miércoles, 24 de noviembre de 2010

Aproximacimación al Conocimiento y a la Verdad en el Proceso Penal

  Hubo un momento en la evolución en el que el hombre tuvo conciencia de su entorno y principalmente de si mismo. Esa “conciencia” se escindía entre los sentimientos, sus creencias, y entre lo que captaban sus sentidos, surgiendo así el gran problema epistemológico, el conocimiento de la realidad; planteándole a vez el enigma de la verdad, que origina en el ser humano la necesidad de conocer.


Luego así, la falta de conocimiento, de una explicación racional para las cosas, el ser humano las suple con otra de sus cualidades, la emotiva, mística, transcendental, dándole de esta forma una explicación a s acontecer existencial, proyectándolos desde sus valores, creencias, aspiraciones y desde su espiritualidad.

Empero el ser humano es un ser cognoscente por esencia, tal como lo decía Sócrates: “La virtud (eficacia) del ser humano es conocer”, o sea, buscar la verdad. Y de la orientación de la razón hacia esa búsqueda nace la ciencia, cuyo objeto esencial es el conocimiento, su fin la verdad y su resultado la certeza.


Nos dice Platón que entre el mundo de las creencias y el de las verdades está el mundo del conocimiento, es decir, lo que creemos que es verdad. Este criterio nos vuelve al problema original, pues, interpretando a este filósofo, todo conocimiento en definitiva es la creencia que tenemos de lo real, luego entonces ¿cuál es verdaderamente la realidad? o ¿hasta que punto podemos acercarnos a ella? Aquí nos planteamos el problema de la certeza del conocimiento, ya que la ciencia no logra alcanzar la verdad sino que obtiene niveles de certeza respecto de ella.


Francis Bacon nos alecciona con esta sentencia: “La verdad es hija del tiempo, no de la autoridad”. Esa pareciera ser la verdadera dificultad del problema cognoscitivo, el tiempo, que pudiere ser infinito; y la autoridad, es decir, la “verdad” conocida, que muchas veces niega la verdad por conocer. Es que la verdad se revela no como una entidad terminada sino como eslabones que van conformando la enorme cadena de conocimientos que conforma el patrimonio cognoscitivo de la humanidad. Y el motor que impulsa ese avanzar es la contradicción, un conocimiento se considera cierto mientras que no sea contradicho científicamente por otro nuevo. Por ello la importancia de la crítica del conocimiento.


Los conocimientos se producen dentro de un marco histórico- evolutivo determinado, por tanto se deben valorar desde esa perspectiva para actualizar su vigencia, reafirmándolo o desechándolo total o parcialmente, a la luz de las nuevas revelaciones de la razón a la conciencia humana. De tal forma que el conocer consiste en esa retahíla infinita de verdades, cuya contradicción determina el saber científico.


Afirmaba el filósofo Henri Bergson: “La inteligencia, en un esfuerzo por captar la realidad, forja conceptos con un fin práctico, y luego elabora conceptos de esos conceptos. Así se aleja cada vez más de la realidad que pretende asir”. Luego, la capacidad de abstracción es lo que permite que de entidades dadas, conocidas, extraigamos otras por acción de la razón, en procesos cada vez más complejos que convergen en las hipótesis y teorías. Empero ese abstraccionismo no puede ser lineal ni infinito. Es decir, una abstracción muy compleja puede resultar en una verdad elemental que a la vez conforma otra abstracción de gran complejidad y así sucesivamente


Ello nos lleva a la conclusión de que las verdades últimas resultan simples, elementales, tanto así que pasan desapercibidas; y que el proceso de aprehensión del conocimiento en el ser humano no es lineal sino que se da en eslabones evolutivos concatenados, en los que de muchas verdades simples evoluciona hacia complejas abstracciones para concluir en una verdad que ya resulta elemental. Tanto es así, que la teoría del Big Bang  resume el origen del universo en un punto originario (“verdad”) de donde derivan todos los elementos y principios que lo componen y lo rigen.


