jueves, 25 de mayo de 2017

LA REBELIÓN DE LA ESPIRITUALIDAD

 
En la evolución de las sociedades humanas se producen fenómenos que trastocan sus fundamentos políticos, sociales y culturales, en niveles que manifiestan el grado del represamiento inercial del cambio o dinámica esencial a su existir, producto de la necesidad de la estabilidad y el orden, que le permiten desarrollarse evolutivamente. Ello implica, en primer lugar, que la revolución es un acontecimiento social natural, en cuanto es inherente  a la sociedad. En segundo lugar, que  la reacción al cambio, o conservación del estatus quo, responde a la necesidad de estabilizar  el sistema  al propósito de su eficacia funcional. Y en tercer lugar, que, luego entonces, el cambio social y la reacción a él, no son contradictorios sino complementarios, pues constituyen expresiones necesarias de un proceso evolutivo que, como tal, debe  manifestarse  en plenitud en lo actual y en lo trascendente, es decir, así como la vida cualifica y justifica la extinción, pues  evolutivamente la extinción supone  la existencia  y generación de vida; así también, la estabilidad en las sociedades cualifica y justifica el cambio que  lo motoriza, por  cuanto , entrópicamente,  el orden establecido debe ser la expresión necesaria y eficaz del cambio social.

 
DE HEGEL A MARX

Antes de profundizar en el tema, resulta  obligante revisar críticamente el pensamiento del hombre que, para bien o para mal, más ha influido en el pensamiento y acción revolucionaria en los últimos dos siglos: Carl Marx. Empero no puede hablarse de Marx sin contextualizarlo en su circunstancia histórica, sin los hitos históricos que permitan enjuiciar su pensamiento y obra con el mayor tino y justeza posibles.
 
De esta forma, el referente fundamental para ubicar el pensamiento de Marx, lo constituye Georg Wilhelm Friedrich Hegel, tanto por la influencia de su obra en el pensamiento Marxista, como por representar Hegel, la cumbre del idealismo alemán, que desde sus pretensiones de expresar el cenit de la filosofía occidental, evidenciaba, mas bien, la intención de contener  el desmoronamiento de toda la estructura del pensamiento filosófico occidental, ante el huracán del significado del fracaso de una filosofía que, luego de 20 siglos de pretender descifrar  la realidad del universo y su ser propio desde el yo, desde esa capacidad intuida en el ser humano, de la comprensión de todo el universo en su conciencia, y constituirse, coronado por su razón, en el creador de absolutos, definidor del ser, endiosador del yo, negador y creador de dioses y hasta erigiéndose él mismo en semidios; al fin partía de un criterio  venido de donde debió comenzar todo, mejor dicho, volver al verdadero camino iniciado por aquel homínido pensante maravillado ente un mundo que lo hacía partícipe de una realidad avasallante y misteriosa, pero también cargando dentro de sí la facultad de descifrar los códigos de esa realidad y hasta de su propio ser. Y a esa tarea se lanzó, ciertamente sin la conciencia de su complejidad y distanciamiento evolutivo, pero sí con  la certeza de su posibilidad, patentizada en los instrumentos creados desde las leyes intuitivamente “robadas” a la naturaleza, retando a su realidad por imposición de la cruda necesidad de sobrevivencia.

Y así fue concretando el triunfo evolutivo de sobrevivir y a la vez ir configurando en ese devenir su ser humano, no solamente dentro de los linderos de su existencialidad física, sino trascendiendo ésta hacia toda la potencialidad de su ser, que no sabe qué es, cómo es, por qué es, ni adónde llegará, pero de alguna forma la intuye en toda su posibilidad, y la reconoce en los rudimentos de esa espiritualidad conformante de su humanidad, allende los confines de su yo, hacia un nosotros que redime su ser de la demarcación de su actualidad para integrarlo y  proyectarlo, desde ella y junto con ella, sinérgicamente al acontecimiento existencial humano, la humanidad.

Empero, en cierto momento evolutivo, ese ser, sintiendo colmadas sus necesidades y creyendo haber dominado y triunfado ante el desafío de su realidad, pues, se le recrece el ego hasta la prepotencia, retando esta vez a la realidad con desvelar sus más íntimos secretos, desde su conciencia, contenedora de todas sus verdades y las del universo entero dentro de sí. Lo cual no es sino la excusa para descubrirse a sí mismo, la causa desde siempre de la angustia existencial del ser humano: no saber quién es, dónde está, de dónde viene y hacia dónde va.

Luego busca un factor común entre su yo y la realidad que desconoce, el ser, planteado y replanteado en un abanico de modalidades y perspectivas, hasta que alguien dijo: “cogito ergo sun”, es decir, es el pensamiento, o sea, el conocimiento, lo que evidencia  el ser, el único demostrado. Lo cual  se hubo podido plantear sin ninguna dificultad desde los tiempos aquellos de Mileto y así habría sido muy diferente la historia por transcurrir de la humanidad, pues ese enunciado, al dudar de todo, menos del acto de pensar, de razonar, de conocer; plantea la realidad y el ser desde una perspectiva epistemológica; por lo cual, el problema inmediato ahora es la forma del conocimiento ; y desde allí, salvando a los que encallaron al persistir en engrillar el conocimiento a la mente que conoce y no liberarlo en toda libertad y posibilidad  hacia la realidad, inclusive la del propio ente cognoscente; el saber científico tenía despejado el inicio de su camino evolutivo. 

Por supuesto que entre las primeras observaciones de Tales y el método de Descartes, media todo un universo de riqueza existencial y también ese trasfondo de evolucionar aparentemente lento, a veces supuestamente contradictorio y periódicamente relativamente acelerado, pero que al final no es sino la concreción necesaria en el espacio-tiempo de las opciones probabilísticas dilemáticas con las que aquél pequeño homínido pensante continúa triunfando evolutivamente.
 
Debe considerarse que la relativa poca cantidad de descubrimientos “empíricos” en toda la historia de la humanidad  en relación a todo el saber científico, descubrimientos y desarrollo tecnológico de los últimos dos siglos, no se hubo producido por la ausencia del método científico, qué en su forma básica pudo haberse planteado en cualquier momento histórico, y de hecho se lo ha utilizado desde siempre de forma intuitiva, pues lo que diferencia en verdad el conocimiento empírico del científico, es el enunciado, es decir, el tomar el conocimiento como un propósito y no como un medio existencial. Siendo esa precisamente  la nueva perspectiva en el discurrir existencial de las sociedades humanas y la nueva cosmovisión que determinaría en adelante la evolución de la  humanidad.

Ahora, la cuestión está  en el ¿por qué ese enunciado no se produjo cinco, diez, veinte o treinta siglos atrás? En primer lugar, porque conforme a sus paradigmas sociales y a su cosmovisión, no requerían de la ciencia en su existencialidad;  simplemente, como toda tecnología, porque la desconocían, por lo que el descubrirla en su plena potencialidad, peligros y riesgos, era asunto evolutivo.  En segundo lugar, porque el conocimiento científico intuitivo permanecía como patrimonio del yo, secuestrado por la conciencia que lo engendraba, con tal sentido exclusivista y privilegiador, que aún cuando se compartiera entre “sabios”,  se creaban sesgos y parcelamientos tan irreconciliables, que resultaba prácticamente imposible el acceso comunitario a un saber más o menos integrado y coherente.


LA REVOLUCIÓN DEL CONOCIMIENTO

Siendo desde el paradigma de la nueva cosmovisión planteada por el Renacimiento, que respondía y generaba otras necesidades existenciales, donde el conocimiento comienza la maravillosa égida de desprenderse del monopolio del sujeto para hacerse objeto común, de todos, para que lo creen, lo nieguen, lo validen, lo enriquezcan, lo usufructúen, lo vivan. El conocimiento en cuanto acontecimiento social- cultural, y en tanto manifestación íntima del ser humano, que conoce para sobrevivir, para hacerse en plenitud en el ser individual, para construir y proyectar como nunca su espiritualidad desde su momento existencial, el yo y el nosotros actual, hacia el devenir de la humanidad, el yo y el nosotros por siempre.

Y es en estos aconteceres históricos donde la “Fenomenología del Espíritu” de Hegel ve luz, como última pretensión de mantener la vigencia del paradigma del conocimiento que hacía aguas. Magnífica obra, hecha expresamente para manifestar con la mayor literalidad posible el pensamiento magistral de su autor. Por eso resulta densa, a veces confusa y hasta un tanto redundante. Seguramente hubiese quedado más clara y digerible intelectualmente en dos tercios o la mitad de su tamaño. Pero ella no está concebida con propósito meramente pedagógico, no con la intención evidente de exponer conocimientos sino convicciones, no de convencer sino de ser, no de ser aporte sino conclusión. Sin embargo, nada de ello desmerita el inmenso valor intelectual, el aporte histórico y  el importantísimo legado que le significó y le significa al desarrollo y evolución de la ciencia y su conciliación con los principios y propósitos superiores de las sociedades humanas.

Le criticaba Hegel  a su amigo Schelling el que éste delatara en sus escritos la evolución de su pensamiento, y por eso maceró él su obra para exponer un criterio pleno, autosuficiente y definitivo. Sin embargo, apenas estaba en prensa “La Ciencia de la Experiencia de la conciencia”, Hegel le cambió el título por: “Ciencia de La Fenomenología del Espíritu”, y luego por el título del primer capítulo: “La Fenomenología del Espíritu”; aún más, desde ese cambio la despojó de su carácter de constituirse en la primera parte de su sistema filosófico; hasta el punto de que dos décadas después no le había hecho ninguna corrección. Todo ello  evidencia que aún con el genio intelectual de Hegel y a pesar del esfuerzo de la estructuración perfecta de su pensamiento, la obra desde el mismo instante de su creación ya mostraba el conflicto del querer con el poder, motor de toda obra humana, como necesariamente era de esperar en tamaña pretensión intelectual.

