miércoles, 9 de junio de 2010

LOPNA. UN NUEVO PARADIGMA



En una sentencia del TSJ publicada en este sitio (Tecnoiuris.com), la frase del juzgador: “… cuando si bien es cierto el derecho constitucional a ser oídos de los niños pudo haber sido violado…”, llamó poderosamente la atención y motivó los planteamientos que a continuación se exponen, por considerar que evidencian el remanente del viejo paradigma que la Ley Orgánica Para La Protección de Niños, Niñas y Adolescentes (LOPNA) trata de reemplazar. Porque un paradigma es una forma generalizada de ver, plantear, analizar, interpretar, enseñar, informar y de juzgar la realidad, siendo que la sustitución de tales parámetros implica un proceso esencialmente educativo, de conformación de nuevas redes neuronales en las personas, lo que requiere necesariamente una transición con sus grados y matices.

Luego así vemos que la desdichada frase también patentiza esa transición. En ella el juzgador manifiesta la pugna entre sus valores culturales, su formación profesional y las exigencias del nuevo paradigma. De la concepción del niño, niña y adolescente (a los efectos de este artículo, “niño”) como “un adulto en miniatura” un ser humano incompleto” y por ende objeto de cuido por parte de la familia, de la sociedad y del Estado, quienes deciden por él mientras llega a la plenitud del adulto; se pasó a su reconocimiento como un ser pleno, con su visión propia del mundo, sus expectativas, sensaciones, sentimientos y sobre todo con necesidades específicas, que lo hace sujeto de derechos inherentes a su persona y le impone la obligación corresponsable a la familia, al Estado y a la sociedad de garantizar el pleno ejercicio de los mismos, independizándolo de los intereses particulares y sesgados del Estado, del grupo social e inclusive de su familia.

Estos criterios son perfectamente recogidos por la especialísima LOPNA. De tal forma que en su art. 4 establece la corresponsabilidad como garantía y defensa del ejercicio de los derechos del “niño”, lo que implica cooperación y control mutuo, además de la responsabilidad individual de cada ente. Y en el art 8 fija el punto central que determina el cambio de paradigma: “el interés superior del “niño” como principio de interpretación y de aplicación de la ley, reconociendo el derecho de opinión, estableciendo la necesidad de equilibrar el bien común y los derechos del resto de las personas con los de los “niños”, fijando también la primacía de estos en casos de conflictos, amén de su derecho constitucional a ser escuchados...

Acotación aparte merece el literal “e” del parágrafo primero del art. 8 de la referida LOPNA, que, en criterio de este autor, desentona con los principios rectores de la ley, pues recoge una postura del paradigma anterior, calificando al “niño” como “persona en desarrollo”, o sea, “un adulto incompleto”, esto contradice los derechos y garantías reconocidos y crea un problema filosófico, ético y jurídico de interpretación y valoración, a los fines de  fijar si los principios, derechos y garantías que reconoce, establece y aplica la LOPNA se fundamentan en esa implenitud, o si, por el contrario, se afirman en el reconocimiento de un derecho humano determinado de forma especialísima por la circunstancia evolutiva de la persona y sus necesidades concretas. Ya que los derechos humanos, luego de ser aprehendidos por el hombre , en su perennidad no discriminan entre el seres humanos de hoy ni del mañana, ni entre personas supuestamente completas e incompletas, simplemente se refieren y concretizan respecto del ser que existencialmente “es”, con sus particularidades pero siempre considerándolo en su plenitud existencial. Pues resulta ilógico y triste crearle parcelas existenciales artificiales al ser humano, quitándole sentido de lógica evolutiva y de transcendencia a su vida, ya que la existencia constituye una linealidad indisoluble e inseparable, “el niño es adulto en potencia y el adulto es el niño en esencia”, luego, la niñez es un estatus más, único, especial y conformador de nuestra existencia y no una condición circunstancial que sorteamos para llegar a la plenitud como personas , que no puede estar determinada por el “desarrollo” de ciertas facultes cognoscitivas, ya que en ese caso, ¿cómo quedan los seres humanos que por diversos motivos no logran ese “desarrollo” cognoscitivo? ¿Son menos personas que el resto?