Un ejemplo de lo anterior lo constituye el descubrimiento, en 1982, de la causa de las úlceras pépticas. Resulta que hasta ese momento la ciencia no tenía explicación para tal enfermedad, asignándole diversas causas, entre otras el estrés. Por lo que los tratamientos en pleno siglo XX estaban en el oscurantismo medieval. Hasta que dos investigadores, Robin Warren y Barry J. Marshall, ganadores recientes del premio Nobel, descubrieron que la causa es una simple y literalmente elemental bacteria, pasando del carácter de enfermedad crónica a una afección tratable con régimen de antibióticos. Lo curioso es que ¡¡hasta 1982 esa enfermedad se trataba casi a ciegas!! Y la causa (verdad) más elemental no podía ser.


Otro ejemplo lo constituye un caso en USA, en donde un grupo selecto de científicos se “rebanaban los sesos” con teorías, formulas matemáticas, ecuaciones, complejidades tecnológicas y un abultadísimo presupuesto para la creación de un telescopio especialísimo; hasta que un profesor de física, investigador ayudante de tercera categoría, reveló halló la solución en un tipo de lentes configurados como “ojo de pez”, lo que simplificaba enormemente el diseño y reducía significativamente los costos; pero como si no fuese suficiente con ello, también demostró que no era necesario construir tales sistemas de lentes sino simplemente simularlos…. Esto confirma que las verdades generalmente resultan sencillas y evidentes en si mismas, y el proceso cognoscitivo lo que hace es revelarlas.


Otra característica del conocimiento científico es que, merced a la formalidad metódica y caracteres objetivos que lo determinan, adquiere estabilidad, es decir las verdades conocidas se deben tomar como tales hasta tanto sean sustituidas por otras verdades conforme al mismo proceso de aquellas, o sea, por el método científico. Ello plantea la dificultad respecto de cómo valorar el resultado de los complejos procesos de abstracción que no han tenido una comprobación metódica; la solución son las hipótesis y las teorías, que constituyen un entre tanto, pues se admiten como explicación válida de la realidad mientras no sean falseados en sus supuestos fundamentales, teniendo un valor inestimable en la ciencia, puesto que muchos de los conocimientos que admitimos como verdades en la actualidad, hace algunas décadas eran considerados simples especulaciones científicas. Al respecto nos dice Montesquieu: “La verdad en un tiempo es error en otro”.


También esa estabilidad necesaria puede convertirse en un obstáculo al conocimiento, cuando anticientíficamente se pretende sostener lo conocido por sobre las evidencias científicas, negándole legitimidad y validez a los nuevos conocimientos (Algo así ocurre en nuestra ciencia jurídica, que se aferra a su verdad dada y no acepta las verdades reveladas por los Derechos Humanos)

Un ejemplo paradigmático es el de Albert Einstein y su teoría de la relatividad (1915). Que fue rechazada por la comunidad científica, inclusive se comenta que asistía a charlas en contra de sus postulados y los primeros aplausos eran los suyos…. Simplemente no la aceptaban. La comunidad científica no asimiló la teoría porque significaba nada más ni nada menos que el derrumbe del sistema perfectamente funcional de Newton. Inclusive, cuando todos esperaban que le otorgasen el premio nobel, no fue sino hasta 1921 que lo obtuvo por el efecto fotoeléctrico y aportes teóricos, pero no por la relatividad, pues el científico encargado de evaluarla ¡no la comprendió! …..


También en el conocimiento histórico se presentan tales fenómenos. La civilización griega se extinguió, mejor dicho mutó, creyendo que eran autóctonos. Los romanos crearon el mito de Rómulo y Augusto para borrar las turbulencias de su origen y legitimarlo. Pueblos como el Ur de los Caldeos, situado en el fértil creciente, entre el Tigris y el Éufrates, se creyó un mito hasta que de la pica y la pala “emergió” su cultura. El hombre de Neandertal, por muchas décadas hubo sido considerado como parte de nuestra cadena evolutiva, por detrás de Cro- Magnon, hasta que las modernos análisis biogenéticos comprobaron que en realidad pertenecieron a una rama evolutiva paralela a la nuestra y que ambos grupos homínidos coexistimos durante algunos miles de años, hasta que ellos se extinguieron(hace 30.000 años) Todas esas creencias y especulaciones constituyeron verdades históricas hasta que fueron desechadas por las evidencias científicas.


