martes, 28 de enero de 2014

El Legado de Elena

Hacía rato esculcaba el viejo baúl del abuelo. Entre antiguos retratos con hieráticas figuras apenas visibles entre los resquebrajos de la albúmina, cuasi por sortilegio asida del roído papel, negándose a dejar de atestiguar aquellos tiempos idos; observó una pequeña y amarillenta libreta que parecía deshacerse con apenas el roce de su mano.


La curiosidad de sus 25 años hurgó las desleídas hojas. No era un diario. La ausencia de cronología alguna y la yuxtaposición desordenada de ideas traslucían la pretensión de constituirse en extensión de la mente del escribiente, como queriendo salvar los recuerdos más allá de sus tiempos existenciales.

Sueños de chico, algunos devaneos de enamorado entre breves pasajes de su nativa España, junto a los resaltes de la participación en aquellas escaramuzas bélicas en las tierras santas de Jerusalén, evidenciaban la intimidad de las notas profanadas. Pudoroso se dispuso a cerrar la libreta, cuando aquella corta estrofa entreverada en la sintaxis de un texto llamó su atención: “Eran tres los soldados, cargando la cruz del Señor. Era de tres el secreto, que la providencia les dio. Era de tres la dicha y el profundo dolor... Lo he visto…”

La curiosidad lo embargó por esa última frase. ¿Cuál era su lógica? ¿A cuál secreto referíase? ¿Por qué aparecía cortada, como no queriendo o no pudiendo continuar? ¿Qué fue lo que supuestamente vio el abuelo? ¿Por qué la extraña mescolanza de dicha y dolor? Surgieron en retahíla las interrogantes…

Tras el largo, impaciente y nervioso rehojeo de páginas, pudo leer otras estrofas que parecían ser la continuación de aquellos pensamientos. Escritas mucho después, tal vez en esos momentos humanos cuando el peso de los recuerdos obliga a alivianar en tinta las cargas de la conciencia, quizás buscando mantener vivo el secreto; en fin, allí estaban las palabras, discurriendo entre un relato inconexo: “Lo he visto, lo he visto, Jesús no resucitó, he tocado sus huesos. El Cristo no resucitó”, se leía en el inciso, seguido de una serie de números, especie de clave o pista, cuyo sentido parece esconderse tras el pensamiento que atestiguan.

Incrédulo y perplejo, en sus ojos se arremolinan los pensamientos. ¿Cristo no resucitó?, atinaba a preguntarse afirmando. Luego entonces ¿no era el hijo de Dios? y por tanto ¿se quedaría la fe cristiana sin sustento alguno? ¡¡Dios!! ¿Cómo pudo mi abuelo verlo? ¿Cuál inmensa sería su angustia al saberse poseedor de una verdad capaz de derrumbar su religión, dejando huérfanos de fe a millones de creyentes en el mundo?

Ahora comprendía su renuencia en hablar de religión. Muchas cosas adquirieron el sentido, la hilaridad racional ausente en su momento. La contumacia del abuelo a responder sus interrogantes respecto del Cristo y la sentencia con que allanaba cualquier cuestionamiento: “El demonio tiene mil formas de hacernos sus instrumentos”.

Retahíla de preguntas se amotinaron en su conciencia mientras buscaba recobrar la sobriedad de la realidad, fustigando su racionalidad: ¿Será verdad? ¿Por cuál razón mentiría el abuelo? ¿Sería producto de su imaginación? ¿Lo engañaron?  Pero… ¿y si fuera cierto?, concluyó, con la duda prendada ya a su existencia, como la sombra de una luz escondida, constituyendo el pasivo existencial que en adelante determinaría su vida y algún día habría de solventar.


EL CAMINO HACIA LA VERDAD

Hace ya diez años desde aquella tarde cuando halló la pequeña libreta del abuelo, ahora la tiene en sus manos mientras desde la mirilla del avión contempla la mágica espiritualidad de la Tierra Santa. Al fin cumplirá la…, no es promesa, más bien necesidad de recuperar el sosiego de su conciencia y la tranquilidad espiritual. Ese legado de la providencia es una cruz que no está dispuesto a llevar más, pero no huirá ni será preso de ese secreto, como el abuelo, pues lo enfrentará en toda su descarnada verdad o falsedad.

Me convenceré de que fue una simple ilusión de mi abuelo y todo estará bien, se decía hacia sus adentros, como necesitando cubrir con argumentos ciertos el boquete espiritual por donde amenazan con escapar los pocos fundamentos, o más bien argumentos de su menguada religiosidad.

