lunes, 20 de julio de 2015

REFLEXIONES II. ¡¡UN SIGLO!!

En las retinas cansadas y opacas crece la estampa del que se acerca a la cita diaria en aquel derruido muro, también contemporáneo al siglo que los vio nacer, y ahora silente testigo, minuto a minuto, hora a hora, día a día, de los últimos instantes de sus existencias.

Es que en donde otros miran al anciano de caminar avasallado por la gravedad, él ve al niño amigo de tremenduras y al compañero de aventuras, vividas o simplemente soñadas, que al final sería lo mismo, pues para soñar debieron vivir, y para existir a plenitud en su humanidad hubieron debido soñar. Tal  vez esa sea el don mágico de los artistas, el poder expresar físicamente el maravilloso mundo que su espiritualidad les revela. En otros, en cambio, ese mundo permanece refugiado dentro de ellos, enriqueciendo dilemáticamente su mundana existencia material también como manifestación de fe. Por eso, el que posee fe es porque es capaz de soñar, y si sueña es porque percibe un mundo tan real como el físico: el espiritual.

Ambos sentados, como todas las tardes, como todos los días, esperando al tiempo y su cobro ineluctable.  Cada día ganado es un triunfo de la vida por la vida, no sobre la muerte, pues antes que el nacer, es el morir el que manifiesta la posibilidad plena de la vida; basta  una lágrima, una sonrisa, un recuerdo, para comprender la transcendencia del vivir. Además, un ser viviendo por siempre contradeciría la razón y propósito de la evolución y su motor: el cambio. Porque la muerte no implica destrucción sino posibilidad evolutiva,  y por ende, oportunidad de sobrevivencia.

Y es el ineludible acercamiento a ese umbral evolutivo lo que le va esclareciendo al ser humano el verdadero valor de la vida. Es la paradoja de su existir: Aprender a vivir mientras muere. Es el motor de la evolución moviéndonos irremediablemente hacia la conformación  de su expresión concreta: el universo; con su manifestación más sublime: la vida. Porque la vida no es el manantial que pasa sino el fluir que nos conforma y al que conformamos. Por eso la vida no se escapa, ella se atesora con el tiempo.

Cuánto cambiarían el ser humano y las sociedades si entendiesen eso. Qué  diferente sería todo si los gobernantes comprendiesen  que las crisis, más allá de su aparente perversidad, implican necesidad, exigencia evolutiva de cambio. Por lo cual sus causas no deben constituir el enemigo a vencer, sino factores  a integrar positiva o negativamente dentro de un proceder sistemático, holístico y sinérgico. Por eso, para el gobernante con plena conciencia de ello, en vez de crisis lo que existen son ineludibles exigencias evolutivas, gajes del oficio, si se quiere, o posibilidades de cambio, dicho de otra forma; cualificadas por el deber de acción honesta que imponen.

Resulta curioso que en el momento en que la vista se les estrecha tanto a este par de centenarios, su percepción y valoración de la vida sea más grande que nunca. Cuán torpe y miserable en su racionalidad puede resultar el ser humano, que se afana por conocer y aprender de todo, por desarrollar sofisticadas tecnologías, por crear construcciones maravillosas, por escudriñar en genética, por explorar el universo; pero no ha aprendido a vivir. Tal vez esa sea también la paradoja de la humanidad: extinguirse mientras aprende a vivir.

Es que este privilegio existencial de cual son partícipes, ningún ser humano  de otras épocas podrá ostentar: Nacer en un planeta gigantesco dentro de un pequeño universo, y morir sobre un granito de arena levitando en un universo más inmenso y misterioso mientras más se estudia y explora. Crecer avasallado por un mundo concreto e irremediable, y culminar existencialmente protagonizando el nacimiento y descubrimiento de una realidad  infinitamente más compleja y plena, que traspasa los límites de la interpretación fenomenológica hacia la conformación y creación de realidades virtuales que difuminan cada día más la clásica separación entre realidad y fantasía.