Tal reacción de no aceptar nuevas verdades, tanto las evidencias científicas que la demuestran como las hipotéticas y teóricas que las plantean, se produce porque el conocimiento, en cuanto valor para el ser humano, tiene implicaciones en toda la actividad de la sociedad, conformando un status quo, que lleva a la intención de no trastocar los fundamentos de las estructuras científico tecnológicas, políticas económicas, culturales y religiosas, conformadas de acuerdo a las verdades dadas, es decir, verdaderos paradigmas. Llegando incluso a la negación del conocimiento, de la verdad y de la ciencia.


Ello conforma una especie de “inercia del conocimiento”, la cual quedó estereotipada en la “inmolación” de Sócrates, tocando extremos con la inquisición religiosa sobre grandes científicos como Galileo, Vesalio, Giordano Bruno, Copérnico etc, cuyas “faltas” consistieron en evidenciar nuevas verdades científicas que contradecían las verdades conocidas y dogmas religiosos; siendo precisamente el tiempo quien insoslayablemente las impuso, obligando recientemente a la Iglesia católica a pedir perdón por tales crímenes. Paradójicamente esos descubrimientos coadyuvaron luego al catolicismo a conformar una religión más cercana a la verdad del ser humano y por ende más autentica y próxima a Dios.


Otro caso aleccionador de cómo a veces el hombre se aferra a las verdades conocidas sincretizándolas con sus creencias, produciéndose el llamado prejuicio cognoscitivo, negando la evidencia científica, es el llamado fraude  de Piltdow: En 1953, una reciente técnica basada en flúor (1950) dató un cráneo en estudio en 50.000 años y no en el millón que se le imputaban. Resulta que en 1912 dicho cráneo hubo sido validado y presentado a la comunidad científica por el prestigioso antropólogo ingles Arthur Smith Woodward del Museo Británico de Historia Natural. Pero esto no hubiese pasado de ser un error insólito a ese nivel investigativo, si no se comprueba también que la mandíbula ¡era de un simio!, modificada para hacerla parecer de la fecha que se le atribuía. Es decir, constituía un fraude validado durante años por la comunidad científica, con base únicamente en la autoridad intelectual del antropólogo ingles, quién permitió en excepcionales ocasiones que la estudiasen por algunos minutos y se limitó a entregar copias en yeso para su estudio. O sea, se obvió totalmente la escrupulosidad en cuanto al método científico. Aquí cabe justamente la citada frase de Bacon en cuanto a la “autoridad”. Pero no suficiente con esto, el siguiente descubrimiento es todavía más deleznable tanto ética como científicamente: dicho fraude se cometió con la intención de sustentar la teoría que afirmaba la originalidad del hombre europeo, cuando todas las evidencias científicas convergían en un origen común en África. De tal forma que al científico inglés se le presentó el dilema entre la verdad que le revelaba el conocimiento científico y sus prejuicios raciales, tratando de someter aquella a esta, jugando como siempre su inexorable papel el tiempo, que pare verdades.