El problema de la filosofía, concebida desde el yo para el yo y nada más que para el yo, es que excluía la mínima concertación respecto de cuestiones fundamentales, pretendiendo cada pensador nada más y nada menos que construir  un sistema pleno, verdadero, inobjetable y autosuficiente, que de guinda creara escuela para  difundirlo, cual credo, al devenir. Por ello resulta harto difícil comprender a cabalidad una obra como la comentada, pues habría que pensar como el autor, siendo esa la intencionalidad subyacente.

Así, al final de todo ello terminará el filósofo alienado de la realidad, del ser y del yo, de lo humano, de la  naturaleza, del universo, de Dios; ante lo cual no le quedará más opción que, entonces, hacer de esa razón ontológicamente desguarnecida, el absoluto capaz de elevar el yo consciente a ser histórico, cuyo espíritu, racionalidad o razón común histórica, se hallaría incluso  por sobre  la realidad, que al fin y al cabo es su construcción; por sobre el ser humano, en tanto no participe o no pueda participar del “espíritu histórico”; por sobre la ética, pues esta surge de la insuficiencia de la conciencia; por sobre la naturaleza, a quien ella conforma y le da sentido; por sobre el universo, que existe para ella; y por sobre Dios, a quien ha sustituido.

De esta forma queda configurada una de las obras filosóficas e intelectuales más grandiosa de todos los tiempos, pecando, como todas, en la intención de ser completa y verdadera, pero con la originalidad de expresar la cima del pensamiento filosófico y de lograr la estructuración funcional de la racionalidad humana, cuyas leyes y sistematización ella establece; ante lo cual resta solamente el desenvolvimiento “perfecto” del “espíritu histórico”, es decir, a partir de su actualidad conformar otra historia de las naciones, de las cuales la nación alemana constituye el arquetipo . (A este respecto cabría ubicarse históricamente  en la Alemania  de 1940 y preguntarle a Hegel qué ocurriría entonces a los individuos de aquellas naciones que no alcanzasen ese espíritu histórico, seguramente él ´y el Führer  tendrían mucho  que decir)

Dos defectos fundamentales delata el pensamiento de la “Fenomenología del Espíritu”:

Primero: El pretender mantener, como todo idealismo, secuestrado el conocimiento, en cuanto le pertenece al yo, se lo entrega a la conciencia, quien lo toma dentro de sí, lo vierte fuera de sí y lo retorna validado y conceptualizado, para qué  la reina razón lo contextualice y lo integre a un espíritu histórico, que sería, a la vez, el fundamento racional de la nación, y el vehículo mediante el cual la razón se potencializa y repotencializa hasta alcanzar su absoluto. Es decir, la razón no es un medio o siquiera una cualidad del ser, sino que ella es el fin, el ser mismo; por cuanto, en realidad, es el ser humano instrumento de la razón, medio para un destino manifiesto evolutivamente  en un fenómeno histórico-social-epistemológico de una nación diferenciada y  diferenciándose esencialmente respecto de las otras (razas).
Segundo: Es su alienación racional, es decir, el desprendimiento ilógico e irracional de la realidad, subyacente a la aparente solidez de la genial estructura que trata de explicar, sistematizar y justificar ontológicamente el fenómeno de la racionalidad humana. Por eso,
como era de esperar, la intención de conformar una “ciencia de la experiencia de la conciencia”, naufragó desde el inicio de la publicación de la obra. Quizás la nota de Hegel veinte años después,  descartando cualquier posibilidad de corrección de la Fenomenología, por  ser un “peculiar trabajo temprano”, expresa definitivamente  la impotencia y renuncia tácita a la ambiciosa y prepotente empresa iniciada en años dejados atrás por la misma “razón” evolutiva que aquella obra pretendía cautivar, cayendo  al final Hegel en lo mismo criticado a sus amigos filósofos: la inconexión, de forma y de fondo, progresiva e irremediable de su pensamiento, lo cual para muchos de los antiguos llegaba a durar siglos, pero que para su tiempo evolutivo, de la aceleración irrefrenable del  conocimiento, se evidenciaba  drásticamente durante  la vida del autor.

Tal vez la “honestidad” de Kant, es haber  expresado esa “impotencia” en el “noúmeno”, verdadero fundamento de la ciencia, al trascender los fenómenos. Cabe recordar que Kant dedicó gran parte de su vida a la observación y conjetura física, principalmente del universo, lo que definitivamente tuvo enorme influencia en su categorización del razonamiento y de su escepticismo filosófico respecto del conocimiento de la realidad. Siendo desde allí donde inicia Hegel, tomando los “fenómenos” distintivos de las cosas y resumiéndolos en un solo fenómeno de la conciencia y de la razón, entrañándose y extrañándose del yo hasta volcarse, en cuanto producto, terminado y, por ende, validado, como acercamiento al noúmeno,  cuya concreción es un resultado histórico, validado por la sumatoria en el tiempo de “razonamientos” plenamente concretados conforme a una conciencia histórica asumida y desarrollada. Es decir, para Kant, el problema conocimiento de la realidad radica en la cualidad del cognoscente; mientras para Hegel, solamente es cuestión de tiempo.

A Hegel le faltaron unas décadas para ver cómo se horadaban los fundamentos del inmenso castillo de azúcar cande que constituye su obra. Desde la Universidad de Berlín, ha debido tener noticias del descubrimiento de su vecino Francés, Nicéphore Niépce, de una tecnología que capturaba la “realidad” en gradaciones de luz, y que, ¡oh magia!, es fiel, en sus notas esenciales, a la percibida por la generalidad de los sujetos cognoscentes, es decir, mostraba la realidad desde una cualidad objetiva irrefutable; pero también, en contra de Kant, revelava la realidad desde una dimensión fenomenológica “antinatural”,  pero que aún así era la realidad, o sea, evidentemente el acercamiento al noúmeno. Qué no habría de sentir su amigo Schelling, quién sí coqueteó con aquel artefacto que le robaba el espíritu a las personas, al ver que la imagen del “daguerrotipo” en sus notas esenciales coincidía con la de los oleos del pintor.

El solo descubrimiento de la fotografía sirvió de bofetada a quienes sostenían la existencia de la realidad desde la construcción absoluta del sujeto cognoscente,  restregándole en cara una imagen captada y registrada por elementos puramente materiales. Empero, también les dio la razón, en cuanto la imagen fotográfica al final no es sino una interpretación foto-química de la realidad, incluso con aberraciones  técnicas que desvirtúan su objetividad, o captura fiel de la realidad,  dadas en la óptica o en los materiales y soluciones fotosensibles, pero que, corregidos apropiadamente, pueden efectuar un registro relativamente fidedigno de esa dimensión de la realidad. Pues, precisamente, ¿no podrá ocurrir lo mismo con la conciencia? Es decir, si captamos también una interpretación óptica-electroquímica de la realidad, que se registra en la conciencia, como una fotografía, pero no significada por la realidad que representa, sino significante, por la conciencia del sujeto que la construye y reconstruye, aunque sin despojarla de su esencia de realidad, la cual, validada  con el otro, con los otros, construyen  la conciencia de una realidad  fuera del sujeto, que es real, en cuanto al sentido perceptivo en común del ente cognoscente, o sea, terminar como una fotografía, representación “objetiva”, de la realidad funcional, ser objeto de conocimiento,  y por eso medible, comparable, verificable, validable y ampliable.

Lo que en Hegel se produce como un fenómeno cognoscitivo único y completo, expresable históricamente hasta su absoluto, bastaba con seccionarlo adecuadamente para construir un sistema de la ciencia funcional. Pero para ello era necesario reconceptualizar  la razón, el conocimiento, la realidad, la historia, la espiritualidad y el ser humano mismo; algo imposible, pues entonces, junto con sus conceptos, se extinguiría también Hegel. Porque, mutatis mutandis, a Kant  y a Hegel los mueve el mismo ánimo intelectual y expresan el mismo propósito histórico: preservar la filosofía en el sacrosanto sitial del saber que ha ocupado por veinticinco siglos; puesto en entredicho por una cadena de descubrimientos científicos y creaciones tecnológicas que horadaban el trono del filósofo, exigiendo otra forma de conceptualizar  el conocimiento que, ya por su cualidad ontológica y axiológica, ya por su forma o su fondo, ya por posibilidad o imposibilidad, ya por su carácter de instrumento o fin, desde su cimiento ha signado la evolución de la filosofía; tanto así, que, cuando se comenzó a dudar incluso del conocimiento mismo, inició el trastrocamiento de las bases de la filosofía. Kant resolvió ese problema escapando por la tangente, declarando incognoscible la realidad esencial; mientras que Hegel simplemente integró la ciencia a su sistema racional perfecto.

Quizás lo que más estupor e incertidumbre causaba a aquellos filósofos el nuevo estado de cosas, era que la mayoría, sino todos, los descubrimientos e inventos eran realizados por personajes sin la capacidad y formación intelectual que lo justificasen, algo inconcebible para el criterio de un conocimiento integrado a un bloque racional monolítico, cuya cúspide la expresaba el filósofo. Es decir, si  no se había descubierto el espectro de la luz, ni planteado la ley de la gravitación, logrado la síntesis del agua, descubrir el nuevo planeta Urano, crear la vacuna contra la viruela, crear la célula foto eléctrica, demostrado la dualidad onda-corpúsculo de la luz, era porque la filosofía no lo creía posible, entonces ¿qué estaba pasando? ¿Cuál era la lógica de todo aquello?

Ciertamente, poco tiempo le faltó a Hegel para ser testigo del vuelco radical concreto en la existencialidad y cosmovisión del ser humano, ya anunciada por su momento histórico. La filosofía, la física (filosofía de la naturaleza), la sociedades, la política, la cultura, serían trastocados por la nueva forma de plantearse el ser humano el conocimiento y de acceder a él, de manipularlo, de integrarlo, de desecharlo y de potenciarlo hasta cumbres ni soñadas por aquellos pensadores, pues representaba la concreción de un camino evolutivo, una concepción del pensamiento, del intelecto, de la conciencia, de la razón, de la espiritualidad, del ser  humano, fuera de los senderos preclaros y definitivos visualizado por aquellos.