Tan exagerado e iluso que nos parecía el Escalona  -dice el primero en voz tan bajita que pareciera hablarle a sus adentros-  queriendo una casa en el aire para su querida niña Ada luz; y hoy es de rutina tener archivos, bibliotecas, oficinas y hasta trabajar en las “nubes”. Muy bien que deben sentirse los políticos, que han vivido siempre por esos lares, junto a los precios de los artículos de primera necesidad.

Definitivamente  –prosigue, mientras el otro lo acompaña en el extraviado mirar a la distancia-  el salto tecnológico, humanístico, científico, religioso, político, epistemológico y filosófico de nuestro siglo veinte no tiene parangón, pues en él convergen un ser humano, un mundo, un universo “determinados”, “funcionales” y “explicados” en su mecanicidad básica;  y desde él esa determinación se explaya en un inmenso abanico de probabilidades, y la funcionabilidad se replantea en vuelcos y revuelcos conceptuales, proyectando un humano contemplándose por primera vez fuera de su ser, integrado cada día más a un mundo multireal y partícipe de un fenómeno universal cuyo fundamento irremediablemente lo resume en un todo desde el cual la ciencia apenas extrae  algunos hilos de su inmensa urdimbre.

Es que cuando sentados desde aquí miramos al sol esconderse tras la montaña, sabemos que existe, que está allí porque lo hemos visto y sentido, así como hemos palpado, sentido, descubierto, inferido y comprendido el poco conocimiento que fundamenta el saber científico actual. Ahora, si el universo es tan inmenso  como aparenta, y por ende las distancias  entre los cuerpos es tan grande que neutraliza las fuerzas accionantes y reaccionantes  que los “informan” o conforman  al todo, entonces debe existir un tipo de fenómeno  allende el físico, que no vemos pero que está ahí, un campo o plano existencial ligante inmediato y atemporal del acontecimiento evolutivo, que se aprehende espiritualmente.

Es decir, el universo, en cuanto extensión fenomenológica y en tanto comprensión existencial es producto de un estado de conciencia. Si tuviésemos ahora la conciencia tan amplia para comprender todo el universo y si lográsemos sustraernos de él y contemplarlo en toda su magnitud, la existencia, tal como la conceptualizamos, cambiaría radicalmente de sentido, pues perdería esa impronta fatalista, aislada y egoísta, para constituirse en acontecimiento integral maravilloso de manifestación del fenómeno evolutivo y de la cualidad que lo motoriza: la incertidumbre. Seríamos entes meramente contemplativos de un acontecer cuya génesis, forma, propósito y razón conoceríamos, pero que en su desarrollo se explayaría en un abanico de posibilidades expresado en proceso histórico evolutivo. O sea, hasta Dios mismo se asombra cada día de su obra.

Ello hace del hecho existencial actual un privilegio único e irrepetible que conforma el cosmos, es decir, somos constructores del universo, no simple producto aleatorio.  

Si en este momento conociésemos la existencia de seres pensantes en cualquier otro sitio del universo, con valores y antivalores, amores y odios, justos e injustos, bondadosos y malvados; el salto incremental de la espiritualidad humana sería inconmensurable.  Cuántos arquetipos, fetiches, sofismas e interesadas y falaces construcciones intelectuales se derrumbarían, clareando un panorama existencialmente sensato y paradójicamente simple.

Lo asombroso es que existan quienes, acercándose al conocimiento del universo, lo vean solamente en su materialidad y sean incapaces siquiera de una sinapsis que les permita intuir, ver, sentir, el fenómeno espiritual que cada vez más se les restriega en las faces en descarada evidencia. O será que no tienen madres, hijos, esposas, seres queridos que les evidencien una existencialidad más allá de lo material. O será que las lagañas de la prepotencia intelectualoide y del cientificismo náufrago no les permite maravillarse ante la magia de la naturaleza. O será acaso que son tan pero tan torpes que no comprenden que el conocimiento poco a poco, paso a paso, encallejona al ser humano hacia el umbral del mundo físico y el espiritual, tal como lo enunciara premonitoriamente Pasteur. 