Es que la verdad oscila entre el conocimiento y la creencia. Porque conocemos creemos pero también creemos porque somos capaces de conocer y de aprehender los valores y principios. El pecado original de la ciencia consistió en pretender prepotentemente escindir absolutamente el conocimiento científico de las creencias, sin percatarse que con ello dividía la espiritualidad que los integra, quitándole sentido finalístico a la verdad, cuando ambos deben complementarse en cuanto conformantes de la espiritualidad humana. Es cierto que el conocimiento científico debe despojarse de los llamados “prejuicios cognoscitivos”, que de forma lata son todos aquellos elementos subjetivos que enturbian la objetividad esencial al saber científico, pero ello no implica el abandono del cuestionamiento moral de la actividad cognoscente. El más preclaro ejemplo lo tenemos en la segunda guerra mundial, donde tal abandono casi nos cuesta la existencia de la especie. Bien lo señala Pasteur: “Poca ciencia me aleja de Dios, pero mucha ciencia me acerca a él”


A la luz de lo expuesto consideremos la importancia del conocimiento y de la verdad para el Derecho, en el proceso penal en específico.

Se puede conceptuar el Derecho como una realidad inherente al orden natural, que lo fundamenta en sus valores y principios y lo determina en su fin: la justicia, constituyéndose en un instrumento conceptual y material para regular la libertad y voluntad del ser humano, a los fines de permitirle la satisfacción de sus necesidades existenciales y el pleno desarrollo de sus facultades emotivas, cognoscitivas y espirituales que posibiliten su pacífica coexistencia en sociedad, constituyéndose en elemento esencial de su perfeccionamiento evolutivo, de su conciliación y paz existencial.


Luego así, el Derecho pretende la aplicación de justicia para lograr la paz social, y para ello debe tener certeza de los hechos y actos de la realidad, lo que logra merced a la evidencia derivada del conocimiento, confluyendo todo en la verdad.


Ahora ¿cómo se establece esa verdad? Discurramos un poco: Siendo un hecho determinado lesivo a un bien material o inmaterial de uno o varios de los integrantes de un grupo social, se produce en éstos una reacción instintiva de respuesta a tal agresión, de venganza, que busca no solo la protección de la persona sino también de la sociedad. Constituyendo una forma primitiva de regulación social. Pero esa venganza, por su misma inmediatez, puede desviar la correspondencia entre el daño y la respuesta, resultando generalmente desproporcionada, errada, siendo injusta para el agresor y contraria a los intereses generales del grupo.


Luego entonces, una primera solución es depositar esa facultad de venganza  en un grupo de individuos con experiencia, que establezcan objetivamente el hecho, sopesen los intereses en conflictos y los valoren desde el interés general del grupo social, a la luz de la razón natural de la justicia. Esto es también una forma primitiva de buscar la verdad, de establecer criterios de certeza. Es la manifestación primigenia de la ciencia jurídica.


Pero los principios y valores sobre los que tales criterios se sustentan están sometidos a las subjetividades e intereses del grupo evaluador y resultan inciertos para el resto del ente social, perdiendo su eficacia reguladora. Por ello se someten al testimonio escrito y los hechos se consideran apriorísticamente como “supuestos” que determinan los elementos objetivos y subjetivos que debe tener el hecho real para hacer efectiva “la venganza”. Ese sería el nacimiento de la norma jurídica.


Luego también, la determinación, adecuación y establecimiento de la correspondencia del hecho con la norma requiere de un desarrollo real, material, que garantice el conocimiento de la realidad, de la verdad, y otorgue niveles de certeza a los fines de la aplicación de la justicia. Así surgiría el proceso jurídico.


Así pues, la parte más compleja de la ciencia jurídica consiste en determinar  la realidad del hecho, o mejor dicho, adquirir un nivel de certeza suficiente respecto del mismo, establecer la verdad, que debe ser conforme a derecho, es decir, en cumplimiento de todas las actividades materiales y los controles funcionales y teleológicos que impone la ciencia jurídica para el logro de su fin: la efectiva aplicación de justicia. Por lo que el conocimiento debe ser orientado y delimitado por la norma para lograr niveles suficientes de certeza jurídica respecto del hecho.


