y desarrollo formal del derecho natural, que ya de hecho y bajo
diversas excusas conceptuales viene ocurriendo, la ciencia jurídica daría un
salto gigantesco en la evolución científica: el reconocimiento de la dimensión
espiritual; que la ciencia natural no ha podido refutar, al contrario, sus
descubrimientos llevan a presunción de una multidimensionalidad en el universo.
Es que aún siendo errado tal criterio, el
beneficio para los seres humanos, las sociedades, el ambiente y la vida, sería inmenso. Es que, si no es el
derecho natural, se parece tanto a los derechos que desde el plano ético
espiritual deberían regir a los seres que expresan el acontecimiento
existencial más maravilloso del universo: la vida. Total, si se acepta que en
el universo existen leyes y principios de todo tipo, entonces ¿por qué no puede
tener sus leyes la vida y su expresión más sublime y encumbrada: la vida
racional? Al respecto se pudiera alegar: -sí las tienen, creadas por la misma racionalidad-. Pero entonces, para
que pudiera ser así, sin entrar en otras
consideraciones, la racionalidad humana debería ser hasta y desde aquí, la
única posible; pues de lo contrario, conforme a las características de la
generación, evolución, condiciones y probabilidades de la vida en la tierra, de
la cual la racionalidad humana es expresión; entonces resultaría
probabilísticamente imposible que en cualquier espacio-tiempo del universo no
vuelva alguien a invocar libertad, justicia, igualdad y paz. También se podría contra-argumentar
que: -todas serían expresiones localizadas- Pero ¿acaso no se expresan
localmente los fenómenos de la física? y sin embargo se producen de igual forma
en diferentes puntos de universo. ¿Por qué no puede ocurrir lo mismo para las
leyes naturales del plano existencial espiritual? Además ¿si la física cuántica
plantea el “entrelazamiento cuántico”, por qué la ciencia jurídica no puede
reconocer un vínculo o “entrelazamiento” de la vida con una dimensión
espiritual, concretado en su expresión superior por vía de la racionalidad?
En definitiva, la ciencia jurídica tiene
fundamentos para estructurar el nuevo pensamiento jurídico contemporáneo, y así
ensamblar –como la “ciencia natural” por sus características no puede- un mundo
científica, humanista y espiritualmente
más sensato, coherente, justo, igualitario y pacífico.
El Paradigma Positivista. Mal social
sobrevenido.
Fue el divorcio entre la criticidad ética y
el conocimiento científico, mejor dicho, su separación más allá de lo estrictamente metodológico,
configurando una forma de actuar la ciencia y de vivirla la sociedad, acríticamente
y sin cuestionamiento ético alguno, lo que ha devenido evolutivamente en el
azote del paradigma positivista a las sociedades contemporáneas. Es lo que
viene despertando las conciencias del mundo desde mediados del siglo pasado,
luego de que la mal llamada “sociedad del conocimiento” se estrenara con dos
guerras “mundiales” y dos bombas que atrozmente advirtieran la capacidad real
del ser humano para autoextinguirse. Terminando ese siglo, con la reflexión
ética respecto del rol de la ciencia y la tecnología en la existencialidad del ser
humano y de sus sociedades, consagrada como “mea culpa” en la “Declaración del
Milenio”.
Ahora son la lógica, racionalidad, ética y
espiritualidad del ser humano, las que buscan colocar en sus justos y
pertinentes lugares el desarrollo científico y tecnológico, y la vida política,
que debe considerarlos.
Actualmente las sociedades contemporáneas
viven una auténtica revolución del conocimiento, ya al fin el saber está
saliendo de los claustros académicos para constituirse en patrimonio
auténticamente común del ser humano, democratizando como nunca su usufructo y
potenciando inimaginablemente su capacidad de descubrir, explicar y comprender
la realidad; a tal grado de abstracción, que incluso ha creado su propia
realidad virtual. Porque: Tenían razón los renacentistas, al hacer de lo humano
el epicentro del conocimiento. Acertaron los griegos, pues, descubra lo que
descubra el ser humano, la realidad no le será al final sino construcción
intelectual. Los romanos actuaron con sabiduría -a diferencia de los griegos,
que eran sabios- al pretender armonizar fácticamente su ser con la realidad, en
una existencia social evolutivamente posible, configurando para ello el Derecho
y la institucionalidad política que lo posibilita. No se equivoca la ciencia al
tratar de aprehender cognoscitivamente la realidad cuanto más compleja y
abstracta ésta se le hace, pues es la única vía posible para entender y
comprender la existencialidad humana y del universo.