Quizás sea esa la diferencia entre el simple erudito y el descubridor – prosigue éste, cuasi orando y mirando  al otro-  El erudito plantea la incertidumbre desde lo que conoce, y generalmente termina o sacralizando ese saber o condicionando su ignorancia a él, resultando en pobre vasallo de lo que sabe.  Mientras que para el descubridor el conocimiento forma parte de sus creencias, las que a su vez se conforman en torno a una ignorancia creciente, según lo entendía Sócrates. Es decir, para el descubridor la incertidumbre no nace de su ignorancia sino de sus creencias. Al erudito le falta por conocer. Al descubridor siempre le queda por creer. El erudito “estabiliza” las sociedades humanas. El descubridor las revoluciona. Tal vez en eso consista el fundamento de la maravillosa genialidad de Newton y Einstein, cuestionar el universo desde sus creencias y no desde el mero conocimiento prepotente y anquilosado por el paradigma que sustenta.

Conformando lo dicho concretamente hacia lo jurídico, resulta insólito que en tiempos cuando la existencia del ser humano ha llegado a niveles de abstracción impensables cuando nacimos con el siglo, todavía el Derecho siga amarrado a tanto formalismo inútil y a procedimientos  que resultan desesperantemente ralentizados y de incuestionable ineficacia respecto de la creciente complejidad del razonamiento y  relacionamiento del ser humano actual,  y por ende, del desenvolvimiento de la sociedad.

Resulta torpe y contradictorio con la cualidad ontológica del Derecho, pretender  resolver con criterios y procedimientos de hace 200, 500 y hasta dos mil años, los conflictos de justicia de las sociedades actuales. En momentos cuando las personas realizan todo tipo de transacciones y operaciones mercantiles y civiles en cuestión de segundos por medios e instrumentos tecnológicos, cuyos objetos en muchos casos no tienen existencia física material tradicional, pero que  tampoco pueden considerarse estrictamente inmateriales, sino que existen en forma virtual dentro de una “nube”; cómo puede pretenderse  “administrar justicia” con la torpe parsimonia procedimental  y conceptual de un “sistema” obsoleto, ineficaz y rancio.

Es que al final todo tiene relación con el todo  –enuncia el segundo, extendiendo la diestra hacia el infinito-  La evolución y la historicidad dibujan y desdibujan lo que el ser humano pretende sea definitivo. Hace 80 años, en mi inocencia y prepotencia juvenil hube creído que el asunto era salir de “el Bagre” y listo, democracia y libertad para todos. Luego, al ver huyendo como una rata a “el Cochinito”, también mi garganta se hinchaba cuando cantaba: “Adelante, adelante milicianos…”. Pero sin embargo todo continuaba de mal hacia peor. Después volvieron a mí aquellos sueños mozos cuando gritaba con el poco hálito que me quedaba pero con el corazón henchido de esperanzas: “Así, así, así es que se gobierna”. Sin embargo hoy culmino mi existir comprendiendo la lógica verdadera del evolucionar de las sociedades humanas: avanzar 10 pasos para retroceder 9. Ya el ineluctable tiempo ha puesto en reversa la acelerada revolución de hace 15 años hasta su pertinente estadio evolutivo. Ojalá que ganemos esta vez siquiera 2 o tres pasitos.  Ahora la lucha entre los dos bandos políticos se limita a “vender” electoralmente al menos malo.

Timadores de oficio es lo que resultan los políticos, aún cuando tengan buena intención  - continúa diciéndole al otro, apretando el puño y frunciendo el entrecejo de aquel rostro agrietado y ya bosquejando rictus mortis-  La  justicia, libertad e igualdad que nos venden son falsas. La fulana sociedad  oropel, el mentado Estado azote y la cacareada Constitución grandísima embuste.