Es que terminaba Hegel los textos de la “fenomenología” en la Jena que esperaba la batalla, los laureles al Emperador y la clausura de su Universidad, cuando un inglés tomaba las caricaturizadas ideas de Demócrito, para plantear la constitución atómica y conformación molecular de las cosas, es decir, yendo hacia  el neúnomeno, iniciaba una revolución en la concepción de la realidad. A dos décadas de su epitafio, otro inglés  obligaba al replanteamiento  absoluto del ser humano y de la humanidad, con “El origen de las Especies”, ya avizorada por la teoría “olvidada” de un francés, de la cual Hegel hubo de tener noticias, pero igual al Emperador de Francia, seguramente se negó a leer. No Digamos de la ley de conservación de la energía, de las leyes de la herencia genética, de la formulación de la tabla periódica, de las leyes del electromagnetismo, el descubrimiento de los rayos X, catódicos y del electrón. Apenas una parte de lo que le faltó a Hegel por “conocer” para “completar” su “sistema de la ciencia”.

Le faltó también a Hegel, enterarse de que por un “error experimental”  surgió una constante de Planck que daría lumbre a la teoría de la luz, que sumarían fuerzas con las teorías de relatividad especial y general, para el derrumbamiento definitivo de la “perfecta” estructura universal newtoniana. Además de la comprobación de la expansión acelerada del universo y de la teoría del big bang. Ni hablar  de la teoría de los quantos, del descubrimiento de la estructura del átomo y las amenazas de la física cuántica de causar un derrumbe más estrepitoso de los cimientos del saber de la humanidad, que el iniciado unas décadas atrás por la relativización del tiempo. Imaginemos si hubiese llegado al escritorio de Hegel un manojo de folios firmado por un tal Albert, explicando E=mc2, seguramente lo habría lanzado a la basura, por irreverente y absurda, como lo hicieran algunos en el propio tiempo de Einstein.

Empero, para no atribular más la conciencia del desconcertado Hegel, solamente nos adentraremos otro poco en el siglo veinte para darle a “conocer” la llegada del ser humano a la luna, el desarrollo tecnológico, el bosón de Higgs (parte de las “migajas” o partículas más pequeñas y fundamentales del universo) y el descubrimiento y manipulación del código genético configurante de la vida de todos los seres vivos, haciendo de la vida literalmente una “plastilina” que conforma evolutivamente  todo cuanto respira y excreta, y que, más allá de “El origen de las especies”, que “degrada” el linaje de Hegel hasta la abuelita “Lucy” en la “madre patria”, África; mirando ese código, el ser humano se ve en los chimpancés, en los cerdos, en las ratas, en las cucarachas…; y también se mira en la higuera, en el microbio y en el barro de donde salió, porque al final él no es sino polvo de estrellas, que explotan regando vida, posibilidad de la que él es concreción; siendo desde allí, desde la posibilidad de ese ser posible, que debe plantearse existencialmente el ser humano, y ello lo logra solamente existiendo y pensando, es decir, experimentando el vivir y proyectándolo espiritualmente como humanidad.

Hegel ya desde su propio tiempo iba siendo superado por la evolución inexorable impulsada por él mismo, y que, en tanto a la integralidad de su pensamiento, hoy lo ha dejado muy atrás; pero en cuanto a sus aportes, como todo saber humano y por su genial concepción,  siempre estará sujeto a actualización y a aportar en la construcción de la humanidad. Es una ley evolutiva, recogida por Hegel como el espíritu o razón colectiva. Pero dejemos a Hegel expresarlo: “…en lo que se refiere a los conocimientos, vemos que lo que en épocas anteriores ocupaba el espíritu maduro de los hombres se ha rebajado a conocimientos, ejercicios, incluso juegos de muchachos, y en el progreso pedagógico reconoceremos como calcada en una silueta, la historia de la formación cultural del mundo.”

Cabe acotar que, generalmente no existe correspondencia directa proporcional entre la excelencia formal y la eficacia real del pensamiento lógico racional.

De tal forma, Marx no pudo sino vivir bajo el mecenazgo de su amigo Hengels, y al ser éste, además de filósofo y  activista esporádico de izquierda, un acaudalado empresario burgués; pues así Marx, al final escribía su “capital”  bajo el usufructo de la explotación obrera. En Hegel, por su parte, resulta insólito que una racionalidad tan preclara justificase la esclavitud, hacia el pasado, hacia el futuro y hacia naciones o razas inferiores, considerándola históricamente superada sólo respecto de la raza superior; porque, al final, el ser humano no es sino vasallo de su racionalidad; Hegel comenzó señor y terminó ciervo de su estructura racional perfecta. De Nietzsche ni se diga, de pincel verbal prodigioso, eleva tan alto el  yo, que pierde éste absoluto contacto con la realidad, terminando como quien así lo concibió, en un manicomio. Y  Heidegger acorraló al ser humano entre su pasado y el futuro, dejándole una opción: el absurdo de desistir querer ser actual para ser en futuro, es decir, posibilitar un porvenir que nunca llega, expresado en la patria y la nación, que son o lo que fue o lo que será, pero nunca expresión concreta. Basta unos extractos de misivas a su hermano Fritz Heidegger, para ver la expresión real de su pensamiento:

18 de diciembre, 1931
  […]
Parecería que Alemania finalmente está despertando, comprendiendo y asumiendo su destino.
Espero que vayan a leer el libro de Hitler; los primeros pocos capítulos autobiográficos son débiles. Este hombre tiene un instinto político seguro y remarcable, y lo tuvo incluso cuando el resto de nosotros estábamos aún en la niebla, no hay manera de negarlo. El movimiento Nacional Socialista pronto ganará una fuerza completamente diferente. No se trata de la mera política partidista —se trata de la redención o caída de Europa y la civilización occidental. Cualquiera que no lo entienda merece ser aplastado por el caos. Pensar en estas cosas no es obstáculo para el espíritu de la Navidad, sino que marca nuestro regreso al carácter y misión de los alemanes, lo que significa el lugar donde esta bella celebración se origina.
13 de abril, 1933
¡Querido Fritz! ¡Quisiera desearte a ti y a los tuyos muy felices Pascuas!
Gracias por tu extensa carta. Con cada día que pasa vemos a Hitler crecer como estadista. El mundo de nuestro Volk y Reich está a punto de ser transformado y todos los que tengan ojos para ver, oídos con los cuales escuchar, y un corazón que lo incite a la acción se encontrará a sí mismo cautivado de profunda, genuina emoción —una vez más nos encontramos frente a una gran realidad y con la presión de tener que construir esta realidad en el espíritu del Reich y la secreta misión del ser alemán […].

 
Ya lo sentenciaba Descartes: “La experiencia enseña que los que hacen profesión de filósofos son frecuentemente menos sabios y razonables que los que no se han dedicado nunca a esos estudios.”  

Así, cual canto de sirenas, seguimos siendo subyugados por la grandilocuencia de Hegel; la magistral descripción del fenómeno económico, de Marx, y la practicidad de su proceso para finiquitar la historia; el verbo encantador de Nietzsche; el espíritu emprendedor de Heidegger; aún cuando  la evolución ya ha asimilado esos pensamientos desde el carácter común de insuficiencia intelectual esencial, por lo que no son ni ciertos ni falsos, ni útiles ni inútiles, ni temporales ni definitivos, sino simplemente ideas, cuyas ramificaciones o posibilidades cognoscitivas, se integran, se restan, se convalidan, se contraponen, se diferencian, se validan y desechan, conforme a la sensatez existencial evolutiva del ser humano.
 
Porque la humanidad implica un evolucionar relativamente lento pero ineluctable, que definitivamente deja tras de sí todas esas pretensiones de encallejonarla, de detenerla, de negarla, de descalificarla, de mecanizarla, de finiquitarla; en cuanto evidencias  de su verdad evolutiva, que las contiene como legado invaluable de aquellos personajes que desde sus seres tan humanos se atrevieron a proyectar y dejar testimonio escrito de su visión existencial, que es la de todos, en tanto experiencia histórica, impulsando así, para bien o para mal, a la humanidad.


MARX. ENTRE EL CIENTÍFICO Y EL FILÓSOFO

Y es dentro del siglo que abría las compuertas a la revolución del conocimiento del siglo XX, que surge el pensamiento de Carlos Marx. Un siglo de prepotencias idealistas, del reinado positivista, del materialismo como visión fáctica, inmediata, del fenómeno social humano, en contraposición al espiritualismo trascendental, alejado de la realidad social; y del parto de ciencia  y sus pretensiones de constituirse en la religión última de la evolución humana, cuyo cetro, por supuesto, ella ocuparía.

Inmerso en esa realidad tan rica y contradictoria en expresiones políticas, sociológicas, filosóficas, científicas, religiosas y culturales, Marx sincretiza en su obra todas esas manifestaciones, conformando una estructura cuyo fundamento lógico-racional sería tan sólido como validado resultare evolutivamente el espíritu dilemático del siglo XIX. Es decir, Marx tampoco escaparía del juicio de la historia, que lo dejaría atrás con su pretensión  de resumirla y finiquitarla; tomando de su obra aquello que resultare validado lógica, racional y espiritualmente.