En descargo de todo ello, la enseñanza del
Derecho debe cambiar radicalmente. Los pensa de estudio exigen su
transformación radical. La pedagogía y la didáctica han de ser otras. Los
contenidos deben andar enseñoreados, como debe ser, pero no en los recintos de
unos, sino por las calles de todos; para que ya sea no privilegio académico el memorizarlos, sino el
comprenderlos, en una visión sinérgica y holística de la ciencia jurídica, que
posibilite un mejor existir del ser humano y sus sociedades, en el instante
existencial que les permite la evolución.
El “Derecho Natural” y los Derechos Humanos
Y es dentro desde esa égida de la ciencia
contemporánea, que la ciencia jurídica debe enmarcar su transformación. En
concreto, el iuspositivismo, postura teórica-filosófica propia del Derecho, no solo debe volver al
sentido y valoración de lo humano, perdidos; sino que ya es hora de que dé paso
a un criterio evolutivo superior: el derecho natural; nuevo, fresco,
consustanciado con la realidad evolutiva de la humanidad y del Derecho, en
específico.
Dentro de ese acontecer renovador del
Derecho, iniciado desde la modernidad, ha ocurrido en los tiempos
contemporáneos un suceso trascendental a la ciencia jurídica y a la
conceptualización de la política y las sociedades humanas: el reconocimiento de
derechos intrínsecos al ser humano; vislumbrado en la “Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano”, en ocasión de la revolución francesa de
1789, y expresado definitoriamente en 1948 como la moraleja de la segunda y
ojalá última “guerra mundial”: la “Declaración Universal de los Derechos
Humanos”.
De manera que ya con el afincamiento
definitivo, de facto, del “derecho natural”, los Derechos Humanos han pasado de
ser “excentricismo” jurídico para constituir el fundamento del nuevo paradigma
del Derecho que despunta con el milenio que nace. Son los Derechos Humanos la
punta de lanza de esa nueva forma de concebir, de proceder y de ubicarse
existencial y éticamente el ser humano respecto de lo jurídico, pues más allá
de facultad legal, le son cualidad existencial.
En los albores del tercer milenio, luce necio
y torpe defender la primacía del positivismo jurídico, y más aun volver al
dilema clásico iusnaturalismo vs iuspositivismo. Ya existe vastísima evidencia
y argumentación como para que el
iuspositivismo vaya haciendo testamento y escribiendo epitafio; sin mengua de
sus valiosos aportes a la ciencia jurídica, porque al final es su
transformación lo que exige la evolución.
Ahora existe la razón de un “derecho natural”
pre-jurídico, o no formalizado jurídicamente, que se expresa en derechos
inalienables, preexistentes, preeminentes y progresivos ínsitos a la naturaleza
existencial de los seres humanos, que fundamentan la juricidad del Estado, la
consustancian con la totalidad del acontecimiento social y la reorientan hacia
su verdadero propósito: la posibilitación existencial del ser humano, en términos de justicia, libertad, igualdad y
paz social.
Eso por supuesto obliga al replanteamiento
total del historial evolutivo del Derecho. Ya la monumental obra romana no es
punto de inicio sino referente evolutivo de una razón natural cargada por el
ser humano desde siempre en su ser social. Es que es tan inmenso el significado
evolutivo de los Derechos Humanos, que amenaza con derrumbar, y de hecho lo
está haciendo ladrillo a ladrillo, todo el fundamento teórico conceptual
político, jurídico, sociológico y cultural del mundo humano contemporáneo.