Por sobre el murmullo de la ciudad se impone la espiritualidad de esta tierra, cuna de la religión cristiana y tal vez poseedora de la verdad que la sepultaría para siempre.

Desde la ventana del antiguo hospedaje se divisa en lontananza el Monte de los Olivos, el de reflexión, de tentaciones y de traiciones. Cuasi enfrentándolo, El Gólgota punza en las conciencias de la humanidad el dolor, el sufrimiento, la irracionalidad, la muerte y el renacer. ¿Renacer y muerte?, se interroga, cayendo en la realidad de la razón de estar allí.

Al amanecer toma su roída y preciada mochila y parte hacia El Gólgota. Lo anda, lo siente, lo vive, lo palpa. Quizás buscando la sangre de aquel justo; quiere verle el rostro miserable a la irracionalidad humana. Poco a poco va sintiendo la carga espiritual de siglos de aquellos sitios queriendo estallar en la interrogante que desde hace una década atormenta a su conciencia: ¿Y si Cristo no resucitó?...

Con los últimos resplandores del día sus pasos deambulan por las singulares callejuelas, mirando a las personas en el trajín de sus existencialidades, tan diversas y complejas, pero al final confluyendo en un solo ser, el ser humano… Mientras tanto, su mente persiste en buscar respuesta a las notas de la libreta del abuelo.

La noche lo encuentra contemplando el muro de los lamentos. Aquí miles buscan sosiego para sus penas y sufrimientos, benditos quienes hallan la paz espiritual en las bienaventuranzas del prójimo.

Tras el andar, a la distancia se va magnificando el Calvario; y mientras los lloros de la luna pincelan de plata a ese ícono de los vicios e irracionalidad del ser humano, los cantos de algunos peregrinos suenan como himnos de salvación, esperanza y fe.


 EL ENCUENTRO

Ya en la pequeña posada y luego de acicalarse lo necesario, baja a la pequeña sala de estar. Su exigua luz pincela de claroscuros el misterio, encanto y magia el rostro de la mujer que flanquea la entrada. No importa si ella es de los de unos u otros, pues los designios del Señor no distingue los linderos de irracionalidad que segregan sus existencias.

Después del rápido pero ameno e inevitable flirteo con aquella subyugante dama; el hasta luego, cargado  de interrogantes y expectativas, a lo mejor augura la voluntad divina de un mágico entrecruce de genes, de la mezcla de dos culturas en la cuna de la religión en común.

Por ahora, a lo que ha venido. Lo esperan en el pequeño bar contiguo, cuya entrada está signada en el frontis por aquella invocación famosa de Delfos: “Conócete a ti mismo.” En verdad no sabe si es advertencia, ironía o simple referencia filosófica; lo cierto es que, cuando el ser humano hurga en lo profundo de su humanidad y espiritualidad y logra verse en la alegría y dolor del otro, la paz tiene su imperio asegurado.

En un rincón está, sin lugar a dudas, el que lo espera. Con ambas manos sobre la pequeña mesa de cedro, cuyos cortes austeros y la simpleza de líneas subyugadas por la textura noble de la madera, evidentemente acariciada por las manos oficiosas del artesano, delata su consonancia con toda una filosofía de vida, en donde la utilidad es seducida discretamente por la belleza elemental natural de las cosas, en comunión trascendente de lo material hacia el propósito espiritual. Tal vez así lucían las del carpintero llamado José…, afirma en su pensamiento.

El personaje está a la hora acordada a través del intermediario. Cuerpo menudo y edad ya en deuda con el tiempo (aproximadamente la que tendría el abuelo) Ropaje sencillo y un tanto descuidado pero agradable. En general, facciones, gestos y actitudes evidenciando la mimetización genética y cultural con su entorno; hasta su palabra tiene el dejo de sabiduría, misterio y espiritualidad de esta ancestral tierra. ¿Acaso no hubieron sido personajes como este, quienes nos legaron las sagradas escrituras?, esta vez interroga, también desde el sigilo de sus neuronas.

La conversación fluye en protocolar calma, dejando intersticios para la conformación del ambiente común de reflexión imperante en el lugar. Luego las palabras entrecortadas y la disgregación de ideas rehúyen abrirle paso a lo concreto de aquella entrevista: La relación de ese hombre con su abuelo; y algo más…, el “asunto” que desde el inicio ha estado en el ambiente sin dejarse entrever en los labios de uno ni del otro.