De allí que lo perdurable de Marx, es su genial aporte de la descripción del fenómeno económico-social de su tiempo. Pero no tanto, como se suele creer, por la forma político-social que la manifiesta, sino por el trasfondo psico-social que expresa, es decir, por la hondura hacia lo profundamente humano, cubierta por la hojarasca del existir fáctico, de lo que ni el propio Marx se percató. Es decir, “El Capital” superó con creces las posibilidades interpretativas de Marx, anclado históricamente en aquel siglo,  y, paradójicamente, siendo una obra materialista, recoge y esconde un espíritu social muchísimo más profundo y cercano a lo humano que el de Hegel, que Marx no quería y seguramente negaría, porque entonces contradeciría las bases mismas de su falaz materialismo histórico.

Marx, hijo de jurisconsulto y próspero comerciante, y primo del fundador de uno de los íconos del capitalismo mundial, la Philips; era un burgués pragmático, de gran sensibilidad social y prodigiosa capacidad de análisis, pero de deficiente capacidad, o más bien, intención de introspección en la psiquis del ser humano, más allá de lo conductual. Siendo por esto, que su visión de la historia la hace desde la interpretación externa de la realidad social de su época, y de eso se explica también el desdén por el ser individual, que no comprendía,  y su sometimiento  a una existencia material, que lo avasalla. Tan es así, que si Marx hubiese internalizado conscientemente su pensamiento en la intimidad del ser humano, su obra habría sido radicalmente diferente, o, en otra opción, si hubiese diferenciado el carácter analítico científico del filosófico especulativo, la interpretación de su obra habría sido  más justa y sensata.

Recordemos que Marx no era un científico, en el sentido estricto del término, ni tampoco un filósofo de la talla y visión de Hegel, sino un pensador originalísimo, que miraba y describía el fenómeno económico-político-social desde la ventana que le abría el positivismo, y lo interpretaba con las herramientas de la filosofía idealista, para construir su propio sentido, propósito y fin de la historia, que habría de conmover el siglo por venir.

La perspectiva histórica de Marx, más allá del materialismo que la fundamenta, es expresión del momento histórico de la Alemania de la primera mitad del siglo XIX, la misma de Hegel, colocada en la cúspide del pensamiento universal y, por tanto, llamada a conformar un nuevo orden mundial, fundamentado en la cultura alemana. Siendo desde ese paradigma académico-cultural-histórico, que Marx, sintiéndose en esa cumbre de la racionalidad humana enunciada por Hegel, se siente legitimado para determinar la historia y con ella al ser humano que es su objeto, procediendo de manera, si se quiere, simple, invirtiendo algunos factores del pensamiento de Hegel.

De esa forma, mientras que para Hegel la razón colectiva, espíritu, es el motor de la historia; para Marx la historia es un devenir fáctico, determinado por la materialidad, que configura la espiritualidad, razón, humana. Es decir, el clásico dilema si fue primero el huevo o la gallina.

Aparte de lo jocoso, ese cambio de factores expresa concepciones radicalmente diferentes respecto del ser humano y de las sociedades en las que se manifiesta existencialmente. Para Hegel, la cualidad distintiva, exclusiva y única  del ser humano, es la razón, es decir, ser humano es ante todo una manifestación espiritual, racional, por lo que la existencialidad material no es sino el vehículo para la experiencia de la razón hasta alcanzar su absoluto. Mientras que para Marx, la cualidad principal del ser humano es su sentido de ser, de querer, de poder, que motoriza la historia y configura la razón, espíritu, que en resultado necesario de la experiencia de vivir, concluye en el cumplimiento de etapas determinantes del acontecimiento histórico, hasta que la conciencia sea capaz de invertir ese vasallaje del ser humano a su existencialidad material, alcanzando una especie de nirvana social,  de la historia hecha conciencia y de la conciencia hecha razón, y de la razón, plena, hecha en la sociedad perfecta. Y el personaje para llamar a ese nirvana o sociedad comunista, por supuesto, lo había engendrado la Alemania del siglo XIX.

En verdad resulta asombroso cómo Marx diverge casi irreconciliablemente de Hegel para al final terminar reinando en ambos la razón. Con la diferencia de que en Hegel históricamente la razón es desplegada hacia toda su posibilidad ontológica, mientras que para Marx, la razón es una construcción justa y necesaria, o sea, su carácter es instrumental a la existencialidad material plena.
 

Racionalidad y Espiritualidad
Lo cierto es que el ser humano es la racionalidad que lo identifica pero también es la materialidad que lo posibilita. Siendo del juego de esos dos caracteres que se construye la humanidad, vale decir, el ser humano se racionaliza existiendo y se humaniza o espiritualiza razonando. Todo es cuestión de entenderlo como un ser evolutivo, construido sobre primitivismos, y, por ende, con un imperativo fundamental  en su ser: existir. Teniendo allí razón Marx, en el sentido de que sólo existiendo pudo el ser humano pensar; pero también únicamente pensando es que esa existencia adquiere sentido ontológico, de verdaderamente ser; tomando aquí sentido Hegel, pues la inmensa desproporción entre los 500 mil años que se le identifican al humano moderno, con capacidad intelectiva muy semejante a la nuestra, en relación a los 4 mil años de historia, nos lleva al interrogante de entonces ¿qué ocurrió en el interín? ¿Por qué no ha sido proporcionalmente progresivo el desarrollo del saber y de la tecnología, sino que pareciera haber estado represados hasta hace unos cuatro mil años?

Indudablemente diversos factores materiales permitieron e impulsaron ese salto evolutivo, como el descubrimiento de la agricultura y la domesticación de los animales, que posibilitaron el establecimiento relativamente estable de grandes sociedades humanas; naciendo así el verdadero factor potenciador de la evolución y de la historia, la espiritualidad, que surge del encuentro con el otro, de mirarse como complemento del otro, integrado a un ser común, el ser humano, que los expresa desde el uno hacia un todos que los enriquece y dota a su existir de una cualidad que trasciende  su actualidad,  desde donde él viene y hacia dónde va, es decir, adquiere sentido de la historia, se hace espiritual.

Empero ese "espíritu" no es la racionalidad constructora o resultado de la historia, de Hegel y Marx, sino expresión integral del ser humano, sus valores, en sus creencias, en su intelecto, en su racionalidad, en sus conocimientos, en sus odios, en sus amores, en sus esperanzas y en su fe, conformando un fluir que empuja y tira de cada momento existencial hacia la humanidad, en cuanto acontecer trascendental del existir humano, y hacia la espiritualización, en tanto punto de referencia de la plenitud absoluta del ser humano, de su encuentro con Dios.

Esa discordancia de Marx con lo humano, en toda su amplitud conceptual,  deviene de casamiento intelectual con Hegel, que el autor de “El Capital” explicita cuando se refiere a la “Fenomenología”: “Es un libro grandioso, el primero que concibe la autogeneración del hombre como proceso”

Coinciden ambos, en que el ser humano, a la par de su existencialidad actual, participa  de un proceso histórico que lo construye. La diferencia es que para Hegel, ese proceso es una sumatoria “racional”, que concluye en la racionalidad absoluta; mientras para Marx, el proceso histórico es de experiencia de vida hacia la concientización, que concluye con una racionalidad “relativa” pero suficiente para la convivencia “pacífica”, “libre” e “igualitaria” del ser humano.

He ahí precisamente el punto flaco de Marx y Hegel, su racionalismo prepotente y ya decrépito, incapaces de ver al ser humano más allá de la facultad de raciocinios correctos o de soportar su vasallaje a la materialidad de su ser hasta que la razón le permita cortar y cambiar la historia. Ambos niegan al ser humano. La historia de Hegel lo discrimina, el espíritu de la nación hegeliana resulta elitista, segregacionista y exclusivista, la sociedad de Hegel no es fiable, por soportarse en sofismas. Mientras que Marx lo niega en su individualidad, objeto de sus pasiones, objeto de la historia y, finalmente, sujeto-objeto de una sociedad “perfecta”; pero jamás puede Marx concebir al individuo como sujeto de su ser, de lo social y de la historia, en cualquier circunstancia y tiempo, pues entonces se derrumbaría toda la estructura de su pensamiento.

Lo cierto es que la historia no se construye como lo conciben Marx Y Hegel: la sumatoria de incompletos hasta la plenitud final, sometiendo al ser humano al  karma de no poder ser plenamente en su actualidad evolutiva, y en consecuencia, perdiendo el sentido de trascendencia, resultando en un ser o escéptico o anárquico o frustrado o depredador de sí mismo.        .

En realidad, el ser humano y por ende, la sociedad, se expresan en su plenitud posible en cada momento de su existencia; es su esencia existencial, ser él posibilidad de su plenitud de vida, de la forma como le corresponda, como la acepte o como la decida, pero es su determinación, por acción o por omisión, consciente  o, aún, inconscientemente, por existir siempre en tanto posibilidad. Empero esa plenitud de la vida, en cuanto posibilidad concretándose, cambia de cualidad con el fluir de la historia, enriqueciéndose con la espiritualidad venida evolutivamente, y aportándole la suya al devenir. Igualmente ocurre con la sociedad, cuya expresión es plena en cualquier momento, es decir, no existe una media sociedad  o casi sociedad, sino que cualquier instante es expresión de toda ella, desde el cual toma la riqueza evolutiva que expresa.

De manera que nuestra abuelita evolutiva “Lucy”, por existir, vivió de suyo la plenitud de su momento existencial, como posibilidad de integrarse con el otro, con los otros que la complementan, los que existen, los que existieron y los que existirán; siendo esa la cualidad maravillosa que llevaba aquella pequeñita mujer dentro de sí, su espiritualidad, su alma, el vínculo que la integra al medio ambiente, a la naturaleza, al universo y la acerca a Dios.

Tal vez sea esa la causa de la verdadera angustia del ser humano, intuirse capaz de comprenderse él y comprender el universo dentro de sí, y sentirse demarcado por una  realidad evolutiva determinada, sintiéndose extrañado, imposibilitado de ese todo, queriendo ser más de lo que puede evolutivamente. De esa incertidumbre de poder ser, o de ser a plenitud  lo que no puede, nace la cultura, la historia y la humanidad, que no es sino la espiritualización histórica del ser humano.