Debe insistirse, el problema respecto del
derecho natural no son los bucólicos enunciados para adornar o “humanizar” la
ley. El asunto es que con el
reconocimiento formal de la existencia del derecho natural, en los términos de
lineamientos existenciales generales éticos, de justicia, libertad e igualdad,
revelados por la razón y expresados como
los fundamentos auténticos de la juricidad,
que los reconoce y desarrolla en todas las expresiones de la
institucionalidad jurídica; constituye un cambio tan sustancial en lo jurídico,
político, social, económico, sociológico, científico, ambiental y cultural, que
el paradigma iuspositivista siente
amenazado su cetro ante esa nueva perspectiva jurídica.
Ya existe un basamento de la estructura
normativa, una razón natural de la juricidad, que hubo estado con el ser humano
desde siempre, en esa intuición de que su existir va más allá de la inmediatez
y límites de su ser individual, hacia un ser social que lo redime y posibilita
en plenitud, y que al fin se le revela como acto de conciencia, de justicia, de
igualdad, de libertad y de paz. Como en todas las cosas, solamente fue cuestión
de tiempo el comprenderlo.
Ese es el karma del ser humano: aprender a
vivir viviendo. O sea, aunque le cabe todo el universo en su conciencia, él
necesita vivir el error para poder hallar respuestas existenciales, que a su
vez le plantean otros retos cognoscitivos y vivenciales de mayor complejidad y
abstracción, configurando esa fuente inagotable de incertidumbre existencial
que motoriza la evolución humana.
Cuando la Necesidad y el Cambio, Esperan
A la luz de los criterios expuestos, los
sistemas jurídicos de nuestras sociedades lucen irrefutablemente obsoletos. No
se está ni en el tope ni en el centro ni en ninguna parte específica de la
evolución de la ciencia jurídica, sino tan solo en una expresión probabilística
de esa evolución; eso sí, con un desfase significativamente aberrante entre el
conocimiento y su implementación practica.
En concreto, el sistema jurídico venezolano
se ha ido sumiendo en el despropósito de una estructura conceptualmente en
escombros, funcionalmente desorganizada, científicamente desubicada,
humanísticamente divorciada, políticamente pervertida, epistemológicamente
extraviada, ontológicamente perdida y éticamente prostituida.
Es que hacer Derecho no se trata solamente de
yuxtaponer leyes o de emperifollar criterios tecno-jurídicos o de simplemente
conformarse con lo promediamente bueno que pueda lograrse. Necesario es
desarrollar una estructura lógica, racional y espiritual que sistematice
jurídicamente el inmenso background de conocimientos científicos, experiencia
política, evolución humanística y desarrollo social, tecnológico y cultural, en
función de posibilitar la convivencia plena y pacífica del ser humano en
sociedad.
La primera condición para avanzar hacia la
transformación efectiva del sistema jurídico, es asumir con humildad la
necesidad del cambio. La segunda es plantearse el problema en términos
absolutos, sin cortapisas ni medias tintas justificatorias ni dilatorias: El
sistema jurídico no sirve, no funciona, está obsoleto a la realidad social.
Para poder así desechar lo malo, perfeccionar lo regular y aprovechar al máximo
las bondades de la actual estructura; que a lo mejor sean más de las que
aparenta, siendo solamente que carecen del aglutinante conceptual racional,
espiritual y evolutivamente validado, que las cohesione al propósito social en
común.
Porque, igual que el poseer madera fina,
trastes, clavijas, cuerdas y herramientas apropiadas no hace al lutier, y mucho
menos a su obra; asimismo, la existencia de criterios correctos, fundamentos
conceptuales extraordinarios y leyes jurídicamente novedosas, no concluyen
necesariamente en una estructura jurídica eficaz, si no media la capacidad de
someterlos a una razón y espiritualidad superior que los integre en un
propósito sinérgico común.
Y así como el
lutier no puede comenzar desde las chapuzas del profano, pues su obra es
expresión integral, material, racional y espiritual, que empieza desde las
primeras caricias con la noble madera hasta las afinadas notas que timbran los
sentimientos más íntimos y profundos, en un proceso que nunca se agota. También
así, la transformación del sistema jurídico debe constituir un quehacer
integral que inicie desde sus fundamentos una nueva expresión existencial del
Derecho, que lo legitime evolutivamente, y sobre todo, que sea capaz de ser
vivida y aprehendida espiritualmente por el ciudadano.