Hasta la promulgación del Código Orgánico Procesal Penal (1998) el sistema inquisitivo vigente relativizó en extremo, o mejor dicho, prostituyó la verdad, escindiéndola en una “verdad procesal” y otra “verdad verdadera”. Es decir, poco importaba el conocimiento de lo ocurrido en la realidad, pues la verdad se limitaba a los medios y alcances del proceso, estaba confinada a él. Al contrario del sistema establecido por el nuevo código que fija como fin de la actividad procesal “establecer la verdad de los hechos por las vías jurídicas” Esto se ha pretendido calificar falsamente por algunos como una tautología, es decir, que al fin y a cabo la verdad del juez siempre versará acerca de lo establecido en el proceso.


Empero, las diferencias resultan abismales, pues en con el sistema derogado la verdad era solo un formalismo, la condición de su validez consistía en mantener las apariencias. El juez en su actividad jurisdiccional simplemente “se lavaba las manos”, cuando no su conciencia. El conocimiento no tenía como fin la verdad sino la justificación formal de una decisión, con lo que perdía el norte, quedando a la deriva y prestándose a toda especie de interpretaciones, en fin, qué importaba, si lo relevante era la formalidad (Es algo similar a lo que ocurre con ciertos programas de televisión, en los que  buscan a unas personas para que cuenten una historia real de sus vidas, a los propósitos del programa, pero luego los productores se percatan de que poco importa que sea real, verdadera, si los receptores la dan como cierta, interesando por tanto, únicamente “la historia”, que puede ser contada como propia por cualquier persona…)


Al contrario, el establecer la verdad como un fin del proceso penal, implica una actividad científica a los fines de lograr el conocimiento real de los hechos, teniendo como condición sine qua non la oralidad para llegar a esa verdad y un principio de importancia vital al proceso como lo es la inmediación, es decir, el acceso directo del juzgador a las fuentes de conocimiento y el desarrollo y control de toda la actividad pertinente al establecimiento de los hechos. Otro aspecto generalmente obviado, es que también el Abogado, acusador o defensor, está obligado a la determinación de la verdad.


Además, la búsqueda de la verdad obliga a deslastrar el proceso de burocratismos, tecnicismos y formalismos que afectan su eficacia, y también a orientarlo hacia su exterior, que es donde ella está, porque el proceso aprehende la verdad del hecho, no la posee. Generalmente se afirma que  “la verdad es del proceso”, esto constituye una falacia orientada a prostituirla, otorgándole al proceso cualidades que no puede tener, pues el conocimiento (verdad) es una realidad y no pertenece al medio material que la establece, esto resulta absurdo, la verdad es una, de otra forma no sería un fin.


Luego ¿es posible que el juzgador conozca la verdad? Como hemos visto, la certeza absoluta no es posible, solamente obtenemos niveles de certeza, determinadas por la materia de que se trate, física, química, historia, jurídica etc, y por los métodos, técnicas y criterios para llegar al conocimiento, a la verdad jurídica.


Empero ¿Qué alcance tiene esa verdad? es decir ¿en qué punto se puede decir que se ha cumplido tal fin? y si la justicia es el fin último del proceso ¿dónde termina una y comienza otra? Veamos, la justicia está presente en todas las actividades del proceso como deber ser, pues las garantías procesales se establecen a su luz y también constituyen el marco ético en el que debe determinarse la verdad. Luego así, la verdad y la justicia coexisten, porque la justicia cualifica a la verdad, debe ser una verdad justa, pero no solo como resultado sino también como acción, o sea, en toda la actividad procesal; y de su parte la verdad determina a la justicia como condición sine qua non y criterio de validez para su efectiva aplicación, pues, para que algo sea justo debe ser cierto, verdadero.


Por lo tanto, la sentencia no es sino la concreción de la verdad y de la justicia, resultando en realidad una unidad científico- fáctico-jurídico- ético- transcendental, que legitima en lo verdadero y justo su poder coactivo, que la ley reconoce e impone. De tal forma que, en definitiva, de conformidad a las disposiciones legales y Constitucionales, el fin del proceso penal es la verdad conforme al Derecho y a la justicia, una verdad legal y justa, y como lo jurídico excede a lo legal, podemos resumirla efectivamente en verdad jurídica.