Cuándo se entenderá que la fórmula para la transformación fundamental y eficaz de la sociedad no está ni en las teorías  ni en los criterios panfletarios que se hagan de ella, sino en la cualidad del ser humano que la posibilita. Es decir, las sociedades cambian en la medida en que cambie el ser humano, pero también éste es modelado e impulsado evolutivamente por el ente social. Luego entonces, el quid de la acción política está en posibilitar a ambos con la mayor eficacia. Y para ello, para aprender a convivir en sociedad y desarrollarnos a plenitud como seres humanos, para iniciar el auténtico cambio cultural, debemos primero  ubicarnos  y comprendernos holística y sinérgicamente dentro del maravilloso universo, o sea, principalmente conciliarnos con nuestro habitad, el planeta tierra.

Al final todo ello no puede sino llevarnos a un punto de partida necesario: la humildad intelectual y existencial; para desde ella reaprender a existir. Por humildad hemos de despojarnos de tantísimos fetiches intelectuales que anquilosan el desarrollo de nuestras sociedades. Los hombres, seres humanos, con sus teorías,  aciertos y errores, deben quedarse en sus tiempos; pues la proyección y revalorización de sus obras tiene sentido sí solo sí, sirve de materia prima para otros quehaceres existenciales y no para su sacralización intelectual, torpe y retrógrada.

Hoy Galileo, Newton y Einstein están en el fundamento sobre el cual se erigen las nuevas búsquedas, los otros descubrimientos, las actuales visiones del universo, los recientes replanteamientos existenciales del ser humano.   

Ojalá también logremos algún día a decir lo mismo respecto de los teóricos de la política, de la economía, del Derecho etc., y hasta de nuestros héroes independentistas. O sea,  que aprendamos a recorrer por nuestros propios  criterios y no con las muletas del pasado, las veredas del principalísimo reto existencial: convivir pacíficamente, en justicia y con igualdad, valga la redundancia. Las obras de los que existieron deben ser hoy conformantes de un estatus de conciencia actual propositiva y liberadora, no catecismo alienante y retrógrado.

Es que la pretendida libertad que nos venden los políticos es tan falsa como el “espíritu libertario” del imperio gringo. El cacareado poder popular apenas alcanza para moverse unos pasos más dentro del reducido espacio existencial en los que nos tienen acorralados las mafias de todo tipo que secuestran al Estado y a la sociedad.  Mafias capitalistas salvajes que seccionan el territorio en feudos y nos “lavan el cerebro” mediante sistemas estratégicos publicitarios comprobadamente capaces de modificar a su gusto y gana los basamentos culturales de las sociedades.  Mafias criminales, que se reparten “zonas de operación” con personas y todo. Mafias “institucionalizadas” administrativas y judiciales, que hacen de la justicia jugoso negocio y del Estado lucrativa empresa. Y para colmo de los males, las mafias políticas, que diseccionan la sociedad en tantos “estratos” y  “clases” como requieran usufructuar las diferencias entre uno y otro, lanzándoles promesas cual sirenas su canto al marinero, con un único y bastardo propósito: el voto. ¿Cuándo los ciudadanos “botaremos” en la cloaca de la historia tanta aberración, torpeza, ineficacia y antivalores?

Un siglo. Más de cien años para revelar la triste moraleja: nacer en llanto y morir entre lamentos. ¿Dónde estuvo el Estado en estas diez décadas, dónde la Constitución, dónde la libertad, dónde la justicia, dónde la igualdad, dónde la solidaridad, dónde la paz?

No obstante las vicisitudes y el costo del saldo evolutivo que nos actualiza y soportamos existencialmente, no podemos sino darle gracias a Dios por haber existido y por el privilegio de protagonizar este salto gigantesco en la “construcción” de la humanidad que ha significado el siglo que vivimos, el siglo XX.

Junto al sol se recogen sus pensamientos. Ya con un siglo de existencia hasta el pensar pesa, y la vida no se mide en años sino  se descuenta en minutos. Pasos pesados y andar doblegado los distancian poquito a poquito del muro que siempre aguarda. Mañana quizás alcancen a verle los pechos  en sus transparencias al alba, y si no, de alguna forma estarán aquí con ella, como todos, pues siempre fuimos, somos y seremos universo.

Javier A. Rodríguez G.

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