En tal sentido, entre una de las tantas
cosas, debe aceptarse definitivamente la imposibilidad de sostener la teoría
del “contrato social” en cuanto fuente del
poder del Estado y en tanto expresión de la voluntad de un sujeto que,
venido de un “estado natural” primigenio, cede, relativiza, “hipoteca” su
libertad, igualdad y justicia absolutas, en aras de la satisfacción de sus
necesidades existenciales. Resulta en perogrullada afirmar la torpeza evolutiva
de tales criterios, y la necesidad de transformar radicalmente la concepción de
soberanía, libertad, justicia, igualdad, sociedad y del Estado, y con ellos,
del Derecho.
También debe considerarse, que el principal
aporte del derecho romano es haber planteado y desarrollado la objetividad de
la norma jurídica; valga decir, haberla independizado de la voluntad de los
sujetos y de los grupos del poder político para constituirla en prenda común
del ciudadano, y por ende, desarrollable metódicamente en una estructura jurídica
cuyo fundamento, desplegado evolutivamente desde la nación hacia la persona y
el conocimiento, institucionalmente cierto, inmediato y posible, que tenga de
su imperio. Porque el Derecho es esencialmente un estado de conciencia y una
expresión espiritual, y si eso no se comprende ni se actúa en consecuencia,
ineluctablemente pasa lo que a los romanos, cuando extraviaron la conciencia de
lo jurídico, las leyes se hicieron inútiles a la sociedad.
Precisamente es la conformación de esa
conciencia y espiritualidad de lo jurídico, lo que ante todo debe pretenderse.
Y para ello es primordial, en conjunto con la transformación
conceptual-procedimental, restituirle institucionalmente al ciudadano el
conocimiento de la ley, y con ello, la posibilidad de comprenderse en cuanto
sujeto de derechos y deberes. Lo que exige la restructuración radical del
proceso de creación de las leyes, restringiendo el “jurisprudencialismo”
desbocado y solventando la mora del Poder Legislativo en la simplificación,
actualización y racionalización del ordenamiento jurídico. Y lo principal,
configurar institucionalmente un sistema legal capaz de retroalimentarse
eficazmente con los requerimientos normativos del ente social, principalmente
los planteados por vía jurisprudencial, a los fines de investir de legalidad al
ciudadano; es decir, que éste aprehenda la norma como un valor social cierto y
vivible, usufructuable existencialmente; despojando al “ordenamiento legal” de
ese carácter cuasi formulario, anárquico, desordenado, asistemático y
jurídicamente torpe, que al alejar la norma de la conciencia ciudadana, la
priva de autoridad y la pervierte en hecho de fuerza; creándose en el ciudadano
el antivalor del anti-Estado, que caracteriza a nuestra sociedad.
En definitiva, el derecho romano, dentro de
la trascendencia del espíritu jurídico
que subyacía a la inmediatez de su pragmatismo, portaba el germen de su transformación, solo que ello
estaba fuera de su tiempo evolutivo.
Tuvieron que transcurrir dos mil quinientos años, desde aquella naciente
pequeña república que grababa en tablas sus incipientes normas, para que en
esta actualidad histórica se planteen transformaciones ya intuidas en esos
tiempos por personales como Cicerón, y que son ahora radicales, por la deuda
evolutiva acumulada.
Por necesidad política, social e histórica,
los romanos se alinearon con la escisión clásica de la justicia verdadera en
“justicia legal” y justicia “natural” o “equidad” -tal vez fue esa una de las
causas de la fragilidad y derrumbe de su
república- aunque ya ellos en su tiempo iniciaron el transitar evolutivo que ha venido
construyendo una justicia más equitativa, y por ello, más justa.
Hoy las sociedades y la ciencia jurídica
pueden permitirse plantear y desarrollar una justicia más justa, desde una
perspectiva consustanciada con el ser humano, y por ende, con otra
dimensionalidad respecto de lo legal; que es lo que exigen las estructuras
jurídicas de los Estados en sus procesos de transformación.
Tips para el Cambio
El derecho civil, sus instituciones,
conceptualmente torpes y procedimentalmente lerdas, ameritan ser reformadas;
tanto en la naturaleza jurídica y fundamentos filosóficos como en las
concepciones tecno-científicas e instrumentales a su eficacia social.