Empero, esa incertidumbre existencial respecto del ser trascendente, no está en conflicto con el ser pleno inmediato, al contrario, resulta esencial a esa plenitud fáctica, pues su sola presencia, aunque sea solo como nota informativa remota del ser, es lo que cualifica lo humano, en cuanto posibilidad de todo lo posible; he ahí su plenitud y grandeza.

Ese individuo que es integralidad espiritual, es decir, que halla su plenitud en el otro, que trasciende su yo para construir el nosotros, pero también, desde el nosotros su yo se hace auténticamente pleno, o sea, la paradoja, el todos lo hace uno, la sociedad lo individualiza, lo integra espiritualmente al todos y le permite la potencialidad de su ser. Ese individuo que siente, sufre y ríe, llora y canta, odia y ama, que es malo y es bueno, que es justo y es injusto, que construye y destruye, que es amo y señor; que conoce, razona, cree, tiene esperanza, fe y tiene a Dios. Ese individuo no puede ser un simple objeto de la historia, ni intentar  liquidar al otro, que es él mismo; ni limitar su ser a la simple lógica o a la razón formalizada y deshumanizada; ni permitir que la materialidad le aniquile la espiritualidad,  le consuma la fe y lo despoje de Dios.

Ese individuo de ninguna forma puede concebir una sociedad en absurda confrontación dialéctica, del ser humano contra el ser humano, cuyo proceso de sintetización culminaría en la sociedad perfecta. Cuando su lucha no es contra el otro sino contra sí mismo, contra los vicios y antivalores, por la revalorización y espiritualización de su ser. Porque esa lucha en verdad es dilemática, complementaria, proporcional y probabilística. Porque la mejor sociedad posible es la actual, esa es su virtud, cumbre de lo pasado y fundamento del porvenir. Porque el enroque de los factores sociales resulta siempre en la misma sociedad, pues el ser humano sigue siendo el mismo. Porque es la revalorización y espiritualización  la que verdaderamente lleva a ser humano y a la sociedad a la plenitud de su posibilidad existencial.

Cabe distinguir entre la dialéctica de Marx y la de Hegel. La de Marx es esencialmente contradictoria y excluyente; mientras que la Hegel es diferenciadora. Para Marx lo falso es ajeno y opuesto a lo verdadero, y por eso es aniquilado. En Hegel lo falso es conformante de una integralidad desde donde mana la verdad diferenciada, que no se desecha, sino que sigue allí, conformante del todo, pues esa falsedad es, en tanto la verdad sea, porque, la falsedad es conformante de la verdad, lo verdadero sin lo falso carece de referencialidad, pierde sentido, por lo cual son inseparables del proceso que las conforma. Es decir, en aplicación de la dialéctica de Hegel, al diferenciar y prevalecer al ciervo, proletario, sobre el señor, burgués; éste seguirá como posibilidad, y, en tanto ambos constituyen expresión del mismo ser humano, y en cuanto la diferenciación es solamente en sus expresiones fácticas, inexorablemente volverá a manifestarse, iniciando una nueva diferenciación que concluya en la verdad, y así sucesivamente.  Al final, con ambas dialécticas  los cambios “revolucionarios”  son cosméticos a la sociedad, que en su esencia continúa igual; siendo la conformidad con los pírricos cambios sociales que la evolución en realidad asimila, evidencia de lo torpe y absurdas que resultan.

Es que el fenómeno de la existencialidad social del ser humano rezaga con creces las estrechas perspectivas de Marx y Hegel. Vida les faltó para ampliar su visión hacia el riquísimo, complejo y a la vez sencillísimo panorama existencial del ser humano. Vida, histórica evolutiva, que abofetea en cada realidad la prepotencia racional egocéntrica del pobre homínido pensante, que pretendiendo coartarla, seccionarla, limitarla, acortarla, falsearla, pervertirla, resumirla o finiquitarla, en elaboradas  estructuras lógico racionales; al final termina él resumido, adaptado y o desechado por la historia y la evolución. Y eso le pasaría al paradigma idealista alemán del siglo diecinueve, no sin antes dejar su huella indeleble en el siglo veinte.

El inmenso aporte salvable de Hegel a la ciencia, apenas se vislumbra a inicios de este milenio, en el cuestionamiento ético-racional  del conocimiento, de los límites de la ciencia y de su no conflicto con el ser humano y con la naturaleza, pues lo contrario sería absurdo y contradictorio con el ánimus del saber que motoriza al ser humano. Es decir, en el trasfondo Hegel tenía razón, pues la ciencia debe ser sopesada racional y espiritualmente, sino pierde sentido ontológico y se hace antihumana, y por ende irracional. Hegel lo enuncia sabiamente: “La necesidad interna de que el saber sea ciencia reside en la naturaleza de éste, y la única explicación satisfactoria a este respecto es la filosofía misma”


SOCIALISMO COMUNISTA Y NACIONAL SOCIALISMO

No es de extrañar que los dos grandes acontecimientos que marcaron el acontecer político social del siglo veinte, hayan devenido de aquel paradigma idealista alemán: El nacionalsocialismo de Adolf  Hitler, un gobierno, mejor dicho,  una estructura política fundamentada en una nación (espíritu histórico), un hombre (punto de enlace de la razón colectiva con la historia), una historia (espíritu colectivo), un partido (instrumento  evolutivo necesario, que sustituye a la sociedad) y un destino (el establecimiento de la sociedad perfecta, de la razón absoluta); que generó el más atroz genocidio que tenga registro histórico  la humanidad y causó la  segunda y última gran guerra “mundial” de las tantas que cuenta  el siglo  de la “sociedad del conocimiento”. El otro acontecimiento, es el establecimiento, a sangre y fuego, de un inmenso imperio comunista, que pretendió imponer a la humanidad el pensamiento político-social-económico de Marx, desmoronándose, como ineluctablemente debía ocurrir, junto con los muros físicos y de absurdos, de sofismas y de falacias que lo sustentaban.
 
Por eso no extraña tampoco el paradójico parecido entre ambas. Fundamentadas en la voluntad y esperanza de una sociedad “perfecta”, expresante de una racionalidad superior que la posibilita a un “pueblo”, quien la vive como concreción de un destino manifiesto; y a un individuo, con la conciencia y racionalidad subsumida en el  “espíritu histórico” y que cede su voluntad al líder (“mesías” portador de la verdad histórica) a través del colectivo (único y gran partido) como instrumentos para alcanzar el destino histórico de la nación. Lo que las diferencia  es simple perifollaje cosmético, que necesariamente debe concluir en tristes y estrepitosos fracasos políticos sociales, y eso ya la historia, en experimento social sangriento, lo comprobó.
 
Ese precisamente es el gran problema de la seguidilla de  “revoluciones” socialistas-comunistas habidas en el siglo veinte y en esta parte del veintiuno, fundamentadas en ideologías políticas construidas desde interpretaciones falsarias, extralimitadas o impertinentes del pensamiento de Carlos Marx; erigiéndose cuasi como religiones, reduccionistas, finalistas y fundamentalistas.
 
Así, resulta asombroso ver a los personajes “pensantes” del llamado “marxismo” (tal como el fanático religioso se aferra el creacionismo por sobre la evidencia histórica que lo niega, o defiende la Santa Inquisición por “salvar a la humanidad de grandes atrocidades”, o justifica, bajo argumento de fe, la censura y el ajusticiamiento de seres humanos por sus ideas y creencias, o declara como fraude la existencia del código genético) atribuyendo la caída del imperio soviético a la culpa del imperio capitalista; justificando la invasión militar de países, la confiscación de sus nacionalidades , el sometimiento al atroz despojo del ser humano de sus valores, creencias y fe, y su avasallamiento criminal a una nación, a una patria, a un colectivo y a un destino, impuestos bajo el argumento de la metralla; todo ello en función de destino histórico, la gran sociedad comunista.
 
Caso patético es el de un “intelectual” europeo, que en conmemoración de la caída del muro de Berlín, declaraba a la Alemania comunista ejemplo de desarrollo y bienestar social, y al “imperio capitalista” como su destructor… Las preguntas serían, entonces ¿Por qué las personas arriesgaban sus vidas para salir y no para entrar? ¿Por qué encarcelar a los ciudadanos tras muros y anillos de seguridad y asesinarlos salvajemente cuando intentaban salir, si eran libres y felices?  ¿Cómo puede ser feliz  y libre una nación invadida a punta de bayoneta, expropiada de sus valores culturales, tomadas sus mujeres, sometidos sus hombres y despojados sus niños de la patria? ¿Acaso no tienen siquiera dignidad los seres humanos para rebelarse contra todo eso que los niega y pretende aniquilarlos?

El imperio soviético, erigido a la fuerza del cañón, constituyó un gigantesco y criminal experimento social. Una inmensa estructura política militar construida sobre el despojo criminal  al ser humano de su individualidad, de su libertad, de sus valores y de su intimidad existencial más profunda, que es de él, con toda la gama de valores y antivalores que expresa su estatus evolutivo, pero es suya, es la cualidad que lo distingue existencialmente: la espiritualidad.
 
La llamada “guerra fría”, no fue sino un mutualismo entre dos sistemas político económicos perversos, justificándose recíprocamente. Un “juego” siniestro que tanto sufrimiento causó a generaciones enteras, todo por ideologías degeneradas, seguidas sin criticidad lógico racional, ni cuestionamiento ético espiritual alguno, por masas fanatizadas, alienadas de su ser para constituirse o en piezas materiales de gigantescas maquinarias de producción y consumo, o en hormigas  comuneras de una sociedad sin seres humanos.
 
No se entiende cómo puede torcerse de tal manera la racionalidad humana, pero ocurre, sin importar si la ideología es de “derecha”  o de “izquierda”.
 