Entre anécdotas y gratos recuerdos de lo bueno y lo malo, el hablar ya es ameno y franco; pero aún así no logra aflorar por algún resquicio el inmenso secreto que tácitamente impregna el ambiente. Hasta que la incertidumbre represada irrumpe con una pregunta directa y desencajada  de la conversación; el interpelado, por vez primera expresa en su faz la terrible angustia ahogada, como si le hubiesen lacerado una llaga descarnada en lo más íntimo de su ser.

No, no…, no he compartido ningún secreto entre tres. El otro compañero ya no está… Entre nosotros sólo hubo una profunda y entrañable amistad, responde, tensando las manos sobre la mesa, como queriendo traspasarle la inmensa verdad que avasalla su conciencia y atormenta su espíritu, agregando, cual epitafio: Existen secretos que destruyen verdades, y verdades que siendo secretos, posibilitan hermosas falsedades.

Luego del respetuoso silencio, las palabras comienzan a sobrar, y la tácita despedida fluye en el hablar, ahora mezquino y triste…

En fin, concluye en pensamiento mientras su cuerpo se despide del indescifrable personaje, así culminan siempre las conversaciones en estos lugares, rezumando las tristezas y horrores de siglos acumulados, paradójicamente sembrados en esta tierra sagrada, aunque siempre con el dejo de la esperanza de su fe. Tal vez, como lo termina de sentenciar este triste hombre, mejor es que la verdad siga oculta para poder así sustentar la fe…

Ya de regreso a la pequeña habitación y sin haber logrado liberar a aquel hombre de la prisión de esa verdad huidiza que ahora determina más profundamente su existencia; en el pequeño pasadizo previo, mimetizada en aroma con el frondoso durazno que la flanquea, está aquella chica de hace rato… Entre la conversación cada vez más lo subyuga esa sublime mezcla de espiritualidad y tentadora seducción de la mujer de esos lares. Y mientras la magia de la naturaleza apuesta al entrecruce genético, decenas de interrogantes antesalan su atribulada conciencia.      


ENTRE OLIVOS, ESPERANZA Y  FE

Con las primeras luces del nuevo día, entre el naciente murmullo de fresca cotidianidad de la Tierra Santa, y todavía con la sentencia del amigo de su abuelo en las sintaxis de las neuronas, trajinadas, esculcando sentido y coherencia a lo que tal vez fue sólo advertencia; parte hacia el Jardín de los Olivos por parajes que se revelan preciosos y reconfortantes espiritualmente.

A lo mejor, dice hacia sus adentros, en ese sitio tan trascendente para Jesús, donde meditó tanto, donde compartió con sus discípulos, donde doblegó a la tentación y donde esperó la traición del hombre; encuentro la luz que me ayude a redimirme de ese secreto que no conozco, para estar en paz con mi conciencia, con la historia y con la religión que he desdeñado.

Así, camina, contempla y disfruta toda la riqueza histórica y religiosa, rostros plenos de fe entremezclados con los estoicos de los turistas de oficio, y aquella simbiosis sublime entre humanidad, espiritualidad y fe que traspira el ambiente e impera por sobre el ininteligible murmullo de vida que poco a poco se va haciendo respetuoso silencio, a la vez que el cielo, con hermosos destellos oculta su luz; tal vez queriendo convencerlo de que dejando atrás aquel secreto, ahogando su curiosidad, se resguarda la fe y la religión.

Con los últimos rayos del sol contorneando y siluetando a los comensales y conversantes del pequeño paradero que cuida el camino de regreso, su pensamiento es ahogado por el leve bullicio del sitio mientras esculca en el pretérito de su mente algún indicio, alguna razón, una respuesta justa, del por qué y para qué está allí; si en definitiva es la verdad de un simple ser humano contra la certeza de millones. Pero… ¿cuál verdad? Si tan sólo tuviera algún sustento para esta trama que está determinando mi existir, se dice, mientras sus sentidos se enfocan en las palabras de la mujer de la mesa contigua al hombre que la acompaña.

Me salvó, él me salvó de esa enfermedad tan cruel. Hace tantos años estaba desahuciada pero el nazareno salvó mi vida y me regaló estos años maravillosos junto a ti, a mis hijos y a todos mis seres queridos, le decía ella. Ambos de aparente mucho y grato vivir, tomadas las cuatro manos en un solo puño, él mirándola fijamente, cuasi con veneración, ella de frente al Monte, lejos en lontananza, la mirada alta en agradecimiento y veneración, los dos siluetándose con el resplandor del ocaso ostentando su gama de hermosos e inusuales ocres, llenos de misticismo, esperanza y fe.