De tal forma que si lo enfocamos axiológicamente, el valor que define la humanidad y el desarrollo evolutivo de la persona es su capacidad de amar, la facultad sublime de vernos reflejados en el prójimo, de ofrecer amor en vez de odio, de dar vida en vez de muerte, de ir a paz en vez de a la violencia, y en eso los niños indudablemente aventajan a los “adultos”, luego entonces, ¿quiénes estarían mas o menos “desarrollados”? y ¿Quién debería aprender de quién? En los niños está no solo nuestro futuro como especie sino una experiencia y visión hermosa y desprejuiciada de la vida, que siempre debemos tener presente. Lo más triste que puede ocurrirle a un ser humano es despojar su existencia de la riqueza y valores de su niñez.

De todo esto se puede establecer que el Derecho del “niño” a ser escuchado es determinante en la manifestación de su personalidad , pues resulta en contrasentido reconocerle derechos y garantías y luego coartarlo en su ejercicio so pretexto de protección, erróneamente fundado en el citado art 4, que en su sana y justa interpretación no debe jamás sobreponerse a su interés superior sino supeditarse a él, es decir, no es lo que el Estado, la familia o la sociedad crean y deseen como apropiado, sino lo que en realidad convenga al “niño” en el ejercicio pleno de sus derechos humanos. Además, generalmente se mal interpreta lo de “ser oído” ( el legislador ha debido establecer el derecho a ser "escuchado" que es  el término correcto) entendiéndose únicamente como el derecho a manifestar a viva voz o de cualquier manera su criterio (frecuentemente aleccionadores, por  su simpleza, sinceridad y elemental sabiduría), pero a la luz de la LOPNA este derecho va mas allá y esencialmente requiere considerar al “niño” en sus sentimientos, necesidades afectivas, en sus valores, plantear el caso desde sus derechos y garantías hacia la familia, la sociedad y el Estado y no al contrario. Lo que cambia todos los criterios de ponderación, desde el punto de vista jurídico, administrativo y del grupo social.

De tal forma que, en sus obligaciones especificas, el juzgador debe garantizar en primer lugar la declaración de los niños, cuando pueden hacerla, acompañada, en todo caso, de una evaluación psico-social que garantice que se consideró antes que todo a su persona e intereses. Luego, el Juez también, como integrante del Estado  corresponsable, debe suplir y corregir las deficiencias y excesos de los dos otros entes, sobreponiendo el interés del “niño” a las fallas, trabas formalistas y errores de trámite de las partes en conflicto. Y en el caso que se referencia, no es el derecho de los padres a estar con sus hijos lo que se discute sino el derecho humano de los niños de estar con sus progenitores, con ambos, o con quien le garantice un sano desarrollo afectivo y emocional, lo que en justicia no se puede decidir inaudita parte. En esto no parece estar muy clara la Sala Constitucional, evidenciado por la yuxtaposición de sustantivos y de verbos que aplica para enfocar el conflicto desde los entes corresponsables hacia el niño, cuando el verdadero y único sustantivo debe ser el niño y sus derechos.

En verdad que esta sentencia en todas sus instancias ejemplariza las implicaciones del cambio de paradigma y el significado de una transición entre valores culturales y su concretización en normas jurídicas. En su contexto la sentencia de marras nos dice: “¡¡Se pudo haber violado su derecho, pero ello no importa, total sólo son niños….!! “. La “palmeta” al niño  es hoy el desconocimiento de sus derechos, aún más que eso, es una bofetada al hermoso paradigma que pugna por imponerse y que tanto nos cuesta asimilar.