La “ventaja competitiva” de la ideología capitalista es que no la arrasa la “navaja de Ockham”, por su simpleza ideológica, por no implicar un cambio trascendente en el ser humano, sino que ella se desarrolla y evoluciona a costa del sustrato de antivalores sobre el cual el ser humano se desenvuelve existencialmente y que tanto entorpece su andar evolutivo. Es decir, el antivalor capitalista no es accidental sino componente esencial del ser humano, tanto y cuanto sea su capacidad de valorar y valorarse. Por eso, no procede aniquilar  al individuo para extinguir el antivalor, ni  “voltear” el orden social para invertir la proporción de antivalores, ni basta ubicarse pasivamente respecto del antivalor para segregar al otro, su sujeto activo, pues el antivalor está presente junto al ser humano en cada expresión de su existencialidad.
 
De tal forma que la lucha contra el capitalismo, en cuanto maquinaria depredadora del ser humano, pervertidora de la sociedad y aniquiladora de la racionalidad y espiritualidad; no puede ser, de alguna manera, confrontadora y excluyente, pues el “nuevo” ser y su sociedad, arrastran consigo ese sustrato de antivalores que lo cualifica evolutiva e históricamente. Es decir, la sociedad no es un tarantín sustituible al gusto, ni  el resultado de la configuración histórica del estatus quo, sino que ella expresa y posibilita histórica y evolutivamente al ser humano actual en toda la plenitud posible de su existencialidad. Por eso la lucha “anticapitalista” eficaz no es contra el capitalismo (confrontadora), sino hacia un mejor ser humano y una mejor sociedad (revalorizadora)  “La competencia es un pecado, por eso procedemos a eliminarla”, John Davison Rockefeller:

De todas formas, Marx lega a la  humanidad su visión genial del fenómeno económico, el cual, en desconocimiento del propio Marx, permitía predecir la evolución actual de la economía y de la sociedad; en donde el proletario a alcanzado tal nivel de protección y de garantías, que desde aquella perspectiva del “Manifiesto Comunista”, un "patrono" de ahora sería considerado vasallo; aunque, no obstante, la depredación capitalista es hoy en día aún más eficiente. Precisamente ese es el asunto, el usufructo de la eficiencia, pues la historia ha demostrado que la voracidad del capitalismo ya no tiene como fin directo el ser humano, obrero, y el plusvalor por él generado, sino el aprovechamiento “eficiente” de los recursos naturales o de cualquier tipo disponibles. Por eso
la conciencia no debe ir en contra del patrono, que es al fin y al cabo un trabajador, instrumento de un ánimo de explotación y aprovechamiento egoísta de los bienes ínsito a la sociedad; sino precisamente hacia ese ánimo, hacia la propia racionalidad y espiritualidad del ser social, y, a nivel material concreto, hacia otra forma de acceso, aprovechamiento y control de esos bienes comunes, que le son útiles a su propósito existencial, es decir, lo que debe revertir no es al ser humano situacional, sino la cualidad de los términos, eficacia y eficiencia, en aras del aprovechamiento  proporcional y justo de los recursos. Con eso sería más que suficiente  para avanzar hacia sociedades más sensatamente justas, pacíficas y democráticas.

 
ENCUENTRO DE IDEOLOGÍAS

Generalmente la ideología de izquierda se analiza en su contradicción con la respectiva de derecha, y viceversa, presentándolas como contrapuestas, absolutamente excluyentes. Empero, como se ha establecido en párrafos anteriores, tal criterio resulta, socialmente distorsionado y discriminatorio, ontológicamente  limitado, políticamente torpe y científicamente falso, pues ambas perspectivas políticas expresan al mismo ser humano, a la misma sociedad, a la misma humanidad; por lo que la mutua exclusión no tiene posibilidad alguna dentro del sistema democrático, sin anarquizarlo, incluso hasta los límites de la confrontación armada entre conciudadanos. Por ello cualquier análisis posible debe ser dilemático, diferenciador, integrador y complementario, de manera de obtener un criterio, negativo o positivo,  ajustado, no a una ideología o doctrina política, sino a al ser humano en su simple y trascendental circunstancia existencial.
 
Por todo ello, nada mejor que el pensamiento del dictador uruguayo de ultraderecha  Juan María Bordaberry, como trasfondo  contrastante  con la ideología neocomunista que amenaza con renacer en nuestra América latina.
 
Bordaberry fue un pensador fino, de dotes intelectuales sobresalientes, católico practicante, convencido de su ideología y, por esto, políticamente honesto. Luego entonces  ¿cuál fue su “pecado” político y  cuáles son los puntos  diferenciadores y coincidentes, y hasta de “encuentro” con el actual neocomunismo?
 
Primero  veamos lo que dice el propio Bordaberry en unos textos que no tienen desperdicio para el estudio de la ideología de ultraderecha, obsérvese las asombrosas coincidencias con el neocomunismo que se hilan en sus párrafos: http://hispanismo.org/cultura-general/9451-textos-de-juan-maria-bordaberry.html
 
De tan preclaro pensamiento se extraen tres diferencias fundamentales: 
1)  Para la ultraderecha  el orden social dado está históricamente justificado, por lo que preservarlo es condición sine qua non para la paz social. Mientras que para el neocomunismo el orden social debe ser invertido, mediante la rebelión y subsiguiente “dictadura del proletariado”, siendo  esa inversión del orden social, premisa esencial al triunfo revolucionario.  
2) Para la ultraderecha el orden, la paz y el trabajo, privan por sobre la justicia, igualdad y solidaridad, es decir, lo importante son los resultados, su fe es concreta. En tanto para el neocomunismo, solamente en un ambiente de verdadera justicia, igualdad y solidaridad, es posible el orden, la paz y el trabajo, quedando la sociedad entre el discurrir metafísico y la anarquía, la confrontación y la terrible improductividad. La fe es sustituida por la voluntad.
3) Para la ultraderecha  la paz  se posibilita en la preservación del orden social históricamente configurado. Mientras que para  el neocomunismo, la paz deviene de la inversión de ese orden histórico.

También  se visualizan tres coincidencias: 
1) Ambos actúan honestamente desde sus verdades ideológicas. Para la ultraderecha, esa verdad se expresa en el orden “natural” histórico de las cosas. Para el neocomunismo, la verdad ha sido revelada por una conciencia histórica estratificada, desde la conciencia plena del guía supremo, hasta la conciencia parcializada pero suficiente del proletario.
 2) Ambos son contrarios a la democracia, pues desde sus verdades cualquier postura ideológica en opuesto es falaz. Las dos resultan excluyentes, deterministas, reduccionistas y fundamentalistas. 
3) Ambos concluyen, mutatis mutandis, en Estados totalitarios, en sociedades frustradas, grises existencialmente,  y en individuos despojados de la posibilidad plena de su ser humano.

A ambas ideologías las une sus diferencias y sus similitudes, pues el trasfondo, anti lo humano y anti lo social, en su amplitud y plenitud existencial, es el mismo.

Es que todo ese seccionamiento del ser social del humano, desde la ultraderecha a la ultraizquierda, ha sido elaborado conforme a situaciones fácticas del cuerpo social, sin ningún fundamento ontológico, axiológico, racional y espiritual. Por eso ha sido imposible sostener alguna postura rígida en la actividad política concreta, pues el corrimiento mayor o menor hacia uno u otro extremo, o a ambos a la vez, refleja lo artificioso de tal seccionamiento y  lo incompleto, ineficaz y torpe, desde cualquier postura o política que se parcele en ese círculo ideológico, puesto que el epicentro de ese círculo lo constituye el ser humano mismo, referenciando el área integral de su ser social, en donde izquierda, derecha y centro, son solo referencias equidistantes e integrales; y donde las ultra, derecha o izquierda, se encuentran en el mismo ser que expresan. Por eso los gobiernos fundamentados en ideologías que niegan al ser humano en toda su integralidad existencial, aún presumiendo la buena fe, están condenadas a estrepitosos fracasos, tienen término de caducidad como opción política.

Por ello, la eficacia política debe desarrollarse desde el sustrato existencial del ser humano, considerado en toda su integralidad, conciliando, en lo actual y el lo trascendental, el ser real con el posible, que ya es suficiente ganancia, pues la “valorización” supone tal grado de conciencia, racionalidad y espiritualidad, que su manifestación en el cuerpo social es exponencial, es decir, leves variaciones en la valorización social, pueden implicar drásticos cambios en la sociedad. El problema es que absurda y torpemente se cree que atacando y exterminando los antivalores se prevalecen los valores, y no es así, no puede ser así, pues la “valorización” supone acción continua, cierta, concreta, actual y trascendente; porque el antivalor referencia  el ser actual desde el ser posible, es una categorización retrógrada; mientras que el valor implica la ponderación del ser actual hacia el ser posible, en categorización evolutiva; constituyendo ambas, la misma medición, de la misma realidad y del mismo fin; ya que el antivalor sin el  valor carece de sentido, no existe, siendo ambos expresión entrópica de la existencialidad humana, en la que el juego probabilístico va configurando y reconfigurando evolutivamente al humano ontológico, axiológico, ético y espiritual.

Veamos estos ejemplos: Considerando al escalador y la cima: La valorización expresa la acción de escalar y la situación actual (valor relativo) respecto de la cima (valor pleno), es optimista; mientras que el antivalor constituye la posición actual ponderada desde la cima y desde la inercia que impide el subir, es pesimista. Es decir, la valorización es ante todo un estado de conciencia, un traslado de la referencialidad existencial, que debe producirse por ponderación dilemática, contraste, diferencialidad, proporcionalidad, integralidad y complementariedad. Otro ejemplo sería: Si tuviésemos un bien (valor pleno) armado de centenas de piezas, como un rompecabezas,  y lo lanzamos al aire, el resultante en el piso, en relación, degenerada, desde la figura inicial perfectamente ensamblada, constituye el antivalor, que en definitiva es el mismo valor o bien, pero ineficaz,  en mayor o menor grado, respecto de su cualidad ontológica axiológica. Y precisamente a ese grado de acercamiento al valor, ese resultante considerado como una acción, actualidad, evolutiva hacia el ensamblaje perfecto del bien o valor, constituye la revalorización.