Esa era la respuesta a su interrogante: la fe, que mueve montañas y enlaza a los seres humanos con sus potencialidades, con el universo, con Dios. Poco importa conocer o no el secreto, si existe una inmensa verdad que eclipsa cualquier duda: la fe.


DESASOCIEGO Y LUZ

Llega junto a la luna al pequeño hostal. Un extraño frio enmarca el ambiente de tibio recogimiento de los grupos disgregados en íntimos rincones, con uno u otro canto tenue de voces hieráticas, casi gregorianas, acentuando el misticismo del lugar.

Ya en su habitación, escudriña en Eart, tratando, en último intento, de obtener de su tablet la respuesta o al menos algo de sosiego a su angustia, mientras la resignación y también la frustración, poco a poco doblegan su curiosidad e imperioso apetito de verdad, queriendo cerrar por siempre el baúl del abuelo, junto a sus recuerdos y aquel secreto que lo atormenta. En tanto el sueño troyanamente se adueña de su conciencia.

Al rato, recién pasada la media noche, luego de un extraño sobresalto y todavía embriagado por el sueño, intenta apagar la tablet que entibia la otra almohada, pero algo llama su atención: Sobre la imagen del Jardín de los Olivos existe una marca de referencia nunca observada, con la siguiente etiqueta: “En la cifra está la respuesta”. Enseguida el asombro da paso a un torbellino de preguntas. ¿Se tratará de la respuesta al secreto? ¿Por qué, cómo y quién la colocó allí?  ¿A cuál cifra se refiere y donde está?

Disponíase a retomar el sueño forzado sobre su angustia, cuando sobresaltado exclama ¡¡Ya se!! ¡¡Tiene que ser…!! ¡¡Es aquella cifra sin sentido en la libreta del abuelo!! ¡¡¡ Son coordenadas!!!

Toma su tablet y nervioso registra en diversos órdenes aquella cifra de la pequeña libreta que temblorosa en su mano se resigna a ver su secreto profanado. Luego de varios intentos, allí está, una ubicación específica en el Monte de los Olivos, ¿será el sitio?, hace algunas horas anduve por esos parajes, ¿estará lo que busco allí? Sin más, registra las coordenadas en el teléfono y se dispone a partir hacia el lugar. Es ahora o nunca.


EL HERMOSO LEGADO 

Raudo el andar y volando los pensamientos el cansancio no mella su voluntad, más bien aumenta el paso, mientras silente lo sigue la tenue sombra que le pinta la creciente luna asomada entre caprichosas nubes.

Presuroso busca la ubicación del GPS. La afición arqueológica de su niñez le ayuda. Al fin está en el sitio. Un escalofrío de éxtasis recorre cada célula de su cuerpo, mientras mirando hacia el cielo siente que su voluntad se desmorona y el temor lo avasalla. Es el miedo al sacrilegio, a atentar contra las verdades que sustentan la religión y la fe.

Es increíble, tan cerca de nuestros pasos y tan lejos de la conciencia humana. Una pequeñísima colina camuflada por pequeños arbustos bañados por los haces de plata regados por la noche, está frente a él.

¿Cómo puede ser? ¿Estoy delirando o acaso sueño despierto?, se pregunta, mientras la incertidumbre lo embarga nuevamente.

¿Qué hace él allí? ¿Descubriendo lo descubierto? Si ya cientos de investigadores han esculcado cada centímetro de estas tierras. ¿Qué puede hallar? La probabilidad es remota, muy remota, aunque siempre probabilidad.

Con la curiosidad en la mente y la cautela en los pasos, se acerca a la base de la colina sin observar nada extraordinario, algunos pequeños olivos y el follaje en partes asomándose cauteloso, pero nada más.

Apesadumbrado se sienta en un montículo tratando de ordenar los pensamientos, y quizás de apaciguar sus expectativas hacia la resignación. Si existiese la tumba, se dice, sería accesible por excavación, y eso está muy lejos de mis posibilidades… En fin, ha de ser mi destino cargar a cuestas la angustia del secreto.

De pronto recuerda la frase inconexa en la libreta del abuelo: “Entre olivos la verdad será revelada”  ¡¡Sí!! Por supuesto, han de ser estos olivos, pero ¿dónde?