Entonces, podemos afirmar que la verdad del proceso jurídico penal es aquella establecida conforme a la justicia y al estricto cumplimiento de  procedimientos legales, con los medios de conocimiento científico necesarios, valorados con los criterios de justicia y los principios y regulaciones de la ley.

Desglosemos tales elementos. Conforme a la justicia y al estricto cumplimiento de los procedimientos legales: El conocimiento habido en contravención a la norma, sea cierto o no, no tiene validez en el juicio, porque violar la norma para hacerla cumplir o cometer una injusticia para hacer justicia, constituye un absurdo. Amén de la salvaguarda de la dignidad de la persona y sus Derechos Humanos, que prevalecen por sobre cualquier facultad del Estado. Aquí juega un papel predominante el Ministerio Público. Con los medios de conocimiento científico necesarios: Impone la adquisición sistemática y metódica del conocimiento, que el Juez esté desprovisto de cualquier prejuicio cognoscitivo y el auxilio de las ciencias forenses, haciendo de la experticia un medio probatorio de vital importancia. Valorada con los criterios de justicia y principios y regulaciones de la ley: El Juez debe orientarse a establecer la verdad jurídica.


Pero ¿cuál es la actividad de las partes en cuanto a la verdad, en razón del nuevo criterio del COPP? Las partes deben evidenciar la verdad, no “su verdad”, y ese es el deber del abogado, sea acusador o defensor. Pues la reserva o privilegio que le otorga la ley al abogado para actuar ante la administración de justicia no es solamente por su conocimiento del Derecho, sino por su compromiso ético ante la justicia y la verdad, que deben derivar de su formación jurídica.


Es común que en los tratados de oratoria jurídica se afirme que el discurso debe orientarse a “convencer al Juez”, pretendiendo reducir de esta forma la oralidad a mera retórica. Ante esto cabe preguntarse ¿acaso el juez es una especie de crédulo de capirote que se impresiona por esta o aquella forma de decir las cosas, por los recursos expresivos etc.?; o es un especialista de una ciencia que debe buscar establecer la verdad conforme a los métodos y criterios de la misma. En el primer caso la verdad del hecho concreto se relativiza y la función de las partes consiste en lograr que “el crédulo con toga” les “crea”, sin importar la veracidad de los argumentos. En el segundo, las partes deben exponer la verdad o la convicción auténtica que tengan de ésta, de otra forma toda su argumentación se caería por su propio peso.


La oratoria jurídica debe orientarse a la correcta, adecuada y pertinente exposición de los hechos, a la argumentación del Derecho, y sobretodo debe  ser intensa y auténtica, en cuanto pretende la verdad. También a veces suele hablarse de “confrontación de las verdades de las partes”, pero eso es un sofisma, pues las partes tienen sólo criterios en cuanto a la verdad, que es una respecto al hecho en concreto: la verdad jurídica. De tal forma que ni las partes ni el Juzgador la poseen porque ésta es el resultado de un procedimiento cognoscitivo sistemático, metódico y objetivo, una verdad científica. Siempre es pertinente considerar estas reflexiones: “No basta decir solamente la verdad, mas conviene mostrar la causa de la falsedad” (Aristóteles) y “Si tu intención es describir la verdad, hazlo con sencillez y la elegancia déjasela al sastre” (Albert Einstein)


A este respecto tomemos como ejemplo el caso de aquellos Jueces probos y rectos que actúan sobre la base de criterios estrictamente jurídicos teniendo como norte la verdad y como fin la justicia; y veremos que si la defensa está consciente de la fortaleza de los elementos de convicción respecto del delito de que se trate, se limita a procurar el cumplimiento de las garantías procesales, que se imponga la menor pena posible y generalmente admite los hechos. Es decir, se orienta hacia la verdad, pues sabe que el correcto direccionamiento científico-teleológico del proceso por el Juez, no da margen a “bifurcaciones” interesadas del conocimiento y de la verdad.