El capitalismo es estructuralmente inestable. Ciertamente tiene etapas “prosperidad” y de “bienestar social” más o menos amplias, pero ellas son seguidas por otras de gran depresión económica, conformando sus ciclos característicos. El capitalismo ha demostrado gran apertura hacia diversas manifestaciones políticas y religiosas, y enorme capacidad de asimilación de las reivindicaciones de los diversos grupos que política, social, ecológica y culturalmente se les contraponen, tomándolas para sí y engranándolas a su inmensa maquinaria económico política. 

En este sentido, el caso de la República Popular China es patético; un Estado comunista que terminó siendo la segunda economía capitalista salvaje del mundo. Y el de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas ni se diga, nacida de una revolución bastarda, a la sombra de una revolución burguesa-campesina anti monárquica y reivindicatoria históricamente rezagada de aquella del  “tercer estado” de Sieyes; pero que, literalmente al fuego y a la sangre de los mismos revolucionarios, fue transformada y vendida al mundo como revolución comunista; cuyo carácter falsario queda en evidencia por ser una revolución obrera, del proletariado, contra el burgués capitalista, en una nación con su estructura productiva esencialmente agrícola y muy rezagada tecnológicamente respecto de los países industriales capitalistas europeos. Es decir, una revolución de menos obreros y más campesinos (que relativamente son ciervos pero también pequeños terratenientes), quienes junto a muchos  burgueses confrontan al poder monárquico que los avasalla; o sea: ¿A qué se parece la revolución rusa?

Revolución, la rusa, que devoró a sus líderes revolucionarios; exactamente los llevó a una purga atroz de la divergencia conceptual y de los intereses materiales contrarios. Ni decir de las persecuciones y asesinatos a los antiguos “camaradas” y a todo aquél que pensara diferente o simplemente pensara en lo que no se podía pensar; dirigidas por un personaje siniestro, Joseph Vissarionovich Stalin; criminal que al mando del imperio soviético impuso su impronta de terror a sus propios conciudadanos, a las naciones que invadía y sometía militarmente y al mundo, tratando, como el Führer en su momento, de imponer una ideología a la racionalidad y espiritualidad humanas, cuya libertad y autonomía, como siempre, al final se impusieron.Todo ello determinó el principio y el fin de ese adefesio teórico-ideológico-fundamentalista que es el marxismo-leninismo. “Revolución”, que para construir un Estado comunero, soviets, exterminó a los individuos, despojándolos de su libertad de conciencia y de la autonomía de su voluntad, coartando su racionalidad, extirpándoles la espiritualidad y confiscándoles a Dios. Revolución, que en su fundamento conceptual llevaba implícito su epitafio: Fracasó por falsa y criminal, por atentar contra el ser humano, sus valores, su racionalidad,  su familia, su nación, su patria, su cultura, su creencia, su espiritualidad y su fe.

La otra “gran revolución” del siglo veinte a mencionar, es la de la bella isla que besa con sus aguas al imperio capitalista: Cuba. Hija bastarda de la Rusa, por cuanto nació de la transformación ilegítima y forzada militarmente, desde el triunfo de un  movimiento de liberación nacional, amplio en su origen, como correspondía a la conjunción de conciencias y voluntades hacia la liberación de una nación; pero que luego, en la embriaguez de la victoria, una parte de la camarilla de comando optó por traicionar el espíritu diverso de aquel movimiento nacionalista, plegándose a la égida comunista del marxismo-leninismo ruso, lo cual también le significó el aleccionador  epitafio que de un tiempo para acá, la historia y la evolución, con su fuerza de la verdad, viene irremediablemente despixelando.

La revolución comunista cubana, aparte de la ilegitimidad de su origen, constituye ejemplo arquetípico del fracaso de imponer la hegemonía de una ideología a las sociedades humanas, que de su esencia son amplias, diversas y sobre todo libres. Su error fundamental fue creer que exterminando literalmente, fusilando, o en el mejor de los casos expatriando al terrateniente y al burgués capitalista, despojaban de antivalores a la nación y así podrían crear la sociedad comunista; sin considerar que esos antivalores continuarían manifestándose en el cuerpo social, pues son constituyentes del ser humano. ¿Inocencia o hipocresía?

Así pues, el fracaso no es de extrañar. Ahora los cubanos están volviendo a todos aquellos “antivalores” de los que hubieron renegado: la democracia, la propiedad privada, la libre competencia, el libre mercado regulado, la “individualidad”, libertad de conciencia, la autonomía de la voluntad, la espiritualidad y la fe en Dios.

Bien pudieron aquellos líderes, en su momento, ampliar socialmente el movimiento de liberación y conformar una nación fuerte, democrática, libre, justa, igualitaria y con otra ética de político, de lo social y de lo humano; precisamente todo lo que carecían en su ideología pervertida. Empero, se decidieron por ser cola de león en vez de cabeza de ratón, terminando “embarrados” por razones obvias.

Lo ponderable históricamente de la Cuba revolucionaria, ha sido el ejemplo de su lucha independentista y su renuencia a constituirse en el  ”espacio vital” del imperio colindante; pero en ello también erró estratégicamente, cayendo en la paradoja de someterse a la tutela de un imperio para librarse del otro; además, por el contraste negativo del fracaso evidente (aparte de los logros puntuales) de la intentona comunista, hoy más que nunca las nuevas generaciones de cubanos están más desguarnecidos ante la arremetida capitalista “salvaje” del vecino. Tal vez la “suerte” del gobierno revolucionario cubano para prorrogar por unas décadas el desvelamiento de su epitafio, que debió ocurrir mucho antes, fue el “boicot” económico del imperio, que aglutinó aquel espíritu nacionalista irredento en torno al orgullo y dignidad de un pueblo.

Otro error fue también, ceder al “piropaje” y galanteo de parte importante de la intelectualidad mundial. Personajes que aparecen como abejas ante la miel, cada vez que cualquier país rompe su hilo institucional y anuncia una revolución, de lo que sea, proponiendo acciones políticas que ni por asomo plantearían en sus países. Cuba no tuvo voluntad para resistir la seducción intelectual y el halago político de ser la primera nación que concretara el comunismo en el planeta tierra, o sea que iniciara el comienzo del fin de la historia. Qué más les daba intentarlo, si estaba facilito, si todo era cuestión de seguir a pie de letra a Marx y a Lenin, y el fusil haría lo demás. Iniciando así el coito de medio siglo entre el marxismo- leninismo y la Cuba revolucionaria, libre hacia afuera, pero vasalla de una “revolución”  “mundial”, de unas "luchas" y unos "ideales" que no eran los suyos.

Al final algo bueno dejan esos experimentos sociales descabellados, y siempre la experiencia queda, aunque por ajena, pareciera no servir de mucho para evitar a otros volver cometer aquellos yerros.


EL ESTADO DEMOCRÁTICO DE DERECHO Y DE JUSTICIA

De manera que la forma políticamente comprobada para posibilitar el desarrollo existencial tanto del individuo como de la sociedad es el Estado democrático de derecho y de justicia, validando la redundancia, constituyéndose en la razón social conformante del medio ambiente social justo, igualitario, pacífico, diverso, alternativo, complementario, soberano y de derechos inmanentes y progresivos del ser humano.

De todos los componentes de ese medio ambiente social, fundamental a la viabilidad  política de cualquier sociedad, cabe resaltar aquí uno no tan bien ponderado, pero de vital importancia por su contradicción absoluta con los proyectos políticos hegemónicos revolucionarios: la alternabilidad. Que no supone la mera sustitución física de los actores políticos, sino la simple posibilidad, real, de la coexistencia pacífica de visiones, proyectos e ideologías políticas, dentro de la estructura sistematizada institucional del Estado; es decir, permitir la mayor integración posible de todas las expresiones políticas, que en su óptimo actual supondría siempre un centro lo más amplio posible, con difuminaciones, sino armoniosas, tolerantes hacia los extremos; limitándose las ideologías a su justa ubicación  o corrimiento de ese centro. De manera que la alternabilidad constituye un factor esencial a la existencia del Estado democrático, y, por ende, a la paz social.

 
La Institucionalidad y el Cambio
A la  llamada Edad Media se le desprecia con cualquier cantidad de epítetos, tal vez porque no brilló intelectualmente como la “clásica” y la “moderna”. Ello es cierto, pero porque en esos tiempos se encuentra el ser humano dado a un menester más importante y trascendente que la elucubración filosófica o las guerras por imperios; está experimentado, aprendiendo a vivir en sociedad, a coexistir en paz. Por primera vez tiene el ser humano una dignidad propia de su ser, por primera vez mira al otro como a sí mismo, por primera vez tiene un lazo de amor con su familia y con el prójimo, por primera vez tiene un baremo ético que le permita conducir con mayor sensatez su existencialidad, y lo más importante, por primera vez  tiene un destino, suyo, de todos, expresado en su humanidad, sustentado en su espiritualidad y referenciado por Dios. Es decir, estaba construyendo el fundamento del mundo moderno, con su renacimiento, y del mundo contemporáneo, y su revolución tecnológica.

Porque la organización feudal significó un progreso político sin precedentes en la historia de la humanidad, pues implicaba una fórmula lógico- racional- espiritual, práctica y trascendente, que desde un núcleo fundamental, la familia, y una estructura social muy tosca, pero circunstancialmente funcional, permitía la integración y la coexistencia pacífica de los seres humanos. Por supuesto que ese modus vivendi político era muy imperfecto e injusto, pero su instrumentalidad existencial y significado político social cultural a la humanidad, son incuestionables.