También debemos decir que los entes administrativos, para no caer en posturas distorsionadas que hagan ineficaces sus actuaciones, deben considerar los diversos factores culturales que determinan la transición, los medios de distorsión de las conductas de los “niños”, sus implicaciones y esencialmente el proceso pedagógico. De tal forma que no se debe calificar de “malvado” al padre que corrija severa e “inapropiadamente” al hijo, pues en su creencia eso es lo correcto, no es su culpa, es lo que le enseñado la sociedad como adecuado y necesario, así lo hicieron sus ascendientes y así debe él hacerlo, es un valor cultural, distorsionado pero en fin valor, un verdadero paradigma. Luego entonces, siempre que no exceda la sana intención de corrección, no se puede “castigar” al padre sino educarlo, porque tanto él como el hijo son reflejo del sistema cultural. Inclusive, en ciertas oportunidades las formas de “protegerlo” de los malos tratos físicos y sus secuelas psicológicas pudieren causar mayor violencia al “niño”, hiriendo drásticamente su espiritualidad, al despojarlo de una plataforma natural de integración a la sociedad, de interacción con el Estado y de comunicación con el medio ambiente, como lo es la familia, que es, aún con las fallas que adolezca, origen inmediato de su existencia y recipiente de sus mas caros sentimientos. Por ello, tanto el juzgador como el ente administrativo, requieren una profunda aprehensión del significado del nuevo paradigma y la conciencia de las implicaciones del necesario proceso de transición entre valores culturales.

El los gráficos anexos se ilustran los dos paradigmas:

En la fig. 1 aparece el “niño” inmerso dentro de tres esferas concéntricas. En primer lugar, la familia a quien "pertenece"; en segundo lugar, la sociedad en la que está inserto, y en tercer lugar, el Estado a quien está sometido. Como se observa, los derechos del niño se difuminan con los de cada ente y el aparente pleno poder de la familia en realidad es ilusorio, pues el Estado por medios legales o por arbitrariedades la abarca y avasalla. También el control y defensa de niño por el grupo social se dificulta, ya que la familia y el Estado restringen su radio de acción. Así pues, las actuaciones de los entes dentro de éste paradigma generalmente implican conflictos de intereses y son cuasi excluyentes, predominando en última instancia el poder omnímodo del Estado que lo comprende y abarca todo.

 En el segundo grafico aparece el nuevo paradigma, con un radio de acción universal, comprendiendo a la familia, a la sociedad y al Estado dentro de una parábola de corresponsabilidad y de resguardo del “niño” como sujeto pleno de derechos y garantías, no solo dentro del ámbito nacional sino también como sujeto jurídico especial internacional. Obsérvese que en este paradigma el Estado aparece en tono de mayor humildad en su función corresponsable de defensa y garantía, a la par de la sociedad y de la familia, teniendo esta última ciertas limitaciones en cuanto a los criterios de su actividad formativa hacia el niño, pero mayor independencia respecto de las imposiciones del Estado, quien resulta menguado en sus facultades discrecionales, además de también estar sometido al control de las instancias internacionales que reconocen y garantizan los derechos del niño.



















En conclusión, el elemento clave para la transición entre estos paradigmas lo constituye la educación. Porque la asimilación y sustitución de valores sociales, antes que un asunto legal es un problema cultural, y así deberían considerarlo los entes del Estado, ya que el establecimiento de un nuevo paradigma como el recogido por la LOPNA, que asimila y motoriza cambios sustanciales en las concepciones tradicionales del Derecho, impone al Estado la obligación de orientar sus actuaciones dentro de un especifico margen de pertinencia y eficacia, vale decir, el cambio social debe iniciar y proyectarse progresivamente siempre desde realidades sociales-culturales concretas para el logro de sus fines últimos de justicia y paz. En este sentido la LOPNA establece unos criterios de actuación que bien ponderados hacen que el ente administrativo y el juzgador, dentro de los marcos específicos de sus responsabilidades, sean, más que inquisidores, pedagogos, orientadores y educadores de la ciudadanía, constituyendo una forma radicalmente diferente de aplicación de la norma y del logro de la justicia, pues despoja al Estado de la falacia de su autarquía y lo coloca en el adecuado roll de corresponsabilidad en la garantía de los derechos humanos del niño, tanto dentro del ámbito nacional como internacional, lo que a todas luces constituye un verdadero nuevo y hermoso paradigma.

Javier A. Rodríguez G.


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