Como vemos, el vértice de la administración de justicia lo constituye el Juez, en cuanto ente encargado de establecer la verdad jurídica respecto del hecho en cuestión, conforme a lo determinado por el Ministerio Público, a los alegatos de la defensa y a los elementos de convicción que arroje su actuación; como condición sine qua non para una decisión justa y, por ende, eficaz en cuanto al fin último de la ciencia Jurídica: permitir la pacífica convivencia del ser humano.


Ahora valoremos la función del Ministerio Público en cuanto a la verdad. Si consideramos su función material y legal, el Fiscal, como ente investigador, expone las resultas de su actuación que fundamentan la acusación, si ésta procediere; respecto de la cual, afirma, aclara, reafirma o confirma, ya que esos criterios devienen de un conocimiento científicamente establecido. Empero, aún habiendo determinado con fundados elementos la “verdad” del hecho, serían siempre criterios, pues el establecimiento de la verdad jurídica es una atribución exclusiva del Juzgador. De forma tal que en respeto de la lógica del proceso, el Fiscal no tiene como interés principal en el juicio alegar a favor de su acusación sino de los criterios objetivos de veracidad que la sustentan, pues la acusación es un resultado no un fin, y dado que, en cuanto ente del Estado, su interés no debe estar en la condena del procesado sino en el establecimiento de la verdad jurídica a los fines de la justicia. Esta función del Fiscal debe tenerse clara en cuanto a la eficacia del proceso y de modo alguno puede considerarse como mengua de la misma, pues la justicia no debilita sino que fortalece, ni tampoco es benevolente ni severa, sino justa, lo que le permite tocar ambos extremos sin perder eficacia.


Cabe también hacer mención a la función de la Defensoría Pública. Algunas tergiversaciones la colocan en contraposición al Ministerio Público y le “asignan” como fin la absolución del procesado, o sea, el Fiscal pretende la condena y el Defensor Público la absolución. ¿Y la verdad? Tal falsa dicotomía  constituye una aberración de la lógica del proceso, pues ambos tienen un fin común: la verdad. Y así como hemos señalado que la Fiscalía esencialmente alega a favor de las resultas de su principal aporte al proceso: el conocimiento del hecho conforme a la ley; de igual manera la Defensoría no debe pretender la absolución del procesado sino el establecimiento de la verdad en el marco del cumplimiento de las garantías procesales y el  respeto a su dignidad y a sus Derechos Humanos. De tal forma que tanto la “acusación” como la “defensa pública” son consecuencia de la valoración ética de los criterios de veracidad arrojados por las actividades procesales que hubieron aprehendido el conocimiento del hecho, por lo que son apriorísticas y por ende no determinantes, constituyendo sólo referencias ético-jurídicas para la actividad cognoscitiva orientada hacia la verdad que los obliga a todos.


En fin, el proceso no constituye “una obra teatral” en donde el Juez le da la razón a uno o a otro, como en muchas ocasiones se afirma, sino que es una actividad cierta que busca aprehender la realidad de un hecho concreto y establecer la verdad conforme a la ciencia jurídica a los fines de aplicar la justicia; por lo que la “razón” es una “virtud” del proceso, es una cualidad teleológica que nace de la “verdad justa” y se concretiza en la sentencia. Ya que las partes no argumentan “la verdad” ni “su verdad” sino “hacia la verdad”, pues su deber es orientar el conocimiento hacia la certeza jurídica respecto del hecho. El Juzgador, las partes, los órganos auxiliares, los testigos y los expertos, tienen una función esencial: el conocimiento, un deber legal y ético: la verdad y un fin jurídico y ontológico: la justicia.


“La libertad de buscar y decir la verdad es un elemento esencial de la comunicación humana, no sólo en relación con los hechos y la información, sino también y especialmente sobre la naturaleza y destino de la persona humana, respecto a la sociedad y el bien común, respecto a nuestra relación con Dios” Juan Pablo II


Javier  A. Rodríguez G.

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