Presuroso corre hacia ellos y esculca el follaje que une sus pies. Se topa con lo que aparenta ser terracota o algo parecido, y al despejar con su navaja de explorador las hierbas y tierra que la cubre, revela un cuadrado de cuatro casi deshechos ladrillos por lado.

¡¡Ahí está!! Ese debe ser. ¡¡Dios mío!! ¿¡¡Qué hago!!? ¿Profano esta verdad terrible de milenios o marcho y venero a la bondadosa falsedad?  Pregunta mirando hacia el cielo, buscando la respuesta que desde siempre ha estado en su conciencia. La verdad mueve montañas, por la verdad murió el Cristo, y por la verdad debe ahora continuar…

Con un nudo cada vez más apretándole la garganta y ahogándole la conciencia, la navaja temblorosa poco a poco define los intersticios de los ladrillos, los quita uno a uno, colocándolos con cuidado a un costado. Una loza de piedra queda al descubierto; escarbando la tierra de sus bordes se dejan ver sendas muescas en forma de agarraderos. Sin pensarlo dos veces su ansia de verdad levanta en vilo aquella piedra, y lo que ve lo paraliza, sintiendo el inmenso peso más en su atribulado espíritu que en sus manos temblorosas.

¡¡Ahí está!! Exclama, un cofre aparente de piedra encajado en la tierra, con la avidez de siglos tragándose la claridad de la noche y retornándola en un tenue resplandor que rebosa el ambiente de misticismo y espiritualidad. Sus pies tiemblan tanto como trémola ha estado desde siempre su fe; y mientras los brazos exhaustos colocan la loza sobre las hierbas, pensamientos en torbellino nublan su conciencia. ¿Al fin conoceré el secreto? ¿Qué habrá adentro? ¿Estará él, Jesús? Pero, si murió y no resucitó ¿cómo puede ser el hijo de Dios?

Así, con punzante angustia y  exasperación, alzando las manos al cielo y dejando caer sus rodillas sobre las hierbas buenas y malas, con un grito ahogado exclama: ¿¡¡Dios, por qué tuve que ser yo, por qué me escogiste a mí!!?

No obstante una fuerza que doblega su voluntad lo coloca dentro del lugar; de alguna forma era un deber con la historia, con la religión de su abuelo y consigo mismo, con el sosiego de su espíritu.

A su lado, sobre un pilostre de piedras encajadas caprichosamente en sus formas naturales, está una especie de sarcófago intacto de grueso cedro oscurecido por los siglos, cuya armoniosa simpleza delata la mano tosca pero amorosa del hacedor. El lugar es de medidas exiguas, la parte superior apenas supera su estatura, y el sutil resplandor que llena de mágica acuarela de grises el recinto, pareciera posarse y a la vez emerger de aquel sarcófago. 

Con ceremonial calma introduce su navaja en el borde de la gruesa tapa encajada y poco a poco la levanta hasta quedar visibles los restos del que ha de ser Jesús el de Nazaret, el hombre que trajo a la humanidad un mensaje de amor, hermandad, dignidad, esperanza y fe, el hijo de Dios… Pero ¿si es el hijo de Dios, entonces por qué no resucitó como lo enseña el dogma de la fe cristiana? ¿Será error o cruel ilusión?

¡¡No puede ser!! Exclama, tras detallar sendas perforaciones en los huesos de sus manos y pies y empezar a revelar al lastre de su pañuelo las inscripciones cinceladas en la pequeña loza que pareciera cuidar los pies del yacente. La lee y relee nerviosamente palabra tras palabra, hasta lograr que su latín elemental y torpe le descifre el mensaje de aquella estela de piedra. 