Reconceptualizar y redefinir la persona, la familia, el matrimonio, el
divorcio, la propiedad, los contratos, las sucesiones…, desde criterios éticos,
científicos, tecnológicos, teológicos, sociológicos e históricos evolutivos,
cimentados en las nuevas dinámicas y abstracciones del mundo contemporáneo; y
en consecuencia, simplificar, agilizar y sobre todo racionalizar los procesos y
procedimientos. Eliminar definitivamente el inmenso túmulo de “bagazo”
conceptual que restringe su eficacia social.
El derecho del Trabajo muy timoratamente ha
venido remozando sus fachadas, pero queda mucho por hacer en sus fundamentos.
Requiriendo la reconceptualización del trabajo y del significado sociológico de
la empresa, un nuevo enfoque respecto de la clásica división
patrono-trabajador, con todo lo que de ello derive, además del desarrollo
normativo de las novedosas relaciones laborales debidas a las “sociedades
virtuales” creadas por las tecnologías de la comunicación.
Mientras evolutivamente el comercio mundial
avanza en jet supersónico, el derecho mercantil se mueve a lo sumo en
bicicleta. Necesario es darle respuesta a las exigencias sociales ante la
flagrante ineficacia funcional de las compañías y de los instrumentos
mercantiles tradicionales. La adecuación imperativa a los caracteres y
exigencias especialísimas del comercio electrónico, gracias al desarrollo de
plataformas comunicacionales mundiales que han creado un “mundo” virtual
paralelo, con sus propios grupos sociales y una nueva categoría de interrelaciones
sociales, culturales y comerciales.
El derecho penal a-penas ha hecho algunos
cambios de relativa importancia, pero es muchísimo lo que resta por hacer. Su
fundamentación ontológica ha de ser otra. El debido proceso debe ser, sin
tapujos conceptuales ni dobleces éticos, un verdadero derecho y garantía,
resguardando irrestrictamente la dignidad y Derechos Humanos del ciudadano,
desterrando definitivamente al Estado represor. Erradicar de una vez por todas
el criterio troglodita de la “vindicta pública” como fundamento de la acción
penal. La lógica, racionalidad y carácter ético de la conceptualización,
delimitación y establecimiento de los procedimientos y sanciones, han de ser
reformulados, sin prejuicios, con base al desarrollo cultural-espiritual y al
saber científico, que están cambiando radicalmente la forma de comprender y
comprenderse el ser humano en las complejidades de su existencialidad.
Abandonar esa actitud bucólica, por no decir pacata, rousseauniana, ante el
fenómeno social del delito, para abordarlo realistamente y sin prejuicios con
base en el nuevo paradigma que se expone.
El derecho procesal exige en sus distintas
materias cambios radicales en su dinámica. Resulta absurdo que ante los niveles
de abstracción en que se desenvuelve la existencia del ser humano y las
sociedades actuales, y del desarrollo exponencial de la tecnología, todavía
gran parte de los procedimientos permanezcan anclados en formas obsoletas de
actuación procedimental y valoración probatoria. Ni se diga del manejo del
tiempo, que no se corresponde con la dinámica acelerada de las sociedades
actuales. No puede ser que un
procedimiento “breve” dure hasta más de tres años. En tal sentido es pertinente
concretar los lapsos y dotar de
auténtica lógica y racionalidad jurídicas a los procedimientos, para reducir a
su mínimo tolerable las afamadas “tácticas dilatorias”, que no expresan sino
las incoherencias, perversiones y asistematicidad funcionales, amén de las
carencias conceptuales, de una estructura jurídica teleológicamente extraviada;
valga decir, cerrada hacia sí misma, ahogada en tecnicismos y formalismos
innecesarios que la divorcian de su auténtico fin: posibilitar la vida social
viviblemente justa, igualitaria, libre y
, por ende, pacífica
En cuanto a los “derechos especiales”,
necesario es categorizarlos y preservar la especialidad de los que lo ameriten,
y el resto integrarlos debidamente a sus correspondientes materias generales.