Siendo desde esa cosmovisión y hecho vivencial, donde el Renacimiento finca su replanteamiento existencial y  asienta los valores del mundo clásico, para erigir su modernidad. Y es desde todo ello, pasando por experiencias de todo tipo, que  se encuentra el ser humano, al  fin, desde su institución primigenia, la familia, con  el Estado, la sociedad, el Derecho y los Derechos Humanos, como razones naturales a su ser social.

Un elemento que cabe señalar, que los resume a todos, es la institucionalidad. Más que un factor tecnócrata, es ella una estructura sistematizada holística y sinérgicamente hacia la convivencia democrática, pacífica, justa e igualitaria, de los seres humanos. Implicando un paso cuántico en la evolución política de la humanidad; pues conforma una razón natural que trasciende al individuo  y lo despoja de cualquier facultad falaz de imponer su querer y voluntad a la sociedad. De manera que el querer y la voluntad de la nación humana institucionalizada, no es la de un individuo, ni aún la colectiva de una sociedad determinada, sino que responden a una manifestación histórica-evolutiva de ser, a plenitud, en individualidad y en sociedad, concretada, vivida y construida  en cada realidad histórica.

Dos factores y un resultado sustentan la institucionalidad: Dinamismo,  estabilidad y equilibrio. Es decir, la institucionalidad, en cuanto expresión de la actualidad evolutiva, es esencialmente dinámica; pero también, en tanto no es un mero tránsito hacia un hasta, sino que al pretender la plenitud de cada actualidad, desde siempre y para siempre, por antonomasia es estable. El equilibrio, por consiguiente, expresa la eficacia de la institucionalidad y supone un compromiso histórico, evolutivo, racional, espiritual, y sobretodo ético, entre la estabilidad y el cambio. De esa forma se puede decir que la estabilidad política-institucional de una sociedad, alcanza tanto y cuanto el cambio se rezague o se desborde de su pertinencia historica-evolutiva.

Al final, la acción política en una sociedad se resume en la administración del cambio social. Y el instrumento fundamental para encauzar y regular el cambio es jurídico: La Constitución Nacional; que adquiere su estabilidad material o formal de la lógica y racionalidad de su estructura funcional, y  su estabilidad histórica-espiritual, de la conciencia, convicción, respeto y sentido de pertenencia, de toda la sociedad.

Resulta de capirote decir, que si se desequilibrare vilmente la Constitución Nacional, el derrumbe del equilibrio institucional y el consiguiente caos social, serían inevitables.

La destrucción de la institucionalidad, la desintegración de la sociedad y la alienación del individuo, siempre comienza por la ruina espiritual y material de la familia, sustituyéndola por una patria vacua, rebosada de pasado y de comunas, pero vacía de individuos. El error fundamental del comunismo y neocomunismo, ha sido la destrucción del individuo y de la familia para sustituirlos por la comuna o colectivos, aniquilando a la sociedad. Porque los Estados comunales suman comunas y colectivos pero no seres humanos.

Estos aspectos de la sociedad y su institucionalidad, deberían ser tomados en cuenta por las revoluciones; que por no saber administrar el cambio y su pertinencia, terminan devorados por los monstruos sociales que engendran.

 
Estado Comunal vs Estado Democrático de Derecho y Justicia.

A continuación se transcribe una visión de las perspectivas del Estado comunal y del Estado democrático, desde otra publicación de quien escribe:

“Para el Estado comunal, el ser humano es objeto de la historia. El individuo está mecanizado materialmente a la historia que lo determina existencialmente, situación de la cual sólo puede liberarse revirtiendo, revolucionando, el orden natural, social, de las cosas, tomando conciencia de su condición objetual, vasallo, proletario, obrero, pueblo, para hacerse sujeto constructor de su propia historia. Este individuo ha sido escindido históricamente en dos seres (clases): El privilegiado, explotador, usufructuario del poder; y el oprimido, débil, pisoteado por el poderoso y por la toda la estructura social conformada para sustentar ese estatus quo. Así pues, luego del enfrentamiento inevitable entre las clases sociales, el nuevo orden social será justo, igualitario y pacífico, gracias a la voluntad del súper individuo, colectivizado por la conciencia de clase, dueño y señor de su ser, monarca de sus pasiones, emperador de sus antivalores y  soberano de sus creencias, él será Dios. Al final, la historia no es sino una farsa ontológica, con fecha de caducidad. El individuo objeto es pueblo y el pueblo, consciente de sí, es colectivo; por lo que el ser individual no tiene espacio vital posible. El individuo es objeto por determinación histórica y sujeto por su voluntad, de la cual emana todo, por tanto, le  basta el querer para poder; él es esencialmente voluntarista. Siendo esa voluntad plena de poder, una conclusión histórica justa, y en consecuencia, verdadera; luego, no admite contrarios, pues entonces la misma dialéctica, ya superada, la negaría como verdad, y no  siendo verdadera no es plena, y por ende, resultaría nuevamente oprimida. Es decir, ese individuo, redimido de la historia, aliena su conciencia hacia el colectivo, avasallado otra vez en su uno, por un de todos que no es de nadie. Ese ser ido de si, con su lógica existencial excluyente y en conflicto perenne, dueño de la verdad revelada por la historia y sin el sosiego existencial de no alcanzar la “utopía”, es contrario a la diversidad de la democracia, que construye lo verdadero desde el todos; no tolera la alternabilidad, porque es impedimento para alcanzar su nirvana, la sociedad comunal; y, por consiguiente, le estorba la institucionalidad, que le entraba la hegemonía de su verdad en la sociedad.
 
Para el Estado democrático de derecho y de justicia, al contrario, el individuo es sujeto de la historia, él no la sufre o padece hasta un hasta qué, sino que la vive, la sufre, la goza, la llora, le canta, desde siempre y por siempre. Su ser no se escinde en dos por una historia cruel, al contrario, se hace más uno con el devenir existencial histórico. Él hace la historia y la historia lo construye en su humanidad. Él se sabe vasallo y señor, por eso, su lucha no es contra el otro sino contra sí mismo; por eso, el dilema no es material sino espiritual, por eso, no pretende el absurdo de extinguir al otro para ser en plenitud, ni abandona su ser para ser colectivo, pues es desde la plenitud del uno que se construye la riqueza del todos. Él se sabe expresión diferenciada de un ser humano social, que lo trasciende en la potencialidad de ser y en espacio y tiempo, que lo integra holística y sinérgicamente al todos, mediante la estructura sistemática de la institucionalidad. Él no tiene la verdad, la busca con el otro, la construye entre todos. La incertidumbre es su motor. Él necesita de la diversidad su complementariedad y riqueza existencial. Él, en cuanto sujeto histórico es pueblo, y en tanto sujeto de derechos, es ciudadano. Él no persigue utopías, pues su utopía es su humanidad, y él la posibilita en su aquí y ahora, es su responsabilidad histórica y su derecho humano. “
 
En definitiva, en los albores del tercer milenio, la luz de nuestra actualidad evolutiva ilumina un sendero despejado de las falacias de aquellas ideologías y de los voluntarismos fuera de toda realidad, que creyendo prepotentemente poder pasar por sobre al individuo para construir la sociedad perfecta, terminaron destruyendo al ser humano; y  también con ese sendero  libre de la perversión de la lógica, racionalidad y espiritualidad que significa la adoración y sacralización de los criterios políticos filosóficos de personajes  históricos, más allá de justo aporte, presente o futuro, a la evolución de las sociedades.
 
De  sensatez debe ser la acción hacia ese sendero, de racionalidad su calzada, de espiritualidad su rumbo y de pertinencia su propósito: la plenitud  posible del individuo y de la sociedad desde su actualidad evolutiva.
 
Solamente aceptando que izquierda, centro, derecha, conservadores, liberales, capitalistas, anticapitalistas, individualistas, socialistas, son expresiones políticas existenciales del ser humano, en su integralidad, y que, por ende, la sociedad debe conciliarlas y garantizarles su espacio vital, para desde allí, desde la integralidad existencial del ser que siendo humano construye su humanidad y avanza hacia la espiritualidad, desde ese ámbito esencial posibilitar su plenitud evolutiva.
 
No se trata de prepotencias ideológicas, ni de vanidades discursivas, ni de súper hombres que pasen por sobre la historia, la evolución y por sobre Dios mismo. Simplemente se requiere de un mínimo de humildad intelectual, de racionalidad y espiritualidad, para asumirse el ser humano como parte de un universo, y en consecuencia, ubicarse en su justo lugar evolutivo existencial.
 
De polvo de estrellas viene el ser humano, y en polvo de alguna estrella habrá de terminar, junto con todo su perifollaje y parafernalia política. Ese lapso evolutivo, ineluctable, lo privilegió a él con tres cualidades existenciales inmateriales, pero tan reales como las estrellas que alumbran el universo: la vida, la racionalidad y la espiritualidad.
 
Es entonces, la vida racionalmente desarrollada y espiritualmente vivida, el propósito existencial de ese homínido pensante que pretende conocer el universo para conocerse a sí mismo. Siendo ese también el inmenso peso que carga en su conciencia y la fuente de las ideologías políticas y el motor de las revoluciones: no poder ser en toda la posibilidad de lo intuido, en lo actual y en lo trascendental, ni poder intuir la posibilidad absoluta de su ser.
 
La primera gran revolución, del vivir racional y espiritual, inició junto con el ser humano; y el hecho de que hoy pueda contarlo, evidencia su triunfo. Por eso la mejor época que haya vivido la humanidad es la actual, y aún mejores serán las por venir.
 
El ser humano, con su conciencia, racionalidad y espiritualidad, revoluciona su existencialidad; siendo la sociedad, el Estado, el Derecho, la institucionalidad, la democracia, bienes del acervo político evolutivo revolucionario de la humanidad.

La humanidad, ha sido, es y será la más grande y profunda revolución del ser humano.



Javier  A. Rodríguez G.

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