“Yo, Elena de Constantinopla, manifiesto a la posteridad, que habiendo descubierto providencialmente un manuscrito del mismísimo Simón de Cirene, guardián del secreto más atesorado de la religión cristiana; por los designios imponderables de nuestro Dios, he hallado la tumba de su hijo Jesús y he palpado las laceraciones de la irracionalidad humana en sus huesos, tan humanos. Pero también he sentido como nunca su trascendencia de la muerte hacia un mensaje de vida, de esperanza y de fe. He aprendido que más allá de nuestros huesos, nuestra alma y nuestra espiritualidad son inmortales. Esa es la hermosa lección del Cristo, enseñarnos que aún andando podemos estar muertos, que nuestra resurrección espiritual se produce cuando descubrimos al Cristo en el prójimo y lo concretamos en un propósito común de fe. Porque el Cristo resucita con nosotros, con nuestra fe. Porque la resurrección es una eterna posibilidad iluminando e indicando un único camino: Dios. Hoy, al grabar mi fiel estas palabras temblorosas en la dura piedra, mientras mi cuerpo se estremece por la verdad revelada y en mi conciencia conflagran las posibilidades de su destino, he decidido legar a la posteridad la responsabilidad de revelar al mundo cristiano esta infinita verdad. No es tiempo de someter a los creyentes a semejante prueba de fe cuando nuestra religión apenas se asienta y tiene tantos enemigos asechándola por todos lados. Pido perdón si me equivoco en esta decisión. Pido perdón por los actos de mi pueblo. Pido perdón por los errores y vicios de mi humanidad. Pero también doy las gracias al Cristo por haber iniciado  en mí esta hermosa resurrección que ilumina mi existir, reconforta mi espíritu y sustenta hoy como nunca mi fe. El secreto debe ser secreto hasta que la fe sea auténtica y se sostenga por sí sola”.

Un pálido frio recorre su cuerpo, a la vez que el gozo espiritual se avalancha en lo profundo de su ser, dándole esa sublime sensación  de religiosidad y misticismo jamás sentida.

Si el abuelo y sus compañeros hubiesen leído esta nota, pensaba, no habrían sufrido tanta angustia y desasosiego. Elena comprendió el verdadero significado de su hallazgo y asumió la responsabilidad ante su religión y ante la historia. Que después de veinte siglos el Cristo perviva entre nosotros con su mensaje de redención, de fe y de esperanza, aún cuando sus huesos estén guardados en este pequeño recinto y las carnes hayan vuelto al polvo, es auténtica prueba de su resurrección, que en verdad es la trasmutación del alma, eterna como la capacidad de fe del ser humano.

Enseguida revisa el pequeño pergamino adjunto y cualquier atisbo de dudas se esfuma junto con el vacio existencial que lo hubo agobiado toda su vida, al balbucear ese latín colonial pincelado de clasicismos griegos: “…allí yace Jesús el de Nazaret, el hijo de Dios… Conociendo la conjura para profanar su tumba y destruir su cuerpo, he decidido junto a mi acompañante, preservarlo en ese humilde recinto. Han matado un cuerpo pero su alma y espíritu pervivirán por siempre en su mensaje y ejemplo de vida. Que Dios bendiga a quien leyere estas notas  y lo ilumine para bien disponer de este secreto, tesoro de fe. Así lo manifiesto, con la paz y fortaleza del Señor rebosando mi alma, yo, Simón el de Cirene”.


SEPULTANDO LA VERDAD

Con sensación de infinito gozo existencial recoloca el último ladrillo, recubriendo con tierra y  pequeños arbustos la entrada al santo recinto. El secreto todavía debe ser preservado. Sin dudas el cristianismo atraviesa por su mejor momento, pues siempre que se exista, cada actualidad es la mejor, por haber sobrevivido veinte siglos a tantos errores, por sustentar la fe por sobre el derrumbe de falaces dogmas y perniciosos fetichismos; pero aún su fe no es suficientemente plena y auténtica para asimilar esta verdad en toda la magnitud de su significado. El maravilloso legado debe esperar por los tiempos perfectos del Señor.


El RETORNO A LA FE

Mientras el avión reta en vuelo los aires de aquella tierra santa, pensamientos sosegados rinden honor a su fresca paz espiritual: Hace dos mil años, en inicio de un nuevo sendero existencial, un humilde artesano revolucionó la humanidad con su mensaje de justicia, igualdad, libertad y dignidad, más allá de la materialidad del existir, como valores plenos, posibles, alcanzables y resumidos en un fin superior, su padre, nuestro padre, Dios. Con ello nos reveló el Cristo la conciencia de transcendencia, del poder, como bien lo señala Elena, de descubrir al Cristo en el prójimo y concretarlo en un propósito común de fe, el poder de nuestra resurrección espiritual. Porque, tal como dice el Cirineo, mataron su cuerpo pero su alma y espíritu siguen vivos entre nosotros. Al final esa es la resurrección, trascender la materialidad de nuestro existir hacia la concreción hermosa de los valores y principios de vida en común, perviviendo en un propósito de fe y esperanza que siempre converge en Dios.

 

 Javier A. Rodríguez G.


EL HUMANISMO SOCIALISTA