Respecto del derecho constitucional. Frente al principio de cooperación entre los poderes, prevalecer la responsabilidad y
el cumplimiento del deber institucional, a los fines de erradicar la aberrante
“solidaridad automática” entre los órganos del poder público, promoviendo el
control constitucional efectivo; entendiendo que el conflicto constitucional
inter-poderes, justa y pertinentemente desarrollado, constituye un efectivo
instrumento de protección y perfeccionamiento del poder del Estado. Fortalecer
el poder legislativo y limitar a su justa y conveniente expresión el poder ejecutivo.
La defensoría con mayores atribuciones y de elección popular. Replantear los
colegios profesionales y sus deberes hacia la ética en cuanto valor social.
Robustecer, bajo principios, el rol social del abogado, cuidando su formación
profesional, promoviendo su comportamiento ético, fijando su responsabilidad
social y fortaleciendo su función dentro del sistema de justicia, a los fines
de preservar su dignidad y la de su profesión, hacia el rescate del abogado
como coadyuvante hacia la justicia y contra la arbitrariedad del Estado.
Establecer como principio constitucional la resolución de los conflictos
sociales mediante acuerdos jurídicamente conciliados, restringiendo el litigio
jurisdiccional a medio alternativo para la paz social –con todas las consecuencias
que arrastraría tal criterio aguas abajo en la estructura del sistema de administración de justicia, en
la sociedad y en la cultura de la nación-. Viabilizar constitucionalmente el
referéndum revocatorio, para que no sea inutilizado por estratagemas políticas.
Desde la norma suprema iniciar el gran cambio del sistema de justicia,
estableciendo definitivamente la verdad real, jurídica y sociológicamente
considerada, como el fundamento de la justicia, por lo cual, la acción en
justicia del Estado no se agota con la sanción del hecho específico, sino que
debe comprender toda la circunstancialidad social cultural que lo enmarca.
Erradicar la vindicta pública de la fundamentación de la acción penal. Despojar
al poder judicial de la prerrogativa que se autoatribuye de derogar la
normativa vigente y de extender su capacidad jurisprudencial más allá de lo
estrictamente permitido por el control constitucional y la preservación fáctica
del Estado de Derecho; en ese sentido, compaginar las facultades de los poderes
legislativo y judicial, a los fines de resguardar el valor e imperio de la
norma escrita. Blindar la voluntad popular manifestada por votación libre y
secreta, para que revoque quien elige, el ciudadano, y no el órgano
jurisdiccional, merced artilugios jurídicos-políticos. Racionalizar la
convocatoria, elección, funcionamiento y fines de la Asamblea Nacional
Constituyente, para que no sea el gazapo jurídico por el cual se pueda timar el
poder soberano del ciudadano y echar por la borda la constitución, la
democracia, el Estado de Derecho y la paz de la nación. Garantizar la inmunidad
de los parlamentarios electos, desde su proclamación, a los fines de
protegerlos de la rapiña política, en resguardo de la majestad del Poder
Legislativo -en cuanto expresión de la voluntad popular-, de la integridad
física y moral de los ciudadanos elegidos y en preservación de sus derechos
políticos y de los partidos o grupos
políticos que los eligieron. Sobre todo debe consagrarse constitucionalmente
otra forma razonar lo jurídico, de comprenderse el ciudadano respecto del
fenómeno social y del poder del Estado,
en función del principio del derecho natural y de los Derechos Humanos; pero no
con hermosos ni pretenciosos enunciados, sino en el desarrollo sistematizado de
una estructura normativa conceptualmente acertada y funcionalmente eficaz.
En fin, se trata de construir todo un nuevo
paradigma. A la puja entre las fuerzas conservadoras y las del cambio debe
imponerse la racionalidad y la conciencia del real estatus existencial del ser
humano, de los requerimientos evolutivos de las sociedades contemporáneas y del
replanteamiento conceptual procedimental del Derecho, que exigen.
Obra vasta que obviamente no es fácil, pero
que indubitablemente debe iniciar algún día. Ojalá le alcance luz a nuestros
ojos para verla, aunque sea en los retacitos dispersos que evolucionan nuestras
sociedades, por la mezquindad intelectual con que se abordan sus problemas
existenciales.
Javier A. Rodríguez G.